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Crítica Análisis

De qué hablamos cuando hablamos de película veraniega: 'Jungle Cruise', Disney y el sentido de la aventura

Dwayne Johnson y Emily Blunt son Frank Wolff y Lily Houghton en "Jungle Cruise"

Alberto Corona

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No es algo que se suela tener en cuenta, pero la primera producción de Disney alejada de la animación —y, por tanto, llamada a consolidarla como gran competidora de Hollywood en igualdad de condiciones— fue una película de aventuras. De aventuras, piratas y un sorprendente volumen de violencia, que fue censurada en Reino Unido. En 1950, luego de que la Casa del Ratón se hubiera limitado a emplear intérpretes humanos para mezclas de animación y acción real del estilo de la controvertida Canción del sur, Byron Haskin dirigió La isla del tesoro basándose en la conocidísima novela de Robert Louis Stevenson. No se topó con un gran éxito de taquilla, pero sí sentó un precedente que sería perfeccionado en años inmediatamente posteriores.

Así, para rastrear de verdad la dinámica industrial que ahora culmina en Jungle Cruise, que llega este viernes a los cines, hay que avanzar un poquito más. En 1954, Kirk Douglas acaparó todo el protagonismo como el ballenero Ned Lang en 20.000 leguas de viaje submarino, conquistando con su carisma descuidadamente varonil a la enorme porción de público que esta superproducción arrastró a las salas: una porción tan seducida por la publicidad y las emociones fuertes que prometía el calamar gigante que no sería descabellado hablar del film como un predecesor directo del blockbuster contemporáneo. Y un año después, durante la temporada veraniega, el parque de atracciones Disneyland abrió sus puertas en Anaheim, California. 

Abróchense los cinturones

Jungle Cruise se basa, precisamente, en una atracción de Disneyland que ya venía incluida en la primera versión del parque. En este sentido tampoco cabe hablar de una tesitura novedosa, pues la Casa del Ratón se ha habituado con tanta disciplina a saquear su propio legado —los abundantes remakes de clásicos animados son el mejor ejemplo— que sacar películas de instalaciones mecánicas no es la ocurrencia más descabellada, ni Jungle Cruise excepcional por ello. Antes de este film que dirige Jaume Collet-Serra, hemos tenido Osos a todo ritmo, La mansión encantada, Tomorrowland o, claro, Piratas del Caribe. Con diferencia, la atracción que mayor éxito tuvo en su salto a la pantalla.

Durante los meses previos a su estreno, de hecho, Jungle Cruise se ha beneficiado de las reminiscencias a Piratas del Caribe para ir creando expectación. La trilogía de Gore Verbinski —prolongada por dos entregas menores que diagnosticaron el agotamiento de la fórmula— goza de un gran cariño entre el público, y no es descabellado que Disney haya estudiado con detenimiento qué funcionó tan bien en ella a la hora de poner en pie Jungle Cruise. En estos término podemos valorar tanto el constante humor que baña los diálogos del film, como la articulación de los efectos digitales que, en lugar de ponerse al servicio de grandes escenas de acción, prefieren detenerse en el coqueteo con el terror sobrenatural que suscriben tanto Jungle Cruise como, en especial, la primera Piratas del Caribe de 2003.

¿De dónde sale este terror? Pues, nuevamente, de una exótica maldición con la que han de lidiar los protagonistas. Jungle Cruise se ambienta en los años 30, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, y narra las aventuras de la científica Lily Houghton (Emily Blunt), su hermano MacGregor (Jack Whitehall) y Frank (Dwayne Johnson), el capitán del barco desde donde transitan el Amazonas. Todos ellos buscan el Árbol de la Vida, un lugar mágico que puede curar cualquier enfermedad, y en el viaje tendrán que enfrentarse tanto al príncipe Joachim (Jesse Plemons) como a un batallón de no muertos liderado por Aguirre (Édgar Ramírez), el célebre conquistador que dentro del mundo de Jungle Cruise acabó maldito tras intentar hacerse con el mismo botín que persiguen los protagonistas. 

Las reminiscencias a Piratas del Caribe son, por tanto, justificadas, y Jungle Cruise se yergue como un intento de recuperar algo de su seducción lúdica dentro de una etapa muy distinta para Disney. Mientras que las películas de Verbinski se adscribían orgánicamente en una tradición que remitía a los años 50 —e intentaban que el live action contribuyera a dar credibilidad al estudio una vez que el Renacimiento animado de los 90 había quedado virtualmente agotado—, Jungle Cruise llega en el tiempo de los remakes, del coronavirus, de Disney+ arrebatando a cada película su condición de evento gracias al modelo híbrido, y de la Casa del Ratón como un ente depredador que ha absorbido Lucasfilm, Pixar y Fox para coronarse como líder absoluto del mercado. Son tiempos donde la etiqueta “película veraniega” parece resentirse ante una obra que podemos disfrutar si así lo deseamos desde la comodidad de nuestra casa —Jungle Cruise también está en el catálogo de Disney+ con acceso Premium—; tiempos donde no parece haber espacio para la inocencia.

