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CV Opinión cintillo

El eufemismo de la concordia: de aquellos barros 'nuestros' lodos…

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Flota en el ambiente inquietud y preocupación ante la «agenda reformista» que marca el actual escenario político en el País Valenciano. La verdad es que cualquier persona comprometida con una sociedad más igualitaria, sostenible, inclusiva y, en definitiva, más democrática debería ser consciente. Pero la zozobra no deriva del mero relevo político de siglas y colores en los gobiernos, pues esa alternancia forma parte del sistema político en el que vivimos, sino de la consolidación en las instituciones de programas y argumentarios que atentan contra el estado social y de derecho. El artículo 9.2 de la Constitución es clarificador al respecto: «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». De modo que hacer política debe encarnar un compromiso con el conjunto de la sociedad –diversa y compleja– en la que convivimos. Y, por tanto, el trabajo de –y desde– lo público debe centrarse en mediar y facilitar la efectividad de derechos y libertades para hacer mejor y más plena la vida de la gente, y no en promover aquello que Juan Goytisolo definió, con mucho acierto, como el memoricidio y los mitos del ultranacionalismo.

Entre esos derechos que se ponen en jaque, hoy vengo a referirme al de la memoria. Sí, la memoria. Porque, aunque a menudo hay quienes degradan la memoria a una suerte de ocurrencia de algunos partidos políticos y al capricho de colectivos de resentidos y revanchistas, la memoria, sus leyes y sus políticas públicas se enmarcan en el derecho internacional humanitario y en las obligaciones internacionales ratificadas por los estados democráticos y, por ende, por el Estado español. 

No obstante, en este escenario «reformista» algunas de estas acciones y programas institucionales y civiles pueden quedar huérfanos de soporte y amparo por parte de gobiernos municipales, provinciales y autonómicos, que se declaran insumisos y objetores de memoria. Huelga decir, no obstante, que, si una ley autonómica tiene lagunas en la efectividad del ordenamiento, «el derecho estatal será, en todo caso, supletorio del derecho de las Comunidades Autónomas», como indica el artículo 149.3 de la Constitución. Y, por tanto, la ley de memoria democrática estatal de 2022 debería seguir amparando las reclamaciones memorialistas en el País Valenciano, haya o no ley autonómica de memoria. Ni que decir tiene que la Constitución garantiza el principio de jerarquía de las normas (art. 9.3) y, por tanto, una norma de rango inferior como la proposición de ley autonómica de concordia, no puede oponerse a las normas de rango superior –la Constitución y la ley estatal– y de ahí que el gobierno español plantee la opción de acudir al Tribunal Constitucional o recurrir ante la ONU, el Parlamento Europeo y el Consejo de Europa.

La verdad es que derogar una ley de memoria para sustituirla por una ley de concordia no es algo nuevo. PP y VOX ya lo han hecho en Andalucía y en Castilla y León. En Aragón también han parido una ley de concordia y en Extremadura están en ello. En todos los casos se apuntan los mismos argumentos: las leyes de memoria son sectarias y revanchistas. Este descrédito y menosprecio a las políticas públicas de memoria se cimienta en repetir hasta la saciedad que la memoria es una herramienta de adoctrinamiento, que sólo sirve para reescribir la historia, y que no tienen ningún uso en el presente. Lo cierto es que la memoria democrática no pretende borrar la historia sino contribuir a conocer los relatos e imágenes diversas de nuestro pasado y dar, así, acceso a la gente –más allá del ámbito científico y académico– al conocimiento de lo que ocurrió. Pero hacer memoria no es simplemente hablar del pasado y aprender historia, también conlleva la reparación jurídica, social y pública de las víctimas. En conjunto, implica trabajar en proyectos de país a través de políticas públicas que fomenten la activación ciudadana y la utilidad social y cívica de la memoria de nuestro pasado reciente en el presente para contribuir, así, al mañana, a la sociedad que vendrá. Hacer memoria, por tanto, no es «hacer historia a instancia de parte», sino explicar, rememorar críticamente nuestro pasado para comprender y asimilar como sociedad y como país, especialmente aquello que menos nos gusta y más nos incomoda. La anomalía está en que parece que ese uso cívico y público de la memoria está estigmatizado y no interesa, como tampoco interesa socializar y poner en valor el patrimonio ético y democrático que representa, para cualquier sociedad, la lucha por los derechos y las libertades y el firme posicionamiento contra el fascismo. 

