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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

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En el plazo de cuatro décadas las expectativas que albergó la sociedad española desde los últimos años del franquismo con respecto al cambio de régimen y la democracia se han transformado radicalmente. La controvertida transición no solo orientó el rumbo hacia una sociedad abierta, dotada de un marco institucional y jurídico democrático, inspirado en el modelo europeo; aquella modélica transición también se fue convirtiendo en un pozo de renuncias y contradicciones, en un complicado proceso de negociaciones donde pesaron demasiado los lastres del régimen franquista. Una transición acotada a la medida de las fuerzas vivas (políticas, económicas, ideológicas) del viejo régimen y sus órganos de intervención. Acomodarse a lo que pudo dar de sí la transición fue un duro aprendizaje de la decepción. ¿O acaso no se obvió el referéndum imprescindible sobre el modelo de estado heredado del franquismo, la monarquía parlamentaria? ¿O no fue un truco de prestidigitación el engaño de la entrada en la OTAN? Un baño de realismo amortiguado por la ilusión de integrarse en Europa, consolidar un modelo político abierto y plural y ahuyentar los fantasmas del golpismo y la contrarreforma. Pero no es mi intención ajustar cuentas con la transición, ni con quienes defraudaron nuestras expectativas. Demasiado se ha polemizado ya al respecto.

Tras más de cuatro décadas, el nuevo régimen del 1978 ha envejecido mal. Se ha consolidado un modelo político en un contexto europeo en crisis, pero la calidad democrática, la dinámica institucional, la transparencia y los mecanismos de control son escandalosamente ineficaces. Cada día comprobamos que la red de complicidades e influencias entre las élites financieras, las corporaciones económicas, los protagonistas de la política institucional y las instituciones del Estado han tejido una maraña difícil de desentrañar y aclarar. 

La constitución del 78 dejó abiertos demasiados cabos que nadie ha sido capaz de cerrar y seguimos viviendo en una ridícula provisionalidad, rodeados de anacronismos y obsolescencias. Hace décadas que se habla de la necesidad de debatir el modelo territorial, el injusto modelo de financiación de las Autonomías; el CGPJ es un fósil anacrónico al servicio de los intereses más conservadores, no existe un debate político sobre los privilegios de los parlamentarios, la iglesia sigue sin pagar impuestos y la monarquía sigue disfrutando de inmunidad penal y moral. No se ha consolidado un modelo educativo público y menos aún universitario o de investigación. La sanidad pública sigue aquí y allá amenazada por el fantasma del lucro privatizador.

Las intervenciones de los parlamentarios provocan vergüenza y la transformación de la política en un juego de escenarios de representación teatral diseñados desde la propaganda y el márketing expresan la decadencia de los argumentos, la pobreza de la política y la penuria de los (malos) actores. Hoy resucita el franquismo más rancio con toreros incultos cuyo objetivo es ahogar la cultura y sus pilares institucionales; proliferan los pícaros y corruptos, los líderes de la pandilla, que aprovechan sus privilegios para robar o evadir impuestos. Y los líderes renovadores de los partidos de izquierda parecen jóvenes promesas recién graduadas de una escuela de negocios, cuando no falleras mayores gritando al pirotècnic que empiece la mascletà. Ni una sola idea. Ese es el nivel. ‘A la mierda’, estalló hace veintiséis años Fernando Fernán Gómez harto de tanta insensatez, esa que hoy no tiene límites ni complejos. 

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