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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Principio de legalidad y arbitrariedad para Catalunya

Marchena, en una de las sesiones del juicio.

Isabel Elbal

Abogada miembro del despacho Boye-Elbal, que defiende a Carles Puigdemont, Toni Comín y Meritxell Serret —

La sentencia dictada por el Tribunal Supremo en contra del Procés ha confirmado lo que previmos muchos hace dos años, que la represión no había hecho más que empezar.

Una disparatada querella presentada por el Fiscal General del Estado, en la que se criminalizaba un gran elenco de derechos civiles y políticos, dio comienzo a una situación jurídica inesperada, al mutar el ámbito propio de la desobediencia institucional por los delitos de rebelión y sedición. Por aquellas fechas el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya ya se hallaba investigando a varios de los hoy condenados –representantes políticos- por delito de desobediencia.

Las iniciativas y leyes aprobadas durante el Procés por el Parlament fueron sucesivamente impugnadas por el Gobierno central ante el Tribunal Constitucional, quien las anuló una a una. El Tribunal Constitucional apercibió a los responsables políticos de que no debían seguir creando un marco normativo que amparara el proceso soberanista, so pena de incurrir en un delito de desobediencia. Este era el ámbito, por tanto: la comisión de posibles delitos de desobediencia, que prevé una pena de inhabilitación para el cargo público.

Salir de ese ámbito fue lo peor que pudo ocurrir, no sólo políticamente hablando, sino que desde el punto de vista jurídico supuso un brusco movimiento a una zona imprevisible, en la que los derechos de representación política, de libertad de expresión y de manifestación quedaron desplazados a favor de la indisoluble unidad del estado español.

Este proceso judicial, de evidente cariz político, fue cuestionado por el Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias de la ONU, quien dictó hace unos meses dos resoluciones en las que se establecía sin lugar a dudas que la situación de prisión provisional de los entonces investigados respondía a una persecución política, por sus ideas independentistas.

La sentencia, como culminación de un procedimiento de corte político, por tanto, no ha defraudado.

Una sentencia condenatoria es, resumidamente, el resultado de un silogismo deductivo: dados unos Hechos Probados, estos se califican como delitos y reciben la condena prevista legalmente –Fallo–. Es lo que se denomina subsunción jurídica.

Así, el primer paso consiste en fijar un relato fáctico, que exige claridad, concisión y no permite incluir términos jurídicos ni opiniones de otra índole, so pena de incurrir en un error de predeterminación del fallo.

La sentencia contra el Procés contiene graves errores de bulto, es técnicamente deficiente y causa extrañeza, al contener opiniones políticas que excederían del deber de “estricta jurisdiccionalidad” a que está obligado todo órgano enjuiciador –según el término acuñado por el jurista Luigi Ferrajoli-.

En primer lugar, de una atenta lectura de los Hechos Probados –apenas 36 páginas- solo se puede desprender que seguimos en la órbita del delito de desobediencia, en lo que afecta a los representantes políticos. Se describen minuciosamente todas las ocasiones en que los políticos adoptaron decisiones que contravenían las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional.

En segundo lugar, extraña enormemente la descripción fáctica relacionada con los hechos del 20 y 21 de septiembre de 2017, por cuanto se echa en falta, cuando llega al Fallo de la sentencia, precisamente la absolución. Dados estos Hechos Probados, solo cabía absolver: se describe la participación en masivas concentraciones y manifestaciones en las que se produjeron daños en 5 vehículos –sin que hasta la fecha hayan sido identificados sus autores- y la labor de liderazgo y el éxito de convocatoria de Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, como protagonistas de dichas protestas organizadas pacíficamente.

En tercer lugar, también sorprende que tras la descripción de la jornada del 1 de octubre de 2017, fecha en que la ciudadanía acudió masivamente a votar en un referéndum soberanista previamente suspendido y sin efectos jurídicos, se llegue a la subsunción jurídica del delito de sedición y al Fallo condenatorio de 9 a 13 años de prisión. La celebración de un Referéndum no autorizado no es delito desde hace años y la afluencia masiva y pacífica de ciudadanos para introducir una papeleta en una urna, pese a los intentos violentos de la policía para evitarlo, no es más que ejercicio de la libertad de expresión.

