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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Náufragos

Lifeboat (Alfred Hitchcock, 1944).

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De un tiempo a esta parte cualquier signo de precariedad se reformula y se rebautiza eufemísticamente para darle un sentido positivo. Antes del Concilio Vaticano II seguramente se habría utilizado el latín, que por entonces era el idioma litúrgico por excelencia, y ahora se usa el inglés, que es la lengua ecuménica del capitalismo global. Es definitivamente cool, trendy y ecofriendly comprar ropa de segunda mano, hacer durar la propia hasta que se caiga a jirones y no lavarla demasiado, o ducharse durante tres minutos como máximo y con no mucha frecuencia. Los pisos de menos de treinta metros son todo ventajas. Para empezar, se llaman estudios, y están dotados de cocina americana, que te impregna la colcha de olor a fritanga, pero te permite la ilusión de creer que vives con Doris Day en una película de los años sesenta. Mejor aún es practicar el vanlife, vivir en una caravana, una autocaravana o una furgoneta adaptada. Y a ser posible, no moverla del sitio. En todo caso, hay que olvidarse de tener casa en propiedad, lo que hay que hacer es practicar el coliving, el coworking y el nesting, y no salir de vacaciones, o como mucho ir a un glamping y hacer workation (o trabacaciones en supuesto castellano), y no tener hijos, mejor un perro, o un gato, o si no te llega el presupuesto, criar gusanos de seda. Y olvidarse del coche, mejor una bici plegable, o un patinete. Y comer sobras, recuperar la tradición de los canelones y las croquetas de puchero. O hacer como los friganistas, que se lanzan directamente al cubo de la basura. No solo es beneficioso para el medio ambiente, también puede ser rentable. Fijémonos, por ejemplo, en esos chefs que se están especializando en el aprovechamiento de los ingredientes que se suelen tirar. Gastrorecup han llamado a la iniciativa.

De todos esos fenómenos, los más significativos puede que sean los que se están dando, precisamente, en el ámbito alimentario. En ese sector hay oportunidades hasta en el estiércol. Nos vienen concienciando homeopáticamente de las bondades proteicas de los insectos, como si comerlos fuera una posibilidad futura, pero ya es un hecho. Según informaban recientemente diversos medios, la Comisión Europea ha dado luz verde a la comercialización de las larvas de escarabajo del estiércol (Alphitobius diaperinus) en pasta, congeladas, desecadas o en polvo, que entran así, junto al gusano de la harina, la langosta migratoria y el grillo doméstico, en el grupo de insectos autorizados para el consumo humano dentro de la UE. Mejor no busquen la foto de los bichos en cuestión. Por algún motivo, puede que porque ya llevamos siglos consumiéndolo, en la noticia se olvidaron de mencionar la cochinilla, hemíptero con el que hace tiempo que nos restregamos los morros o nos cuelan como fresas recién trituradas en el yogur o en los helados. Gran negocio se avista también tras ese invento prodigioso llamado carne artificial, que es como llamar madera al railite. La carne natural será cosa de estraperlistas. La nueva carne será a la antigua como el surimi a la merluza, lo que el chocolate de algarroba al de cacao (eso no estaba tan malo) o la achicoria al café, será un sucedáneo de posguerra, vaya. Habrá que averiguar qué guerra es esa y cuándo la perdimos.

Un sector de la población percibe en todo esto un intolerable sarcasmo, sobre todo aquellos que se criaron con promesas de abundancia y se dejaron la vida —la laboral y la otra— tras ellas. Hasta hace poco la prosperidad de los trabajadores se medía por la cantidad de automóviles que había en los aparcamientos de las fábricas. Eran las migas que les llegaban del pastel desarrollista: el utilitario, el piso en propiedad y las vacaciones. Intuitivamente perciben que de lo que se trata ahora es de hacer atractiva la miseria sobrevenida, y que todas esas cautelas no van acompañadas de otras contundentes y efectivas para repartir la riqueza o, al menos, detener su proceso de acumulación. Cuando les instan a adoptar medidas de austeridad, muchos entienden que les están diciendo: a los ricos no les podemos meter mano, pero a ti te podemos vender la burra, porque tú tienes buena conciencia y ellos no la tienen, ni buena ni mala. Pues que bien. Ya nos advertían los veteranos en la mili que no convenía saber desfilar, porque si no, te ibas a pegar una jartá. La reacción económica, esa que está en contra de los impuestos y de las políticas sociales, también dice con desdén que lo que hacen los social-comunistas es repartir la pobreza, y creyendo que dicen lo mismo, los menos espabilados confluyen en las urnas con sus principales enemigos, pero, pese a todo, ver en la resistencia a secundar según qué iniciativas una actitud retrógrada, sin más, es un diagnóstico simplista y una explicación insuficiente.

Para entenderlo conviene recordar que unos y otros compartían una misma idea de progreso. El objetivo de la vieja izquierda era conseguir que la clase trabajadora acumulara bienestar material, que aumentara su nivel de vida, dando por sentado que la calidad llegaría por sí sola y el precio era lo de menos. Un error de cálculo cuyas consecuencias están a la vista: un ecosistema natural y social herido de muerte por un capitalismo desbocado del que todos somos cómplices en mayor o menor grado. Arrastrados por un lento e implacable sunami, empezamos a actuar como los náufragos que racionan las últimas galletas mohosas y el culín de agua de lluvia que queda en el pocillo, mientras el malvado de turno se atiborra por las noches con lo que lleva escondido en la faltriquera. Con independencia de que puedan contribuir a paliar el desastre —por sí solas no lo evitan ni de coña: las que no son una tomadura de pelo son clavos ardiendo a los que agarrarse—lo cierto es que en un mundo más racional y justo, con una trayectoria menos desacertada, difícilmente plantearía nadie las ideas de bombero que citaba al principio y otras de la misma índole que van llegando en cascada. Pero aquí y ahora unos las necesitan para sobrevivir y otros para seguir medrando. Sigamos la corriente mientras no nos quede otra, pero si dejamos que nos arrastre sin remar en la dirección adecuada, ya podemos ir organizando el sorteo para ver a quien de nosotros nos comemos primero. Aunque es casi seguro que tampoco eso nos ayudará a llegar a puerto.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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