Cuando se jubiló no paraba de repetirse que por fin se había recuperado a sí mismo, ese sí mismo que siempre había imaginado ser pero que no había podido poner en práctica. Era algo que confería a su vida una especie de provisionalidad permanente tras la que esperaba encontrar una sensación de triunfo luminosa. Pero la espera acabó y se dio cuenta enseguida de que no había nada más que lo que había, que él era lo que había sido. Desde entonces, de día le asaltan los recuerdos de su vida pasada, y de noche se le aparecen en sueños los antiguos compañeros en los antiguos escenarios de su vida. Muchos de aquellos, muertos; la mayoría de estos, desaparecidos. Se siente vivir en un batiburrillo anacrónico, y antes no era así, su existencia parecía que fluía en una sola dirección. Hay quien dice que el tiempo es solo presente, pero él ha llegado a la conclusión de que está hecho más bien de un futuro fantasmagórico, siempre en fuga, un futuro huidizo hacia el que crees avanzar y que cuando te das cuenta se ha convertido en pasado tras atravesar un ahora inquietantemente volátil.
Hace algún tiempo que se siente reprobado. Se ha vuelto un pesimista, le dicen. No lo cree. Lo suyo no es exactamente pesimismo. Si acaso, él es un realista que se puede permitir ya pocas esperanzas, y del mismo modo que sería cruel intentar quitárselas a los que todavía se pueden permitir el lujo de tenerlas, no es razonable que le pidan a él que las tenga a toda costa. Cuando le reprochan ese supuesto pesimismo se siente como el del chiste, aquel que pilla a su pareja en pleno adulterio y esta le dice: «¿A quién vas a creer, a tus ojos o a mí?» Él, simplemente, ve lo que ve. Y según lo que ve, le preocuparía bastante más que le llamaran optimista.
Ha aprendido que los optimistas son sumamente peligrosos. Son muy torpes para oler los desastres. Calculan mal o no hacen caso de sus cálculos, y menos de los cálculos ajenos. Está convencido de que nada debe provocar más pánico entre la tropa que tener al frente a un general optimista. Seguro que prefieren a un derrotista antes que a alguien que es incapaz de imaginar la derrota, digan lo que digan las películas de Hollywood financiadas por el Departamento de Defensa. Con los pesimistas puede que no lleguemos muy lejos, pero los optimistas deberían estar inhabilitados para el mando en cualquier situación. Y, de hecho, los que realmente tienen el poder real no son ellos. Ellos forman parte, más bien, de los cuadros intermedios. Son colocados allí para transmitir las falsas ilusiones que los realmente poderosos —ni optimistas ni pesimistas, simplemente cínicos— necesitan hacer llegar al grueso de la sociedad para que sus planes prosperen sin que se note. Por lo menos hasta que los efectos de esos planes sean irreversibles. Para entonces ya habrán puesto a un ejército de optimistas a pregonar nuevos motivos para la esperanza.
En algún tiempo todo parecía más claro. Lo ilustra muy bien aquel chiste que le viene a menudo a la mente, el que va de un matrimonio que tenía dos hijos, uno que estaba siempre ilusionado sin motivo, y otro que era un cenizo malhumorado. Así que decidieron aprovechar la noche de Reyes para tratar de corregir sus respectivos caracteres. El pesimista quería una moto, que, por supuesto, no tenía la más mínima esperanza de conseguir, de modo que le regalaron una, la mejor que encontraron. Por su parte, el optimista deseaba un caballo más que nada en este mundo, y estaba convencido de que los magos de oriente le traerían un pura sangre esa misma noche. A ese le compraron un poco de pienso y se lo dejaron dentro de un viejo capazo. Al día siguiente, cuando el pesimista se encontró con la moto, después de un breve instante de alegría se sentó en un rincón y empezó a lamentarse. «¡Qué putada! —se decía— ¡Seguro que nada más salir a la calle me pego una hostia y me quedo inválido para los restos, o una vieja se me cruza de improviso, la mato y acabo en prisión!». El optimista, por su parte, al ver el capazo con su miserable contenido empezó a correr de un lado a otro de la casa con una tremenda agitación encima. Cuando le preguntaron qué le pasaba contestó: «¡Los Reyes me han dejado un caballo precioso, pero no lo encuentro!».
Los pesimistas siempre habían sido los que exageraban el lado negativo de cualquier situación hasta el punto de que eso les inhabilitaba para la vida, y los optimistas eran los que sobredimensionaban su buena suerte hasta el punto de que no veían el tren que de un momento a otro les iba a pasar por encima. Unos tarados, cada uno a su manera, de los que se podía hacer retratos precisos como los del chiste. Ahora esos términos ya no tienen el mismo sentido. Llaman pesimista a quien, simplemente, es capaz de ver de manera ponderada la realidad —lo que toda la vida se ha llamado realismo—, y optimista al lelo que se traga todo lo que le dicen y actúa en consecuencia. El porqué de esa transformación semántica suele estar claro para los que llevan colgado el sambenito de pesimista. Los llamados optimistas tienen más difícil percibir la maniobra, porque han pasado a formar parte activa de esa realidad que los otros perciben tan penosa en general. A los ahora llamados optimistas se les ha adornado con toda suerte de virtudes positivas que se resumen en una que parece contenerlas todas: la capacidad de ser feliz. Felices fácilmente, por todo y pese a todo. Es un rasgo inequívocamente valioso que se promociona sin descanso y con vehemencia. Todo ciudadano ejemplar debe poseerlo si no quiere ser reprobado. Y a quien no lo tiene se le estigmatiza, se le considera poco menos que un enemigo de la sociedad.
Al viejo le parece que es más bien al contrario. El optimismo se prescribe —como si fuera algo de lo que pudieras comprar cuarto y mitad— a modo de remedio personal, alegando que ayuda a soportar mejor los inconvenientes de la existencia y hacer frente al infortunio. Se apela implícitamente a las más tristes ambiciones individuales, al conformismo, a la aceptación pasiva de la realidad, en ningún caso a la necesidad de cambiarla para mejorarla. Los que acaban intentando cambiarla, ya se sabe, son aquellos que anteponen al pesimismo de la razón ese pesimismo reconducido llamado optimismo de la voluntad, que lleva aparejados, inevitablemente, la tortura ética y el compromiso social.
Lo irónico del asunto es que es imposible escapar a una forma u otra de optimismo. Todos los que nos empeñamos en seguir vivos somos optimistas, unos por gilipollas y otros por necesidad. A los que nunca ha soportado el viejo es a esos que se sienten agredidos por los que ponen en evidencia la insensatez de sus expectativas. Esos son optimistas por cobardía. Se atrincheran en su credulidad y tienen pánico a que se la arrebaten. No pocas veces ha visto el miedo en sus ojos cuando creen estar frente a un pesimista, como si vieran a su yo antimatérico, algo que los puede destruir. Entonces puedes ver como se les erizan las púas o se repliegan en su caparazón. Por eso a él le divierte exagerar ante ellos su supuesto pesimismo. Es una pequeña maldad que le hace moderadamente feliz.
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