Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Problema de mayorías
Mirada con cierta distancia, la cuestión catalana es un asunto de mayorías en la que poco tienen que ver las reglas constitucionales o los procedimientos jurídicos. Hasta ahora, en votaciones con garantías, la causa independentista nunca ha obtenido una victoria aplastante, de hecho, en la que hace dos años se planteó como plebiscitaria (y decisiva), el apoyo indubitable a la independencia cosechó el 48% de los votos. Este porcentaje, que puede fluctuar un poco por arriba y un poco por debajo de la mitad de los electores, es el que genera el problema actual.
El independentismo asegura ser mayoritario, el Gobierno asegura que, por el contrario, la llamada “mayoría silenciosa” es la auténtica fuerza hegemónica. A ciencia cierta nadie sabe quién tiene razón, probablemente dependa del momento en el que esto se evalúa. La única cuestión cierta es que el independentismo no tiene una mayoría entre el 60 o 70 por ciento que lo haga incontestable. Eso lo sabemos todos los que vivimos en Catalunya, lo saben muy bien los que luchan por la causa independentista y saben que para lograr sus objetivos necesitan engrosar el colchón de partidarios. El Gobierno central se entera de esto a ratos.
Después de las reacciones internas y externas a los hechos acaecidos el 1-O parece haber tomado nota de que procediendo de esa forma hace un favor al independentismo y a su necesidad de mayorías amplias. Por eso ahora la táctica es la del terror a la debacle económica, pues de esa el Gobierno puede afirmar que la provocan los propios políticos catalanes independentistas. En este tira y afloja muchos, incluido el Rey con su no estáis solos dirigido a los catalanes no independentistas, justifican su posición en las mayorías, pero nadie tiene una carta ganadora. La carta sería esa mayoría del 60 o 70 porciento pues, a fin de cuentas, un régimen, cualquiera sea, tiene pocos números para sobrevivir mucho tiempo si un porcentaje así de la población está en contra.
Tampoco tiene muchas posibilidades de conseguir apoyos internacionales quien reclama un cambio tan radical y solo tiene tras de sí a la mitad de la población, aunque sea la mitad más uno o más cien o más mil. El problema es justamente que sea la mitad y, por ende, en aumentar o disminuir las mayorías, está el objetivo de los independentistas y del Gobierno central.
En ese juego de disminuir, conservar y acrecentar mayorías, los movimientos que puede hacer un bando y el otro son mínimos y tienen muchas consecuencias. Por ejemplo, el president Puigdemont ha tardado bastante en aceptar que no se había declarado la independencia el 10 de octubre (aunque todo el que quisiera verlo ya lo sabía); admitirlo en un primer momento podría haberle restado apoyos; ha esperado hasta que parezca aceptable, por estratégico, ante sus partidarios.
El Gobierno, por su parte, tiene un electorado que mimar (que está disperso por las autonomías con excepción de la catalana, donde su existencia es testimonial, y eso es un gran problema en esta dinámica), y una parte de dicho electorado pide mano dura y amenaza al PP con una fuga de votos a fuerzas que se han comportado de forma incendiaria para instrumentalizar el conflicto a su favor, como Ciudadanos. Tan delicada es la posición del Gobierno que, a pesar del revuelo que generaron las cargas policiales el 1-O y el justificado reproche que provocan, desde su posición, el balance sigue siendo positivo.
Es cierto que gracias a dicho proceder se ha internacionalizado en alguna medida el problema, es cierto que esto fabricó en un día cientos y quizás miles de independentistas y que ha dado alas al argumentario del Govern; pero también es cierto que esas cargas hacen que el referéndum no sea aceptable como instrumento para medir mayorías (aunque evidentemente ese objetivo se podría haber conseguido de una forma más inteligente). Por esto, además, algunos sectores del PP, hoy por hoy minoritarios, han llegado incluso a plantear la ilegalización de los partidos independentistas: sería catastrófico, en la lucha por las mayorías, que en unas hipotéticas elecciones el independentismo recibiera un apoyo que lo acerque a las necesarias.
Probablemente los dirigentes independentistas hagan números a medio plazo. Lograr la independencia requiere conseguir apoyos y el gobierno del PP, con sus altos y bajos, juega a la perfección el papel de país de pandereta con que el independentismo caricaturiza a España. A este ritmo, si la táctica del miedo al desastre económico (hasta ahora la única que ha resultado efectiva) no funciona o acaba agotándose, el secesionismo conseguirá poco a poco sus objetivos ante la impotencia del Estado para dar una solución política al problema.
Eso pone por delante un escenario complicado al que es probable que nos veamos enfrentados en los próximos años. La mayoría necesaria podría ir conformándose en un plazo no muy largo, tal vez 4 u 8 años, eso siempre que el descontrol de la situación actual no vaya a más y lo acelere todo. Si la reforma constitucional que se plantea (solución política por antonomasia) no prospera o bien resulta ser papel mojado, es probable que no sea capaz de hacer remitir ese avance y al cabo de este plazo, años arriba años abajo, el independentismo alcance las cotas que necesita para triunfar. Si eso sucede, aun quedará el recurso a la mediación internacional (hoy evitada, entonces probablemente inevitable, precisamente por las mayorías). Dicha mediación acabaría, con mucha probabilidad, promoviendo una reforma constitucional en serio, un encaje federal como el que desde algunos sectores moderados se propone, hoy por hoy, con muy poco coraje.
Por eso, ante la advertencia que hace unos días hacía el expresidente Aznar (que la reforma constitucional no sea pagar a plazos lo que no se está dispuesto a pagar hoy al contado), se podría plantear una pregunta: ¿por qué pagar a plazos, con un crédito cuyos intereses variables (movilización, violencia, odio, etc.) pueden hacer la compra extremadamente onerosa, algo que se puede pagar hoy al contado y más barato?.
Se trata de actuar con los ojos puestos en el futuro (el futuro que veo venir y he descrito). Una reforma constitucional superficial no desactivará el problema y es probable que nos lo volvamos a encontrar pasados unos pocos años; por su parte, la ausencia de reforma (la hipótesis extrema, querida por algunos, del aplastamiento del movimiento independentista) solo conseguiría acelerar los acontecimientos. Hay que evitar dilatar el problema hasta que nos veamos obligados a solucionarlo con prisas, con imposiciones indeseables y con menos libertades.
Me parece que lo sensato es negociar ahora que las partes no tienen cartas ganadoras (las mayorías) y se ven obligadas a hacerse concesiones mutuas. Esos acuerdos deberían acabar en una reforma constitucional en serio, una que actualice el pacto de la primera transición (que cruje por todas partes), que reconozca las singularidades de Catalunya, con un sistema de transferencias económicas claras que no dé lugar a especulaciones (como el famoso “España nos roba”), con un reconocimiento de las legítimas pretensiones de Catalunya como pueblo, una reforma que después de negociada sea votada como manda la actual constitución. Tal vez solo una reforma así puede obrar el milagro de que todos, o al menos una gran mayoría, estemos a gusto en España.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.