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Incógnita despejada

La vicepresidenta y candidata demócrata a la Casa Blanca, Kamala Harris, y el expresidente y candidato republicano, Donald Trump, durante el debate. EFE/EPA/DEMETRIUS FREEMAN / POOL

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Para que un candidato o candidata pueda aspirar a ser elegido tiene que ser reconocido o reconocida previamente por la sociedad como una persona con la aptitud necesaria para ocupar el puesto al que aspira. 

Esta es una ley no escrita de la política, pero, precisamente por ello, más importante que las leyes escritas. Nadie puede llegar a la presidencia de los Estados Unidos, si la sociedad americana no la reconoce previamente como digna de ocupar esa magistratura.

Eso es lo que tenía que conseguir Kamala Harris en el debate con Donald Trump. La sociedad americana tenía que ser persuadida de que la aspirante demócrata era portadora de un programa de Gobierno creíble, lo que, dada su condición de mujer, negra y con raíces asiáticas, era una tarea formidable. No se trataba solamente de demostrar que era mejor que Trump, sino de superar los prejuicios que contra una candidata como ella están instalados en la sociedad americana.

Y esto es lo que Kamala Harris consiguió en el examen ante la sociedad americana. Porque eso era para ella el debate con Trump. Formalmente era un debate. Materialmente era un examen de idoneidad para poder ser presidenta de los Estados Unidos. 

Kamala Harris había despertado ilusión y esperanza en el potencial elector demócrata desde que Joe Biden renunció a competir por la presidencia. La alegría que se había exteriorizado no solo en la Convención que la nominó como candidata, sino en todos los mítines en los que ha intervenido lo han acreditado sobradamente. El incremento notable de jóvenes, afroamericanos y latinos que se han registrado para poder votar en noviembre ha sido espectacular, así como también el de ciudadanos y ciudadanas individuales que han contribuido económicamente a la campaña y se han ofrecido para ayudar en el desarrollo de la misma. 

En el perímetro del potencial votante demócrata Kamala Harris ya había conseguido en dos meses hacer creíble su candidatura. Era la condición necesaria para poder ganar en noviembre. Pero condición necesaria, no es condición suficiente. Con el voto potencialmente demócrata a priori no se ganan unas elecciones. Es preciso ampliar el perímetro y conseguir que entren en él un porcentaje significativo de electores sin preferencia política definida. 

El debate con Donald Trump suponía la posibilidad de abrir la puerta para ampliar dicho perímetro. No solo superando al candidato republicano con el lenguaje verbal y con el lenguaje corporal, sino superando la imagen que hasta ese momento tenía la sociedad americana de ella. 

Kamala Harris tenía que aspirar a dejar de ser vista como el mal menor, para pasar a ser la candidata adecuada para que la sociedad americana pasara página y dejara atrás la anomalía que ha supuesto que un presunto delincuente haya podido ser presidente de los Estados Unidos en 2016 y que un delincuente condenado como tal esté disputando la presidencia en 2024.   

Merezco ser presidenta de los Estados Unidas por mí misma. No por ser mejor que Donald Trump, sino porque tengo la aptitud para dirigir el país. La aptitud para que cualquier ciudadano o ciudadana, sea demócrata o sea republicano o ni lo uno ni lo otro, pueda sentirse orgulloso de quien ocupa la presidencia de los Estados Unidos.

En ese camino es en el que ha situado Kamala Harris la campaña. La sociedad americana tiene que poder sentirse orgullosa de quien la dirige, pero también de quien la representa frente al resto del mundo. Eso es lo que tenía que demostrar en el debate con Donald Trump. Y es lo que demostró. 

La incógnita ha quedado despejada. Ahora hay que ganar las elecciones.

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