Pero volviendo a la «concordia», el uso del vocablo no es baladí porque esta política de la concordia en detrimento de las políticas públicas de memoria, no es solo un cambio de nombre. Desafortunadamente, la proposición de ley enmascara con burdos eufemismos postulados negacionistas y antidemocráticos como, por ejemplo, «no reabrir las cuestiones de legitimación de los regímenes, que forman todos, sin excepción, parte de nuestra historia patria». Ciertamente, este tipo de afirmaciones distan mucho de cualquier ejercicio de higiene y convivencia democrática, pues una cosa es asumir que en la historia de España ha habido etapas diferentes y que todas ellas son parte de nuestro pasado, y otra cosa –inaceptable, por cierto– es pretender despenalizar el golpe de estado y el régimen dictatorial y antidemocrático del general Franco intentando equipararlo con la legalidad del Estado republicano. Porque sí, la II República (1931-1939) fue una democracia.

Con «concordia» se quieren evocar conceptos como la paz, la reconciliación o el consenso. Sin embargo, lo que se pretende con la ley es legitimar el revisionismo, la edulcoración del franquismo y la impunidad equitativa que pone al mismo nivel a víctimas y victimarios, y al Estado democrático nacido de las elecciones de 1931 y al régimen dictatorial del golpe de estado de julio de 1936. También se percibe un paternalismo protector y salvador para con la sociedad en la que vivimos, pues los centinelas de occidente han venido a poner orden y a evitar agravios reconociendo «a todas las víctimas de la violencia social, política, del terrorismo o la persecución ideológica y religiosa...». Como si el Estado español y el País Valenciano anduvieran huérfanos de legalidad y marcos normativos al respecto. Ya lo hace el ordenamiento jurídico vigente y las leyes sectoriales de reconocimiento y protección integral a las víctimas del terrorismo o las de protección integral de las víctimas de violencia de género. Del mismo modo que las leyes de memoria democrática reconocen y reparan a las todas víctimas de la persecución ideológica y religiosa, de las violencias políticasdurante la guerra y a las personas represaliadas por el franquismo. 

Bien, si lo que se quiere destacar es que durante la guerra hubo asesinatos por parte de la violencia revolucionaria, es bien sabido, está estudiado y publicado. Las investigaciones científicas de Vicent Gabarda ponen nombre y apellidos a estas víctimas en el País Valenciano. El caso es que estas personas fueron instrumentalizadas por la dictadura a través de homenajes y monumentos para convertirlos en héroes y mártires destacando que dieron su sangre por el Caudillo y por España. Hay que explicar, además, que sus familias fueron atendidas y reparadas por el régimen franquista, y que, aunque sin exhumaciones científicas, en la postguerra se abrieron las fosas, pero solo para recuperar a los que la dictadura consideraba sus víctimas: los caídos por Dios y por España – los buenos españoles–. Sin embargo, mientras se abrían unas fosas para que algunas familias –la de mi abuela entre ellas– recuperaran a sus muertos, se excavaban otras para albergar a las personas que, como enemigos de la nueva España, eran asesinadas de manera sistemática por el Estado franquista. Paterna, con al menos 2.237 personas fusiladas entre 1939 y 1956, es ejemplo paradigmático de ese exterminio de los enemigos de España

 que el general Mola definió con precisión en 1936:  «¿Parlamentar? ¡Jamás! [...] Una guerra de esta naturaleza tiene que acabar por el dominio de uno de los dos bandos y por el exterminio absoluto y total del vencido...». Y es que el franquismo se define así mismo magníficamente... Y solo un apunte más: el País Valenciano permaneció fiel a la legalidad de la España republicana hasta el último día de la guerra, así que cuando hablamos de personas represaliadas por el franquismo en nuestro territorio, hablamos de personas asesinadas y represaliadas por la dictadura cuando la guerra había acabado y, supuestamente, había llegado la paz. 

