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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Un Cristo en Jaén

Montaje del usuario llevado a juicio

Isabel Elbal

Un joven de 24 años ha sido condenado por el Juzgado de lo Penal nº 1 de Jaén a pagar una multa de 480 euros por haber insertado su propio rostro en sustitución de la cara de un Cristo que era la imagen usada por una Cofradía de Jaén. Esta imagen la publicó en Instagram y le insertó la frase “Sobran las palabras, la cara lo dice todo, Makaveli soy tu dios”. Hace referencia a un famoso rapero, ya fallecido, por quien, parece ser, el joven siente gran devoción.

La Cofradía de La Amargura denunció la utilización de la imagen del Cristo Despojado. El problema suscitado no tiene que ver tanto con la delatora forma de proceder de esta Cofradía como con el hecho de que el juez de instrucción no dictase sobreseimiento libre y archivara la denuncia. A estas alturas, a nadie extraña que los buenos cristianos emprendan su particular cruzada contra los infieles desde remotos tiempos.  Sin embargo, cabe preguntarse por qué el juez de instrucción admitió la denuncia y formó una causa penal con hechos que no tenían apariencia delictiva. También resulta sorprendente que la Fiscalía decidiera acusar y solicitara inicialmente para este joven jornalero dedicado a la recogida de aceituna el pago de 2.160 euros en concepto de multa. En caso de impago debería sustituirse por 180 días de prisión.

Más tarde, en el juicio, el acusado se acogió a un acuerdo con el Fiscal para evitar la celebración del juicio, consistente en permitir una condena a cambio de aceptar una considerable rebaja del castigo: 480 euros de multa. Así le asesoró su letrada y el juez, teóricamente neutral en materia de pactos, lo plasmó en la sentencia condenatoria. Estos dos últimos tenían menor margen de acción y de decisión que los anteriores.

Parece ser que lo dispuesto en tratados internacionales -sobre todo el Pacto Internacional de derechos Civiles y Políticos- y en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos -reciente condena a Lituania por censurar una campaña publicitaria que utilizó imágenes religiosas- cayó en saco roto para todos los operadores jurídicos, quienes se emplearon a fondo en vulnerar el derecho fundamental a la libertad de expresión del joven jornalero.

¿Por qué a ninguno de los intervinientes en este procedimiento penal les suscitó ninguna duda este procedimiento penal? ¿Por qué en pleno siglo XXI, en un país que ha firmado el Convenio Europeo de Derechos Humanos - y todos aquellos que tienen que ver con los derechos y libertades públicas- se ha condenado penalmente a una persona por haber publicado un fotomontaje con la imagen de un Cristo? La respuesta es aparentemente sencilla: el artículo 525 del Código Penal castiga a quien haga “escarnio público” de los dogmas, creencias, ritos o ceremonias “para ofender los sentimientos de los miembros de confesiones religiosas”.

Podemos pensar que el desbordamiento de los juzgados y tribunales de nuestro país ha llevado al juzgado de instrucción a aceptar esta denuncia con cierto automatismo, sin reparar que las leyes han de ser interpretadas según la Constitución de 1978 y conforme a los Tratados Internacionales válidamente celebrados, éstos forman parte también de nuestro ordenamiento jurídico. En este caso, el artículo 525 del Código Penal, tratándose de un delito de opinión, ha de ser examinado a la luz del derecho fundamental a la libertad de expresión. Desde este necesario enfoque, es obvio que no debió haberse dictado sentencia condenatoria, pues ningún procedimiento debió haberse seguido por estos hechos.

El juez de instrucción podía -y debía- haber rechazado de plano la denuncia presentada, en aplicación del artículo 269 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Los hechos denunciados no constituían delito, siempre desde la estricta observancia del derecho fundamental a la libertad de expresión. Por tanto, el juez de instrucción tenía amplio margen para evitar esta grave injusticia. No menor margen tenía la Fiscalía; sí, el Ministerio Público, defensor de la legalidad y de los derechos de la ciudadanía, debió haber velado por los derechos de este joven ciudadano, pero no lo hizo. Parece que el artículo 525 del Código Penal había que aplicarlo a toda costa, aun por encima de la libertad de expresión.

¿Cuál fue la fuerza superadora que permitió que este procedimiento inquisitorial avanzara acríticamente, sin ningún obstáculo que se le opusiera?

La Historia constitucionalista -y no constitucionalista- nos da algunas claves. Salvo el breve periodo de vigencia de la Constitución de 1931, el resto de los periodos estuvo marcado por una fuerte confesionalidad estatal.

Ya podrán imaginarse las penas previstas para quien osara ofender a la religión oficial del estado, todas ellas de prisión. Como muestra un botón: el Código Penal de 1973, vigente hasta 1.995, preveía una pena de 1 mes y 1 día a 6 meses de prisión para quien cometiera escarnio público de las creencias de una confesión religiosa (art. 209CP 1973). Hay que decir que previamente, en 1984, hubo que eliminar la distinción privilegiada en la redacción de ese artículo, que hablaba de “Iglesia Católica” y de “confesión reconocida legalmente”, con claras reminiscencias de un pasado nacionalcatólico que, en sus albores, prohibió el culto público de las otras religiones existentes en nuestro país.

También es fácil deducir que en nuestro dictatorial pasado más reciente era el Fiscal quien impulsaba con denuedo estas acciones de burla contra la Iglesia Católica y que bastaba con probar que esa burla se había producido para que se dictara sentencia condenatoria.

En los primeros años de la actual democracia, llevada por la inercia del pasado confesional, la Fiscalía todavía encarnaba la acusación por este delito de ofensa a los sentimientos religiosos, siendo sustituida paulatinamente por iniciativas privadas de asociaciones católicas, que encauzadas en la figura de la acusación popular, comenzaron a perseguir este delito.

Esto tiene una explicación: el legislador del Código Penal de 1995 no pudo impedir la pervivencia del delito de ofensa contra los sentimientos religiosos pero lo hizo con una expresión muy llamativa que no pasó por alto a la jurisprudencia que más tarde se creó. En la definición del delito se introdujo que el escarnio debía cometerse “para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa”.

Es decir, no debía bastar la ofensa, que objetivamente se produce cuando cualquiera critica legítimamente a la Iglesia Católica como figura institucional que ha sobrevivido a la crisis del franquismo, sino que había de hacerse con la única y específica intención de ofender. El Código Penal, por tanto, no protege el derecho de ninguna confesión religiosa a no sentirse ofendida ni protege la creencia en la existencia de ningún dios. Esta es la clave y no otra. Este artículo 525 llegó para no aplicarse nunca, producto de un rodeo que burló las actitudes autoritarias que debieron estar presentes en aquella redacción del Código Penal de 1995.

Siendo así, los jueces y tribunales suelen archivar este tipo de denuncias, interpretando correctamente este delito a la luz de la libertad de expresión, mal que les pese en algunas ocasiones en las que no se ahorran regañinas hacia los denunciados. Sin embargo, preocupa enormemente que en Jaén aún se persiga la comisión de este anacrónico delito -nació para no ser aplicado- y que esto se replique en otros lugares. Urge su inmediata derogación.

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