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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

¿Quién debe ser el defensor del Tribunal Constitucional? A propósito de una propuesta de reforma

Victor J. Vázquez

Tengo un nítido recuerdo de mi primer año de estudiante de derecho y, en concreto, de las lecciones que recibí de la asignatura que años más tarde he acabado impartiendo: derecho constitucional. Aunque entonces no era consciente de ello, frente al resto de disciplinas que configuraban el programa de estudios, el derecho constitucional era una asignatura joven que acababa de sustituir al viejo derecho político enseñado en las universidades españolas hasta la entrada en vigor de la Constitución. Sin embargo, lejos de tener la impresión de haber estudiado una asignatura que doctrinalmente se encontraba en paños menores, viciada por el adanismo o la ingenuidad, uno la recuerda cómo una disciplina académicamente madura. Hay, en este sentido, un innegable deber de gratitud con varias generaciones de profesores que, formados en el viejo derecho político, hicieron un esfuerzo encomiable para que en muy poco tiempo, y sin casi ninguna tradición de la que nutrirse, en España pudiésemos aprender con varias escuelas de derecho constitucional, homologables a las de nuestros países vecinos. En esta tarea el derecho constitucional español tuvo un aliado excepcional: nuestro Tribunal Constitucional. Recuerdo bien la singular auctoritas que tenía entre nosotros, los alumnos, la apelación a doctrina elaborada por la justicia constitucional española, y el prestigio del que gozaban sus miembros.

Ahora que hace bastante que dejé de ser un estudiante, he de reconocer, sinceramente, que me resulta algo costoso creerme parte de la asignatura que explico, del mismo modo que soy consciente que, otro año más, me encontraré con una mayoría de alumnos para los cuales el Tribunal Constitucional y sus sentencias representan lo contrario de lo que esta institución representaba para mí y mis compañeros de aula: una institución desprestigiada, partidista y carente de legitimidad. Obviamente, alguno podrá pensar que este desprestigio no es exclusivo del Tribunal Constitucional, sino que se extiende a otras muchas instituciones estatales. Desde luego esto es cierto, sin embargo, pese a que la crisis sea generalizada el desprestigio no afecta a todas las instituciones de la misma forma que al Tribunal Constitucional. Intentaré explicarme.

Mi maestro, el profesor Martín de la Vega, suele decir medio en broma que si todos los años iniciáramos el curso con el propósito de responder, como Woody Allen, a “todo lo que usted quiso saber sobre la justicia constitucional y nunca se atrevió a preguntar”, es fácil que terminásemos de explicar la asignatura con una crisis de fe. Y es que ¿por qué en ciertos dilemas de importante calado político o moral ha de prevalecer la última palabra de doce jueces no legitimados directamente por los ciudadanos sobre la voluntad democrática expresada a través de la ley? Desde luego, sería una crisis superable, no sólo porque detectar vicios de inconstitucionalidad sea el deporte nacional del constitucionalista, sino porque entre la gran mayoría de nosotros está bien arraigada la idea de que garantizar la fuerza normativa de la Constitución y proteger las minorías requiere que exista un órgano con competencia para juzgar la constitucionalidad de las leyes. Sin embargo, lo que no podemos negar es que la sentencia constitucional no está conectada con el principio democrático de la misma forma que lo está la ley. Pues bien, es precisamente porque no puede perfeccionarse la legitimidad democrática de la justicia constitucional por lo que esta institución hace descansar como ninguna otra institución del Estado su legitimidad en su prestigio moral e intelectual frente a los ciudadanos.

Un Tribunal Constitucional sin auctoritas es un tribunal sin legitimidad plena, que difícilmente podrá desempeñar su función natural que es la de garantizar la supremacía jurídica de la Constitución. No hace falta recordar que desde la interposición del recurso de inconstitucionalidad contra el estatuto catalán hasta hoy, esa auctoritas no ha hecho más que disminuir. La no renovación de sus miembros por motivos de estricta estrategia partidista; el requerido pedigrí ideológico de los nuevos magistrados, que no ha excluido la militancia política ni la condición de diputado; o la holgura con la que en algún caso se ha valorado el reconocido prestigio de sus componentes… son circunstancias que han deteriorado gravemente la imagen de esta institución, justamente en un periodo de nuestra vida política donde su función integradora resulta más necesaria.

En cualquier caso, puede que ninguna de las circunstancias aludidas sea tan determinante para el ocaso definitivo de esta institución como la anunciada reforma en virtud de la cual, en principio, se quieren reforzar las potestades ejecutivas y sancionadoras del Tribunal para el complimiento de sus decisiones. La sola puesta en escena de esta iniciativa parlamentaria, hecha pública por un candidato electoral sin acta de diputado y al grito de “se acabó la broma”, no sólo confirma el uso partidista que se quiere hacer de la reforma y del propio Tribunal, sino que es el mejor ejemplo de hasta qué punto le es ajena al gobierno actual cualquier idea de patriotismo constitucional. Roto el tabú de lectura única por la reforma constitucional del art. 135, de nuevo será éste el procedimiento utilizado para alterar las competencias de una pieza básica de nuestro sistema político. No harían falta muchas razones más que éstas para vaticinar que esta reforma profundizará en el descrédito de nuestra jurisdicción constitucional. Sin embargo, leído el contenido de la propuesta de ley, pueden añadirse algunas más.

