A lo largo de los últimos años nos hemos divertido mucho inventando catástrofes planetarias, invasiones extraterrestres, orgías zombis y pandemias apocalípticas. Todo eso, que eran solo fábulas con un valor simbólico y catártico (nunca se las ha tomado en serio como advertencia), de repente se ha convertido en una realidad nada divertida. Tenemos la sensación de estar ante lo ineluctable, quien más quien menos está cagado de miedo, y estamos jurando para nuestros adentros que, si nos libramos de esta, a partir de ahora nos portaremos bien.
Existe un conjunto de películas, tan numeroso que constituye todo un género, en las que cuando el protagonista muere o está a punto de hacerlo, una fuerza superior —un ángel, Dios, Lucifer o la misma Muerte en persona— interviene para darle la oportunidad de enmendar los errores por los que se va a condenar. Es un tipo de historias que se asocian a Frank Capra, posiblemente porque a él se debe la más optimista (y moralista) de todas, ¡Que bello es vivir!, pero también constan en la filmografía de otros brillantes cineastas que desarrollaron el argumento con intenciones más mordaces o con un calado poético mayor que aquella. Todas tienen en común el hecho de que el protagonista aprovecha esta segunda oportunidad para actuar de un modo diferente a como lo hizo, se redime y es recompensado con una eternidad placentera o, mejor aún, con la posibilidad de reanudar su vida allí donde la tuvo que dejar.
La mayoría de nosotros confía ahora en que esto pase de largo y nos sea concedida una segunda oportunidad. Pero para aprovecharla bien, para poder actuar en consecuencia, habría que establecer primero, con una cierta precisión, la relación implícita entre todo lo que sucede y nuestra suerte. Y no está nada claro que estemos preparados para abordar esa tarea. Las películas a las que he aludido son malos ejemplos. Los protagonistas siempre son individuos, nunca colectivos, de ahí la intrínseca puerilidad de su planteamiento, porque, por mucho que nos disguste nuestro vecino, estamos todos entretejidos. Nos pongamos como nos pongamos, nadie se enfrenta solo a su destino. Los coronavirus lo saben; nosotros todavía no, o si alguna vez lo supimos, lo hemos olvidado. Como los personajes de esas cintas, nos creemos dentro de un sistema cerrado, relativamente organizado, y no somos conscientes del alto grado de entropía al que estamos expuestos. Estamos cegados por el mito del libre albedrío. Hemos sacralizado la libertad individual y hemos perdido de vista el carácter holístico de nuestra especie. Y sobre esa base hemos construido un mundo ficticio que no se corresponde para nada con la realidad. Por eso nos llega tan a menudo en forma de hostia.
Lo explica muy bien Adam Curtis en uno de sus ensayos cinematográficos para la BBC (HyperNormalisation, 2016): «…durante los últimos cuarenta años, políticos, financieros y utópicos tecnológicos, en vez de enfrentarse a las complejidades reales del mundo, […] construyeron una versión más simple del mismo para mantenerse en el poder. Todos nos involucramos en la expansión de este falso mundo, porque su simplicidad era tranquilizadora. Incluso aquellos que creían que estaban atacando el sistema (los izquierdistas, los artistas, los músicos y toda la contracultura) se volvieron parte del engaño, porque ellos también se habían retirado a ese mundo de fantasía. Y es por esto que su oposición no causa ningún efecto y nada consigue cambiar […]. Creían que, en vez de cambiar el mundo exterior, el nuevo radicalismo debía intentar cambiar lo que estaba dentro de la cabeza de la gente, y la manera para hacerlo era a través de la expresión individual, no a través a de acciones colectivas […]. Toda una generación comenzaba a perder el contacto con la realidad del poder».