Pero no estamos aquí para dar una clase de historia... Así que si bajamos al barro y leemos lo que esta ley de concordia decreta, la democracia se queda ojiplática. Se advierte un total desconocimiento del marco legislativo que se deroga o, peor aún, una lectura tremendamente secuaz y parcial. Lo que dice la Ley de Memoria y Convivencia Democrática Valenciana en su artículo 2 es que la norma se fundamenta en los principios de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, que definen lo que técnicamente se conoce como la justicia transicional. Y en los valores democráticos de convivencia, pluralismo político, defensa de los derechos humanos, cultura de la paz, igualdad y, también, la concordia. Quizá habrá quienes la derogan porque no se identifiquen con ellos.

Si seguimos leyendo, en sus artículos 3 y 4, la ley de memoria define el concepto de víctima y lo hace de conformidad con la Resolución 60/147 de Naciones Unidas de 2005. Por si hubiera alguna duda, en ese sujeto «víctimas» –en plural– se incluyen a 

todas las personas desaparecidas durante la guerra civil, las personas que sufrieron represión por el ejercicio de sus libertades e ideas políticas o religiosas y, a todas aquellas que sufrieron vulneraciones de sus derechos fundamentales y libertades públicas en el período que abarca la guerra civil y la dictadura franquista hasta la entrada en vigor de la Constitución española de 1978, como consecuencia de acciones u omisiones que supongan violaciones de las normas internacionales relativas a los derechos humanos (léase también crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad).

Bien, y por si a alguien se le había escapado, la ley define la «memoria democrática valenciana» y su marco cronológico de aplicación, indicando que comprende desde el 14 de abril de 1931 con la instauración de la democracia y la legalidad republicana hasta 1982 con la proclamación de l’Estatut, porque la norma propone la salvaguarda, el conocimiento y la difusión de la lucha de los valencianos y valencianas por sus derechos y libertades democráticas. 

Les invito, pues, a que reflexionen y a que conozcan las leyes, la historia y la sociedad en que vivimos, pues si lo que se busca es concordia, paz y reconciliación, lo primero es reconocer la memoria como un derecho civil y, luego, entender qué es y para qué sirve. Eso implica y exige que los poderes públicos trabajen, vía las políticas públicas, en la efectividad de los derechos, libertades y garantías de todas las personas, y también que la ciudadanía seamos conscientes de nuestro papel como agente en la construcción de la memoria y en los compromisos para con la convivencia democrática. 

Respecto al sectarismo aducido, reiterar que la ley ampara a todas las víctimas y que los equipos de arqueoantropología forense atienden las reclamaciones de cualquier persona que lo solicita. En el País Valenciano –quizá algunos no lo sepan– se han realizado exhumaciones para la localización de víctimas de la violencia revolucionaria de la guerra y también de soldados franquistas. Aunque la realidad es que la práctica totalidad de solicitudes son para la localización e identificación de personas represaliadas por la dictadura, que son las que llevan más de medio siglo olvidadas y desaparecidas en las más de 300 fosas comunes del franquismo que hay en territorio valenciano. 

De modo que si hay propuestas sectarias, maniqueas y revanchistas, me temo que éstas habitan en las cabezas, en los corazones y en las siglas de aquellos que no entienden que no puede darse esa concordia y esa reconciliación que predican sin memoria, verdad, justicia y reparación. 

Parece que como país y como sociedad aún no hemos aprendido bastante de nuestra historia reciente. Perdura un patriotismo de pandereta que ampara con rencor visceral, la impunidad, el nihilismo moral y memorial, y el españolismo antidemocrático. Parece, pues, que queremos concordia, pero no tenemos –ni queremos– memoria. Evidentemente este eufemismo de la «concordia» no es algo nuevo. De aquellos barros nuestros lodos…

  • Andrea Moreno Martín es historiadora, antropóloga y doctora en arqueología por la Universitat de València. Su especialización profesional se centra en la gestión y la socialización del patrimonio cultural y la memoria pública
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