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CV Opinión cintillo

Salario mínimo, empleo y equidad social

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La negativa patronal a negociar la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) representa la primera quiebra del diálogo social en los dos últimos años, durante los que se han suscrito 12 importantes acuerdos (ERTEs, autónomos, teletrabajo, riders, pensiones, etc.) que han contribuido decisivamente a reducir el impacto de la crisis.

De confirmarse, el bloqueo empresarial no impedirá la revisión al alza del SMI que, según la legislación vigente en la materia (artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores), es competencia del Gobierno, previa consulta de los agentes sociales, y formaba ya parte de sus compromisos programáticos en la perspectiva de alcanzar, al término de la legislatura, el objetivo fijado por la Carta Social Europea (ratificada por España en octubre de 2000) que sitúa en el 60% del salario medio la base de referencia para una retribución digna.

Evolución y cobertura

Definido como la remuneración mínima que debe recibir la persona trabajadora por una jornada laboral a tiempo completo, independientemente del sector, cualificación, sexo, edad o cualquier otra característica, la evolución del SMI ha estado muy condicionada por el ciclo económico y la orientación política dominante en cada etapa.

Atendiendo a la primera de dichas variables podemos identificar tres etapas diferenciadas desde principio de siglo: el salario mínimo creció en nuestro país un 41% en los años de bonanza, pasando de 495 a 700 euros entre 2000 y 2008; se mantuvo prácticamente congelado (+5%) en los ocho años de crisis para volver a crecer desde 2016 (+45%) hasta situarse actualmente en los 950 euros en 14 pagas anuales.

Con ser importantes, los factores económicos no operan como determinantes únicos en la fijación del SMI cuya evolución presenta un alto grado de correlación con la orientación política de los gobiernos de cada etapa. Mientras que con administración conservadora el SMI creció por debajo del IPC (6 y 11 por cien entre 2000 y 2004; 14 y 17 por cien entre 2012 y 2018) con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo, durante los gobiernos socialistas se invierte la tendencia (42% de aumento del SMI y 21 del IPC bajo la presidencia de Zapatero; 30 y 1,9 respectivamente, con el actual).

Según la última Encuesta de Estructura Salarial publicada por el INE, con datos correspondientes a 2019, más de tres millones de trabajadores españoles (18,2% de la población asalariada) cobraba una cantidad igual o inferior al SMI, registrándose una clara discriminación de género pues mientras que una de cada cuatro mujeres trabajadoras se incluían en dicho colectivo, en el caso de los varones la proporción era de uno de cada diez, resultando muy condicionada la adscripción por el tipo de contrato (temporal) y jornada (parcial).

Por su parte, los datos de Seguridad Social (Muestra Continua de Vida Laboral, 2019) sitúan en el 9’4% el porcentaje de asalariados (alrededor de 1.570.000) con base de cotización normalizada a 30 días y jornada completa como perceptores de SMI vigente a finales de dicho año. Se trata de trabajadores situados en los márgenes del mercado de trabajo que no disponen de convenio propio y cuyo perfil se corresponde mayoritariamente con los colectivos más vulnerables: jóvenes (22,9%), temporales (17,1%), de empresas más pequeñas (33,8%) y en los sectores primario y terciario (59,2 y 15,3 por cien, respectivamente).

Perspectiva europea

De los 27 países de la Unión Europea, seis (Suecia, Dinamarca, Finlandia, Austria, Italia y Chipre) no disponen de salario mínimo y los 21 restantes se clasifican, según Eurofound, en tres grupos en función de la cuantía del mismo: seis países centroeuropeos (Luxemburgo, Irlanda, Holanda, Bélgica, Alemania y Francia) con SMI superior a 1.500 euros/mes; 5 países mediterráneos (Eslovenia, España, Malta, Portugal y Grecia) entre 1.100 y 700 euros mensuales y los diez restantes estados del este se sitúan por debajo de esa última cantidad.