Sin duda alguna, estamos ante unos Hechos Probados que no se corresponden con ningún delito establecido en el Código Penal y esto, créanme, es gravísimo, pues vulnera del principio de legalidad, que impone la prohibición de condenar si los hechos no están recogidos en el ordenamiento jurídico, previamente como delito. Vulnera el artículo 25.1 de la Constitución Española, que se corresponde con el artículo 7 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. La autoridad judicial no debe incurrir en esta grave vulneración, por cuanto el incumplimiento del principio de legalidad promueve y facilita la inseguridad jurídica. La inseguridad jurídica es característica de sistemas con un gran déficit de democracia y con gran dosis de autoritarismo. Supone un peligro para la ciudadanía porque no permite conocer cuál es la conducta prohibida y deja a las personas sujetas al capricho de la autoridad de turno y no al obligado cumplimiento de las leyes. Esto es, un sistema arbitrario y poco democrático.

En esta sentencia, además de vulnerarse el principio de legalidad, se ha criminalizado, de paso, los derechos de manifestación y de libertad de expresión: el Tribunal Supremo ha condenado creativamente el ejercicio pacífico de estos derechos, bajo la extravagante premisa de que las movilizaciones ciudadanas “dejaron en suspenso” la orden judicial de cerrar colegios electorales e impedir las votaciones. Sin embargo, en el apartado de Razonamientos Jurídicos de la sentencia se afirma rotundamente que en todo momento el Estado tuvo “el control de la fuerza, judicial, policial, militar e, incluso, social”. Si no hubo perturbaciones porque el Estado tuvo en todo momento el control de la situación, entonces ¿por qué se considera delictivo el ejercicio de estos derechos fundamentales? Esta creación absolutamente novedosa acerca de los límites de los derechos de manifestación y de expresión, sin duda, es contraria a los artículos 10 y 11 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Sin embargo, es clamoroso y determinante el último párrafo del apartado Hechos Probados: se desarrolla toda una tesis acerca del “engaño” que soportó la ciudadanía catalana, quienes creían ingenuamente que el Procés culminaría en la efectiva proclamación de la República Catalana y que se produciría la deseada secesión, según el parecer de los 7 magistrados.

Se detecta, por tanto, una opinión que no debiera haberse incluido en los Hechos Probados. Suponemos que movidos por sus profundas convicciones en torno a la indisoluble unidad del Estado español, los magistrados quisieron fijar como verdad jurídica, inmutable e irrecurrible –no hay segunda instancia- una mera opinión. Podrá ser una opinión mayoritaria que la ciudadanía se movilizó mediante “engaño”, pero por más que se piense así, no deja de ser una opinión y esto cualifica en gran medida a la sentencia en su conjunto, pues el cariz político sobresale sin necesidad de profundizar mucho más.

Así mismo, se explica –ojo, en Hechos Probados- que el derecho de “decidir” se mutó en derecho “a presionar” al Gobierno para que hubiera una salida dialogada y pactada para la celebración de un Referéndum. Una perla que no puede salir indemne ante futuros recursos y otras acciones jurídicas fuera de nuestras fronteras: El tribunal Supremo ha condenado a penas de entre 9 a 13 años de prisión a 9 personas por ejercer el mutado “derecho a presionar”, es decir, por ejercer el derecho de protesta pacífico.

Sin duda, jurídicamente hablando, la sentencia es arbitraria y promueve un espacio de inseguridad jurídica intolerable en un estado democrático. Lo normal es que la ciudadanía se movilice contra este agravio que ataca profundamente los pilares básicos de nuestro sistema. Nos han dicho persistentemente tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional en numerosas sentencias que nos hemos dado una democracia “no militante”, que permite la expresión de ideas, incluso contrarias a nuestro sistema; a la vista está que ese sí es un gran engaño.

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