Ahora mismo nos sentimos impotentes y aterrados, estamos aislados, confinados en nuestras casas y atrapados en una ilusoria envoltura amniótica que revela toda su inutilidad a la hora de protegernos, una enorme impostura que se deshace en su enfrentamiento con el mundo real cuando se muestra tan indiscriminadamente agresivo como en estos momentos. Mientras las élites a las que alude Adam Curtis tratan de conciliar sus intereses actuales con la necesidad de controlar la pandemia, redefinir sus intereses futuros y las estrategias necesarias para protegerlos, nos tienen en standby tratando de que no salgamos ni de un sitio ni de otro, ni de nuestros domicilios —nuestra única, patética defensa es escondernos—, ni de nuestro precario universo mental. Desde los televisores —significativamente la comunicación en tiempo real vuelve a tener significado— nos dosifican el miedo y nos suministran los acostumbrados psicotrópicos virtuales.
Se supone que de todo esto hemos de aprender alguna lección y que de ella derivarán cambios importantes. Algunos hablan incluso de la caída del sistema capitalista o, al menos, del ocaso del neoliberalismo. Suena a ingenuidad supina. Es tan errado como lo que predijo el afamado geoestratega Peter Zeihan al principio de todo esto: que China colapsaría a causa de lo que entonces todavía era una epidemia local. Lo más probable es que el mismo sistema global que ha provocado el problema —está claro que no ha creado el virus, pero sí las condiciones para su propagación— se apunte el tanto de haberlo solucionado y aproveche la fuerza centrípeta de la solidaridad y el alivio colectivo para reforzarse. Intentarlo lo intentaran. «Éramos felices y no lo sabíamos», ha titulado alguien un artículo bastante celebrado. Saben que estamos deseando con todas nuestras fuerzas volver al engañoso universo del que hemos sido bruscamente arrancados.
Muchos empiezan a hablar de la necesidad de repensar la realidad, de pasar nuestras convicciones por un fino cedazo, pero eso no se hace de la noche a la mañana, y por otra parte estamos muy desentrenados. Cuando esto cambie —acabar no acabará porque, hay que volverlo a decir, no es solo la pandemia lo que está provocando la catástrofe; esta ha sido solo el detonante—, cada uno seguirá siendo lo que era, pero de un modo más incierto. Mientras el desaliento cunde entre la mayoría, porque no sabemos qué valor tendrá lo que somos y lo que sabemos hacer en el nuevo escenario, todas las aves carroñeras están al acecho en su mirador, empezando por las redes criminales especializadas en convertir la salud pública en un negocio, esa gente tan entrañable a la que tan agradecidos debemos estar todos, especialmente los muertos. Y los mandatarios, los fogoneros de los núcleos de poder nacional, están tomando posiciones para intentar conseguir ventajas geoestratégicas, aunque la mayoría bastante harán con conservar la posición que ahora tienen.
La segunda oportunidad de nada sirve a quien nada es capaz de cambiar. Conforme se vaya acercando el fin de esta pesadilla, nos iremos colocando en posición de salida para seguir corriendo en esa pista circular que es la vida, y correremos más que antes por muy deteriorado que haya quedado el pavimento. Quien lo consiga agradecerá volver a las rutinas que hasta ahora lo agobiaban. Haremos un homenaje al personal sanitario y nos olvidaremos de ellos hasta la próxima. Los soplagaitas que están ahora callados volverán con su tabarra (los soplagaitas tienen la capacidad de hibernar, como ciertos virus). Y volveremos a enzarzarnos en las batallitas propias de tiempos ociosos que ahora, en medio de las prioridades que impone este desastre, revelan su carácter estúpido y obsceno, aunque muchos no acaban de darse cuenta y siguen dándole a la carraca. No solo volveremos a ellas, probablemente lo haremos con más ímpetu que nunca, porque son una eficaz mascarilla para cerrar el paso a una realidad compleja que nos han hecho temer y ante la que hemos perdido toda inmunidad. Cualquier esperanza razonable, como individuos y como especie, pasa por recuperarla.
0