Desde la reforma introducida por la LO 6/2007 el Tribunal Constitucional español ya dispone de mecanismos para hacer eficaz la ejecución de sus resoluciones e incluso para imponer sanciones económicas por su incumplimiento. Las grandes novedades que introducirá esta reforma son en realidad dos. En primer lugar, la de que ahora el Tribunal Constitucional será competente, de oficio o a instancia de parte, para suspender en sus funciones a las autoridades y empleados públicos de la Administración que incumplan sus resoluciones, algo que incluso podrá hacer inaudita parte, cuando en los actos impugnados concurran causas de especial trascendencia constitucional. Junto a esta, la otra gran novedad, es que podrá requerir al Gobierno central que sustituya a los funcionarios suspendidos para ejecutar los actos cómo procedan.

Tomando en consideración el derecho a la tutela judicial efectiva y el propio de participación política, plantea serios problemas de constitucionalidad que el Tribunal Constitucional pueda suspender de sus funciones a cargos públicos representativos o funcionarios públicos, sin que estos dispongan de ningún de recurso contra esta decisión, e incluso, sin tener la oportunidad de ser oídos antes de que el Tribunal emita su fallo. Pero, más allá de eso, lo extremadamente grave es la finalidad última que se esconde tras esta reforma que afecta, como ha reconocido su expresidente Pascual Sala, a la propia comprensión de la justicia constitucional en nuestro país.

Como es obvio, esta reforma no puede leerse al margen del problema catalán. Es evidente que lo que se busca es que este órgano sea el principal actor de la defensa política de la Constitución ante un eventual episodio de deslealtad institucional en Cataluña. Dicho de otra forma, la reforma busca dar forma judicial a la intervención política de la autonomía que prevé el 155 de la Constitución Española. Así, en caso de incumplimiento por parte de la Comunidad Autónoma del marco jurídico vigente, podrá ser el Tribunal Constitucional, y no sólo el Senado por mayoría absoluta, tal y como prevé el citado artículo 155 el que legitime al Gobierno para tomar las medidas necesarias para garantizar el cumplimiento de sus obligaciones a la Comunidad Autónoma desleal. El problema es que, aunque la Constitución permite que por ley se otorguen a este órgano nuevas competencias no previstas originalmente por la propia Constitución, no consiente que se le otorguen funciones que la propia Constitución reserva expresamente a otro órgano constitucional, y, en este caso, es inequívoco que cualquier intervención de la autonomía requiere la aprobación de la mayoría absoluta del Senado, al que aquí la Constitución sí quiso dar de forma clara la función de cámara de representación territorial. Así que sólo reformando el artículo 155 de la Constitución, y no a través de una mera reforma de su ley de funcionamiento, el Tribunal Constitucional podría asumir entre sus competencias la de suspender a cargos autonómicos y sustituirlos en sus funciones por el Gobierno de la Nación; en definitiva, para intervenir la autonomía de una comunidad.

El mero hecho de que se esté planteando la intervención de la autonomía, pone de manifiesto la obsolescencia de nuestro modelo territorial de Estado; la incapacidad para renovar el pacto constitucional a través de los mecanismos de reforma; y, también, no está mal recordarlo, la insensatez de quienes menosprecian la necesidad de acatar sus obligaciones constitucionales apelando a una lógica tan denigrada por la experiencia democrática como la plebiscitaria. En cualquier caso, se trata de un problema constitucional que nuestro Tribunal no puede resolver porque su dimensión es estrictamente política. La continua remisión a la justicia, y a la justicia constitucional en concreto, ante la incapacidad de afrontar políticamente esta crisis territorial, no hará sino ahondar en la falta de prestigio de un Tribunal que no pasa por su mejor momento. En cualquier caso, a través del recurso de constitucionalidad que seguro se planteará frente a esta ley, o cuando el propio Tribunal sea llamado a aplicarla, los magistrados tendrán una oportunidad de recuperar su auctoritas, apelando al estricto cumplimiento de las que son sus funciones constitucionales. Ante la colonización política de esta institución se impone reformular el interrogante clásico de quién debe de defender a la Constitución y preguntarnos ¿quién debe de ser el defensor del Tribunal Constitucional? Para mí la respuesta acertada me la dio un alumno quien, al explicar en clase las dificultades para la renovación del pleno que había de dictar sentencia sobre el Estatut, me preguntó: Y ellos, los magistrados, ¿por qué se dejan?

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