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La prueba de fuego del Estado de las autonomías

Todos los presidentes autonómicos participan en la videoconferencia con Sánchez

Javier Pérez Royo

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En el artículo 116 de la Constitución no hay mención alguna de las Comunidades Autónomas. Pareciera que el constituyente de 1978 prescindió por completo del derecho a la autonomía reconocido a las “nacionalidades y regiones” en la protección excepcional o extraordinaria del Estado.

Casi no son mencionadas tampoco en la Ley Orgánica de desarrollo del mencionado artículo 116. Solamente en la regulación del estado de alarma, y muy de pasada, se contempla al presidente de la comunidad autónoma como la “autoridad competente” cuando la declaración del estado de alarma que hace el Gobierno de la Nación se circunscribe al territorio de una comunidad.

Es lógico que así fuera. La Constitución no define la estructura del Estado, sino que simplemente posibilita que a través del ejercicio del derecho a la autonomía se haga la transición de un Estado unitario a otro políticamente descentralizado. En consecuencia, en el momento en que se aprueba la Constitución, las Comunidades Autónomas no existen.

Cuando se aprueba la LO 4/1981 en el mes de junio solamente existen dos: País Vasco y Catalunya. Todavía no se habían aprobado los Pactos Autonómicos de ese mismo año, en el que se estableció el mapa autonómico y se diseñó el proceso a través del cual se irían constituyendo las demás Comunidades Autónomas. En tales circunstancias no era fácil, por no decir que imposible, que el legislador hubiera podido contemplar el lugar de las Comunidades Autónomas en los institutos de protección excepcional o extraordinaria del Estado.

El Estado que se contempla en la Constitución y en la LO 4/1981 es, en consecuencia, un Estado unitario y no un Estado políticamente descentralizado, aunque en la LO 4/1981 sí aparece esa referencia al presidente de la Comunidad Autónoma en la regulación del estado de alarma.

Hubiera sido deseable que, tras los Pactos Autonómicos de 1981 y 1992 se hubiera reformado la LO 4/1981, a fin de que se diera entrada al ejercicio del derecho a la autonomía en una cuestión de tanta entidad como es la protección del Estado en situaciones de crisis. Pero no ha sido así. Nuestro Derecho de Excepción se mantiene como si el Estado de las Autonomías no existiera.

Pero el Estado de las Autonomías no solo existe, sino que además, tras los Pactos Autonómicos de 1992, como consecuencia de los cuales se generalizó las transferencia de la educación y la sanidad a todas las Comunidades Autónomas, el peso de estas últimas dentro del Estado es enorme. Ante una situación de emergencia no es posible no contar con ellas.

Para que una respuesta a una situación de emergencia como la que ha generado la COVID-19 sea en primer lugar legítima y en segundo lugar eficaz es imprescindible la colaboración de las Comunidades Autónomas con el Estado tanto en la definición política y jurídica de la respuesta como en la gestión de la misma. No está previsto así de manera expresa en la Constitución y en la Ley Orgánica, pero tiene que ser así.

El que no esté prevista en el ordenamiento una respuesta conjunta no facilita hacer frente al problema cuando se produce la crisis. No tener un Senado federal, de Comunidades Autónomas, sino un Senado provincial con un estrambote de Comunidades Autónomas, nos ha llevado a que no tengan un órgano constitucional a través del cual participar en la formación de la voluntad general del Estado por las Cortes Generales. La no existencia institucionalizada de una Conferencia de Presidentes apunta políticamente en la misma dirección. Cada Comunidad Autónoma se relaciona con el Estado, pero las Comunidades Autónomas no se relacionan entre sí, ni todas juntas con el Estado, con la única excepción de la que mantienen en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, creado en la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas. El Estado de las Autonomías solo tiene una presencia como tal en el momento de la financiación.

Ni orgánica ni funcionalmente el Estado de las Autonomías ha sido un Estado descentralizado “cooperativo”. A trancas y barrancas hemos ido avanzando sin que se nos presentaran problemas inmanejables, aunque nunca podremos saber cómo habríamos avanzado con un Estado mejor constituido.

Lo que sí resulta claro es que, cuando ha llegado, la COVID-19 ha puesto de manifiesto la deficiente constitución de nuestra descentralización política y su manifiesta disfuncionalidad.

En España estamos teniendo que hacer frente a la primera crisis “global” de la historia de la presencia humana en el planeta, y por tanto a una crisis sin precedentes, en un Estado políticamente descentralizado, pero no definido constitucionalmente como tal. El desajuste entre la práctica descentralizada del ejercicio del poder y su no definición constitucional, que ha podido estar encubierto en estos primeros decenios de vigencia de la Constitución y los Estatutos de Autonomía, ya no puede continuar estándolo.

La llegada de la COVID-19 ha acentuado el desajuste y lo ha hecho visible. Y ha habido que reaccionar. Ha habido más conferencias entre el presidente del Gobierno de la Nación y los presidentes de las Comunidades Autónomas en dos meses que en casi 40 años. La intensidad del aprendizaje que estamos haciendo no debe ser pasada por alto. Y puesto que, como ha dicho Angela Merkel, estamos en el comienzo del recorrido de la crisis, vamos a tener que continuar aprendiendo a mantener “relaciones de cooperación” durante un tiempo al que no sabemos cuando le podremos poner punto final.

“Todos los comienzos son difíciles” son las primera palabras del Prólogo a la primera edición de El Capital. En los plenos del Congreso de los Diputado para la aprobación y prórroga del estado de alarma lo estamos comprobando. Se está simultáneamente inventando un respuesta y poniéndola en práctica. No tenemos precedentes históricos ni protocolos formalizados que nos sirvan de punto de referencia. Y se nota.

Se va a seguir notando, porque todavía nos queda mucho camino por recorrer en el que nos encontraremos ante situaciones no previstas para las que habrá que ir encontrando respuesta. En mi opinión, lo que hemos hecho en estos meses ha sido muy duro, pero lo más difícil lo tenemos todavía por delante.

La crisis de la COVID-19 va a ser la prueba de fuego del Estado de las autonomías, que es lo mismo que decir la prueba de fuego de la Constitución de 1978, ya que, como dijeron los portavoces de todos los Grupos Parlamentarios el día 5 de mayo en que se inició en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados el debate propiamente constituyente, el futuro de la Constitución dependería de la consistencia que tuviera la descentralización política que en ella se prefiguraba. Si la descentralización política se mantenía, la Constitución sería un éxito. De lo contrario, no sobreviviría.

Esto es lo que nos estamos jugando ahora mismo. Y nos vamos a seguir jugando en un tiempo de duración no determinable. No sé si los diferentes partidos son conscientes de ello. Creo que los ciudadanos sí lo somos, aunque la forma en que nos expresamos en las urnas suscita dudas.

En el futuro inmediato tendremos que despejarlas.

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