Se trata, pues, de una distribución altamente heterogénea que dificulta cualquier proyecto de convergencia en la materia, por lo que las instituciones europeas se limitan a instar a los países miembros para que garanticen “salarios mínimos adecuados que permitan una vida digna” (Directiva COM-682, octubre 2020), considerando asimismo que dichos salarios “…no sólo tienen un impacto social positivo, sino que también generan beneficios económicos más amplios, ya que reducen la desigualdad, ayudan a sostener la demanda interna y…pueden reducir la brecha salarial de género”.

Se trata de garantizar que salarios mínimos adecuados contribuyan a reducir el número de trabajadores pobres, entendiendo por tales, según la definición utilizada por Eurostat, cuando su renta disponible equivalente (ajustada al tamaño y composición del hogar) es inferior al 60% de la renta media nacional. Las últimas estadísticas disponibles muestran que el número de trabajadores pobres ascendía, antes de la pandemia, al 9,4% del total de la población asalariada europea, siendo nuestro país uno de los que registraba un porcentaje más alto (12,7%).

Así pues, antes de la crisis provocada por la COVID España ya era uno de los países más desiguales de Europa (35,4 de Índice de Gini en 2018) debido a la frágil estructura del mercado de trabajo (paro, precariedad, desequilibrio de las relaciones laborales) y el escaso componente redistributivo de las políticas públicas en la gestión conservadora de la anterior crisis económica.

Hacia una recuperación justa

Por contra, el escudo social desplegado por el actual gobierno, con el acuerdo mayoritario de los agentes sociales, para hacer frente al impacto socio-económico de la pandemia (ERTEs, Ingreso Mínimo Vital, prestaciones sociales, pensiones), habría garantizado el mantenimiento del empleo y la actividad productiva, salvado de la pobreza a 710.000 personas y reducido en 1,2 puntos el índice Gini de desigualdad, según un reciente estudio de Oxfam-Intermón.

Y es ahora, cuando todos los indicadores (PIB, afiliación a la Seguridad Social, desempleo, producción industrial, turismo, fondos europeos, etc.) apuntan hacia una sólida recuperación post-COVID, cuando resulta no sólo razonable sino justo y necesario garantizar el poder adquisitivo de los hogares, especialmente de aquellos con menos recursos, mediante la subida del SMI, tanto para lo que resta del año en curso como para los dos siguientes, con objeto de situarlo al final de la legislatura en el 60% del salario medio (actualmente estaría en el 55,9%, según datos de Adecco) , en cumplimiento de lo establecido en la Carta Social Europea, lo que según los expertos convocados por el Ministerio de Trabajo se situaría entre 1.011 y 1.049 euros en 14 pagas para 2023.

Para 2021 la propuesta de aumento se fija entre el 1,3 y el 2,0 por cien (equivalente a 12-19 euros/mes), similar a la horquilla que registran los convenios colectivos suscritos hasta el momento (1,5-1,8 por cien), sensiblemente por debajo del incremento del IPC acumulado hasta finales de agosto (+3,3%) y en un contexto caracterizado por el crecimiento del PIB (6,2%) y del empleo, que habría recuperado ya los niveles registrados antes de la pandemia, impugnando en la práctica el recurrente tópico neoliberal de que el aumento del SMI es malo para la economía.

Se trata, en definitiva, de una condición necesaria para garantizar una recuperación justa que no deje a nadie atrás, especialmente a los más vulnerables, pero no suficiente por cuanto persisten los problemas estructurales de nuestro mercado de trabajo, especialmente en materia de contratación (la mayor tasa de temporalidad de la Unión Europea, 26,3%, casi el doble de la media comunitaria) y relaciones laborales (reducción de la tasa de cobertura de la negociación colectivas hasta el 70%, tras la reforma laboral de 2012) que ahora pueden y deben enfrentarse desde el diálogo social y la intervención institucional.

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