Un nuevo chute de pornografía emocional
La última batalla siempre es la más difícil. Pero, si salimos airosos, en lenguaje cinematográfico eso significa que nos merecemos el retiro, que podemos morir tranquilos. El gris, mojigato, sensible, solitario y remilgado animalito de oficina que interpreta el eterno secundario Eddie Marsan ya está muerto, en cierta forma, desde antes de que su jefe le anuncia que van a prescindir de él por recortes presupuestarios. El protagonista de Nunca es demasiado tarde tiene un trabajo dificil: contactar con los familiares más próximos de los ciudadanos que mueren solos. Aunque se entrega a la búsqueda con una meticulosidad exacerbada, el resultado siempre es frustrante. El que muere solo también es incinerado solo.
“Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Únicamente a través del amor y la amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos”, dijo Orson Welles. Esa ilusión momentánea ni siquiera existe en la vida de este funcionario londinense que padece de una grave disfuncionalidad afectiva. Todo se derrumba cuando su jefe decide echarle después de 22 años escondiéndose del mundo en su pequeña oficina. Pero antes debe resolver un último caso. La última batalla.
Uberto Pasolini, que no está emparentado con Pier Paolo Pasolini sino extrañamente con Luchino Visconti, es a la vez un novato director italiano y un experimentado productor británico (Full Monty es cosa suya). En esta ocasión dirige una película de humilde apariencia pero con ideas muy trascendentales sobre la vida y la muerte. Lamentablemente, su capacidad para profundizar es tan limitada que se ve obligado a recurrir a la manipulación sensiblera. Es por eso que, cuando la película va a llegar a su fin, Pasolini decide abofetear al espectador de una forma bastante reprochable.
Además, el italiano no domina la comedia negra, que es uno de los botes salvavidas de un argumento que cae en el sentimentalismo más procaz por culpa de, entre otras cosas, la banda sonora de Rachel Portman. Se pierde ese potencial incómodo que tan bien sostiene la mirada y los movimientos metódicos y obsesivos del protagonista.
De Akira Kurosawa a Gabriele Muccino
A pesar de todo, la última misión de este tipo gris es retratada con un ritmo liviano y vivo, con un aire que recuerda al director japonés Yasujirō Ozu. Pero la referencia más clara (y sin salir de Japón) es la de ese otro funcionario interpretado por Takashi Shimura de vida monótona y alma quebrada con el que Akira Kurosawa concibió una de sus obras maestras. En Vivir (Ikiru, 1952) se cuenta un drama terrible: a un anciano le diagnostican un cáncer y de repente es consciente del vacío de su existencia. No hay nada más profundo o trascendente que la necesidad de buscar un sentido a la vida. No es fácil retratar la vida y filosofar sobre la muerte.
Ambas películas, Nunca es demasiado tarde y Vivir intentan lo mismo, sólo que Kurosawa no recurre al tono lacrimógeno o a los tramposos giros dramáticos de los que se sirve Pasolini. Sí que se salva Marsan, que hace un trabajo tan excepcional como el que hizo el gran Shimura.
La comparación es bastante odiosa. Vivir es una obra de reclinatorio, una película tan sencilla que asusta y conmueve. Para intentar llegar al espectador, Nunca es demasiado tarde necesita hacer uso de la pornografía sentimental, jugar con las emociones usando recursos cinematográficos que ofenden al pudor, una tendencia que comparte con su compatriota Gabriele Muccino. El director de la famosa En busca de la felicidad es un experto en hacer malabarismos con los sentimientos del espectador. Es deshonesto pero se le aplaude cuando le sale el truco. No lo consiguió con Siete almas. Su segundo trabajo con Will Smith era tremendamente manipulador: un tipo que se siente culpable por ser el único superviviente de un accidente y que decide donar un órgano a siete personas (el número de fallecidos) antes del terrible final al que le destina Muccino. Una fábula grotesca con aires de grandeza que sin embargo tuvo una recaudación loable.
La apología de la autenticidad
Los directores como Muccino y otros realizadores maniqueos como el peor Ken Loach o el mismo Pasolini triunfan porque nuestra cultura celebra la falsa autenticidad. El psicoterapeuta Luis Muiño lo explica a la perfección: “Desde los críticos más sesudos hasta los más básicos jurados de concursos alaban a aquellos que han manifestado con más fuerza sus sentimientos como si eso diera más calidad a su trabajo”. Cuando un escritor es duro, provocador y despotrica contra todo y contra todos es un lúcido, un genio, el gran analista. Cuando una artista llora en el escenario se convierte en la más grande, la más querida. Cuando un director arrebata la vida de su protagonista lo que intenta es hacerle eterno, bañarle con las lágrimas de los espectadores.
Uno de los maestros de este censurable arte es Lars von Trier, y Bailar en la Oscuridad es su obra cumbre. La forma en la que el director maltrata a su protagonista -una inmigrante checa y madre soltera que está perdiendo la vista- con un calculado ejercicio de manipulación sentimental resulta tan gratuita que pierde toda esa complejidad a la que aspira. “La manifestación de emociones existe por una sola razón: sirve para influir en los que nos rodean”, como Muiño todos los psicólogos evolucionistas (David Buss, Steven Pinker…) corroboran esta teoría. Todas las películas pretenden influir en los espectadores y por ello expresan emociones. Lo que es perverso es utilizarlas con violencia y de manera premeditada para conmover al espectador sin transformarlo.