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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El caso Strawberry y la libertad de expresión

El cantante de Def Con Dos, César Strawberry

Isabel Elbal

Abogada del despacho Boye-Elbal, que defiende a César Strawberry —

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Hemos sabido que el Tribunal Constitucional ha amparado el derecho fundamental a la libertad de expresión de César Strawberry. Es una buena noticia y, a la espera de que la sentencia se comunique por vía oficial, me vienen a la memoria otras noticias que salpicaban la actualidad de tribunales sobre las diferentes 'Operaciones Araña' impulsadas por el Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, en 2014 y 2015.

César fue detenido en el marco de la Operación Araña III, el 19 de mayo de 2015. Recuerdo que entonces el Ministro anunció su pretensión de “limpiar las redes sociales de apología terrorista”. Esta intención de investigar prospectivamente en las redes sociales, a ver qué se le ocurría transmitir a la ciudadanía, dio la señal de partida a una intensa persecución contra tuiteros, titiriteros y raperos. 

Esta incesante y singular represión de la libertad de expresión tuvo muchos partícipes que coadyuvaron eficazmente para acallar, mediante la amenaza penal, la libertad de expresión de numerosas personas. De hecho, el anuncio del ministro de “limpiar las redes sociales” tuvo en seguida una contestación institucional que logró que muchas personas anónimas, cuyo único delito había sido expresarse en las redes sociales, desfilaran por la Audiencia Nacional, cual peligrosísimos delincuentes.

Así, el Ministerio de Interior no se adentraba en solitario en esa negra etapa de criminalización de derechos y libertades públicas, sino que vimos cómo la fiscalía de la Audiencia Nacional se sumaba con entusiasmo a esta disparatada aventura de represión, que no solo logró que encarcelaran a dos titiriteros por mostrar en una función un cartel que satíricamente decía “Gora Alka-ETA”. No, no solo eso, sino que, además, coincidiendo con una evidente merma de sus funciones en la persecución del terrorismo, tuvo su oportunidad de exhibir su implacable y feroz faceta pidiendo penas de prisión que forzaba a muchos a negociar una pena a la baja para evitar el riesgo de ingresar en prisión, ahorrándose así el juicio y sumando dudosos triunfos en su cuenta de rendimientos. Así, pudimos observar cómo en las memorias anuales de Fiscalía se integraban estos delitos, como trofeos, incluidos en el capítulo de delitos de terrorismo. Jugaban con el apellido “terrorista” que lleva el delito del artículo 578, para mostrar sus logros en la persecución de delitos de terrorismo, cuando no se desconocía, en absoluto, que estos son delitos de opinión, como reiteradamente ha establecido el propio Tribunal Supremo.

Cuando no conseguían estos acuerdos, en los que pactaban ciudadanos y ciudadanas que sin antecedentes penales se veían abocados a una dura estigmatización, no dudaban en mantener acusaciones que rayaban el esperpento, incluso, planteando que hacer chistes ya manidos sobre Carrero Blanco humillaba a las víctimas del terrorismo. Todo eso, pese a que las propias víctimas no se alinearan con esta posición del Ministerio Público. De ahí que, cuando los fiscales -en raras ocasiones- perdían, no se arredraban y recurrían ante el Tribunal Supremo absoluciones, como hicieran en el caso de César Strawberry.

Sin embargo, los fiscales de la Audiencia Nacional tampoco jugaban en solitario, se encontraron con jueces que también quisieron contribuir a establecer un clima de regresión de libertades públicas, promoviendo la cultura del desaliento y de la autocensura. Así, por ejemplo, vimos como la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional nos dio a todos una lección sobre el rap, con ocasión del dictado de la sentencia condenatoria contra La Insurgencia. Analizó lo que es el rap, a su entender el rap de La Insurgencia no era simplemente subversivo, era un estilo criminal, era el peor rap posible, el que te puede llevar a prisión, así que condenó a dos años y un día de prisión a los jóvenes acusados.

En el caso de César Straberry, la Sala que lo absolvió contó con un voto particular y con un fiscal que introdujo una peculiar tesis acusatoria, por innovadora: los tuits tenían “literosuficiencia”, es decir, era irrelevante analizar el contexto, el perfil del emisor y otras circunstancias concomitantes, en la línea de lo que hasta ese momento habían establecido tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional. Daba igual, por tanto, que César quisiera -en el estrecho margen de 140 caracteres- criticar a destacados políticos o ironizar o hacer chistes. Para el fiscal, lo importante eran el texto y su literalidad.

Esta tesis no era originaria de la fiscalía de la Audiencia Nacional, ya la defendía en algunos votos particulares un magistrado poco conocido, Manuel Marchena, años atrás. Sin embargo, la sorpresa vino cuando, al resolver el recurso de casación presentado por el fiscal, esta novedosa y esperpéntica doctrina del magistrado Marchena tuvo acogida en la mayoría de los miembros de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Una tesis que se cargaba de un plumazo todo lo establecido en torno al delito de opinión: la importancia de ponderar, previa a la aplicación del delito, todas las circunstancias que rodean a la emisión de la opinión, a fin de no vulnerar el derecho fundamental de la libertad de expresión. Es decir, en esta sentencia cuyo ponente fue el hoy flamante magistrado Manuel Marchena, no se admitían más interpretaciones que la literalidad, dejando de lado los tropos literarios, la ironía u otras formas y estilos de comunicar, que precisamente utilizan la literalidad para expresar cosas diferentes o incluso, para expresar lo contrario de lo que parecen decir las palabras empleadas.

Para ello, el ponente, apoyado por la mayoría de la Sala -no hubo unanimidad porque hubo voto particular- no dudó en emplear atajos: para conseguir imponer una extravagante doctrina acerca del delito de opinión hubo de condenar a quien previamente fue absuelto, modificando, de paso, el relato fáctico de la sentencia de la Audiencia Nacional y sin, al menos, oír al afectado. Sobre esto, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sido muy claro y contundente, pues ha condenado varias veces a España.

Puede que el Tribunal Constitucional no nos dé la razón en todo, pero siempre supimos que César ganaría, si no aquí, en Estrasburgo. Por el camino ha sufrido la estigmatización de la detención, de una investigación penal, de un juicio y de una condena, por ejercer legítimamente su libertad de expresión. La dignidad de su lucha nos ha servido para evidenciar las contradicciones de un sistema que no ha dudado en malgastar recursos públicos para amordazar a ciudadanos y ciudadanas inocentes. Esperamos que este caso ayude a quienes todavía hoy esperan, angustiados, no ingresar en prisión por sus opiniones o canciones, abriendo, así, un camino que nunca debió vallarse, como es el libre ejercicio de la libertad de expresión.

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