Qatar 2022: No es sólo fútbol
Sólo a última hora los dirigentes de la FIFA parecen mostrarse sensibles a las críticas que, en materia de derechos humanos, se hacen al país que acoge el campeonato mundial de fútbol. La calculada declaración de Infantino, tan sentimental como retórica, en la que decía sentirse “africano, homosexual, mujer, emigrante…”, contribuye de hecho a legitimar al régimen qatarí y sigue sin dar respuesta real a las demandas planteadas.
Hace un par semanas, el propio presidente de la FIFA remitió un escueto mensaje a las 32 selecciones que compiten en Qatar instándoles a “centrarse en el fútbol y dejar de lado la política”, en un intento de acallar posibles protestas anunciadas por algunas federaciones nacionales (Inglaterra, Alemania, Dinamarca…) y garantizar el “perfecto desarrollo” del mayor espectáculo del mundo (millón y medio de asistentes directos y más de 5.000 millones que lo seguirán por televisión).
En su febril actividad declarativa, Gianni Infantino ha olvidado, sin embargo, contestar a la carta abierta que el pasado 17 de mayo le enviaron sindicatos y organizaciones defensoras de los derechos humanos denunciando los graves abusos laborales acumulados durante los más de diez años que han durando las obras previas a la Copa del Mundo, en un país caracterizado por su poder económico y déficit democrático.
Se trata, efectivamente, de un pequeño estado petrolero de apenas dos millones y medio de habitantes (de los que sólo el 15% son autóctonos y el resto trabajadores emigrantes), dominado férreamente por una monarquía teocrática de estructura feudal, regido por la sharía islámica, asentado sobre las mayores reservas mundiales de gas natural y que desde hace un par de décadas desarrolla una agresiva estrategia de diversificación económica (inversiones millonarias en empresas emblemáticas como Volkswagen, Porsche, Barclays), proyección mediática (Al-Jazeera) y diplomacia deportiva (adquisición del Paris Saint-Germain, patrocinio del FC Barcelona) mediante la que logró en 2010 la designación para organizar el mundial actual, tras distribuir 880 millones de dólares en comisiones y sobornos a directivos de la FIFA.
Así pues, no es sólo fútbol, sino también y, en ocasiones como ésta, especialmente negocio, poder, corrupción de y entre los más fuertes, al tiempo que se levanta sobre la explotación de los más débiles: cientos de miles de trabajadores migrantes procedentes de India, Pakistán, Bangladesh, Nepal, etc. Y si bien es cierto que la hipocresía y el sportwashing (lavado de imagen de regímenes dictatoriales por medio del deporte) han operado en otras ocasiones (desde la Italia fascista en 1934 a la Argentina de Videla en 1978, por referirnos sólo a los Mundiales de fútbol), ahora la magnitud del drama y la distancia entre la inversión económica y la desprotección social resultan éticamente insoportables.
El coste total en infraestructuras e instalaciones deportivas supera los 200.000 millones de dólares (17 veces más que el anterior campeonato de Moscú), que no buscan tanto un retorno económico inmediato sino más bien mediático y simbólico (soft power), mientras que tan faraónicas obras han sido realizadas por miles de trabajadores emigrantes en condiciones de semiesclavitud (sistema kafala de arcaico control patronal), con un salario mínimo de 304 dólares/mes en uno de los países con mayor renta del mundo (68.049 dólares per capita, más del doble de la española), en condiciones durísimas (jornadas de 10 horas a más de 40 grados de temperatura) que han provocado una siniestralidad pavorosa y en ausencia de una legislación laboral moderna (libertad sindical, negociación colectiva, etc.)
Un informe de la Confederación Sindical Internacional (CSI) de 2014 denunciaba ya que estaban muriendo miles de trabajadores en las obras de Qatar, por lo que exigía la intervención de la OIT para impulsar la regulación y cumplimiento de los derechos laborales básicos.
Desde entonces se habrían producido algunos avances en materia de condiciones salariales y de trabajo, aunque el país sigue sin ratificar los principales convenios de la OIT y mantiene las “comisiones de contratación” (pagar por trabajar, entre 1000 y 3000 dólares) que atrapan a los emigrantes en ciclos de explotación de los que resulta difícil liberarse.
Con todo, lo peor ha sido el alto grado de siniestralidad laboral registrado que, según el estudio publicado en febrero de 2021 por el diario británico The Guardian supera los 6.500 muertos desde 2010, además de decenas de miles de trabajadores heridos.
Tal es, en mi opinión, el núcleo central del drama cuya magnitud sobrepasa con mucho la de otros problemas denunciados, desde los más respetables (derechos de la comunidad LGTBI) a los que, en estas circunstancias, resulta insultante tomar siquiera en consideración (prohibición de la cerveza).
Es por ello que la campaña PayUpFIFA promovida por las mayores y mejores organizaciones de la sociedad civil internacional (CSI, Amnistia, Human Rights Watch, Global Labor Justice…), reclama de la FIFA y el gobierno de Qatar un programa integral de compensación a los cientos de miles de trabajadores víctimas de los abusos laborales durante los preparativos del Mundial, así como un fondo económico de 400 millones de dólares (apenas el 7% de los 6.000 millones de beneficios que ingresará la FIFA) para indemnizaciones y salarios impagados.
Se trata de una demanda justa y necesaria apoyada, asimismo, por las federaciones nacionales de fútbol de siete países (Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Francia, Gales, Holanda e Inglaterra) sobre la que la Federación Española mantiene hasta ahora un ignominioso silencio, sólo superado en indignidad por el rentable colaboracionismo catarí de algunos de sus representantes actuales (Rubiales, Xavi) o estrellas pasadas que como Guardiola denigraron la justicia española durante el procés y le bailan ahora el agua a la satrapía de Doha.
En definitiva, no es sólo cuestión de fútbol, si no de dignidad y justicia.
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