Por todo ello, resulta admirable hasta cierto punto la inteligencia con la que Jungle Cruise juega sus cartas. Porque Piratas del Caribe es un modelo, pero no el único modelo, y la maquinaria multirreferencial de Collet-Serra dirige su mirada a otro tipo de películas hacia las que el público siente un apego históricamente probado.

El argumento de Jungle Cruise, centrado casi en su totalidad en un barco que transita el Amazonas, recuerda poderosamente a La reina de África de 1951, con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn como capitán y pasajera. Asimismo, la ambientación a principios del siglo XX en combinación al omnipresente sentido del humor nos lleva tanto a (obvio) la saga de Indiana Jones como a, quizá más ajustadamente, La momia de Stephen Sommers. La película que, a su estreno en 1999, dio motivos para creer en un regreso mainstream del cine de aventuras de raigambre ingenua y pulp, luego abortado por sus secuelas y spin-offs, el estreno de la discutida cuarta entrega de Indiana Jones, y la imposición con Piratas del Caribe de un modelo más excesivo y dependiente de un CGI sucesivamente grotesco. 

Jungle Cruise cuenta con todas estas influencias para jugar pero, por encima de cualquier codificación de la aventura cinematográfica —y en lo que supone la mejor idea con diferencia del conjunto—, opta por ser una comedia romántica hecha y derecha. Una donde sus protagonistas no paran de hablar, de chincharse, de encadenar réplicas a velocidad de vértigo. Una que debe descansar sobre la química de sus intérpretes y, sorpresa, resulta que de eso Blunt y Johnson tienen para dar y tomar.

Un verano para ir (juntos) al cine

Sobre el papel, llevar la screwball comedy (o “comedia alocada”) al siglo XXI suena problemático. Este subgénero tuvo gran predicamento durante los años posteriores a la Gran Depresión —misma época, curiosamente, en la que se ambienta Jungle Cruise—, y se caracterizaba tanto por el desarrollo espídico de los diálogos como por abordar las relaciones entre hombres y mujeres acordes a un supuesto empoderamiento de estas últimas. No era tanto que estas comedias cuestionaran la masculinidad o defendieran la autonomía femenina, como que sus realizadores encontraban tremendamente divertidos los equívocos a los que dicha fricción podía llevar: en 1940, Howard Hawks cambió el género del coprotagonista para su remake de The Front Page, pasando a ser interpretado por Rosalind Russell y de esta forma, casi por accidente, Luna nueva llevó el subgénero a su total sofisticación.

Con posteriores mutaciones, la screwball comedy atravesó décadas y protagonizó otros momentos de esplendor, sin en ningún caso llevar esta dinámica cambiante a escenarios realmente incómodos para el público. Todas estas comedias, por mucha rebeldía femenina que alojaran en oposición al macho desbordado, concluían con una llamada al orden; es decir, con un dócil restablecimiento de los roles de género de cara a la felicidad doméstica que los protagonistas disfrutarían una vez consumaran su amor. Una dinámica antiquísima que antes de Jungle Cruise ya se había combinado eficazmente con el cine de aventuras en Tras el corazón verde, protagonizada en 1984 por Kathleen Turner y Michael Douglas. Enormemente exitosa en su época —dio pie a una secuela un año más tarde, La joya del Nilo—, la película de Robert Zemeckis se amparaba en el reciente éxito de Indiana Jones para intensificar el ingrediente screwball, sin por supuesto apartarse de los enunciados machistas que caracterizaban a Douglas como rudo aventurero, y a Turner como una escritora de novelas románticas que caía rendida a su hombría.

Jungle Cruise se atreve a lidiar con esta herencia, e intenta manejarla en los mismos términos revisionistas que dentro de otras propuestas de Disney han favorecido la representación racial y los discursos feministas convenientemente capitalizables. Debido a la naturaleza específica de este referente, que define a las mujeres como personajes firmes e inquisitivos por mucha claudicación que aguarde al final del camino, el resultado es bastante solvente: el empeño de Lily Houghton por llevar pantalones no deja de sorprender a sus coetáneos, pero solo es un elemento de los muchos que dan forma a su carácter aventurero y fundamentalmente cómico sin caer en la estereotípica mujer desvalida.

La habilidad interpretativa de Blunt apoya este retrato, y encuentra una compañía perfecta en el talante bonachón de Dwayne Johnson, tan habituado en los últimos tiempos a poner cara a una masculinidad pacífica, en absoluto amenazante, que reubica en el presente las obscenas musculaturas de Stallone, Schwarzenegger y compañía.

Sin abandonar del todo el poso rancio de lo screwball —tan útil, sin embargo, para consumar el aire retro de la propuesta—, la relación Blunt/Johnson logra cautivar y dar distinción a un conjunto, pese a todo, lastrado por buena parte de los males del Hollywood actual. Jungle Cruise da continuidad al blockbuster Disney de la última década en tanto a una estética digital inexpresiva y una realización tan caótica como impersonal, sumamente dependiente de la edición, mientras decisiones como la incorporación de celebridades españolas o un tema rock archiconocido echan a perder la inmersión esencial que se persigue. 

Afortunadamente, por cada plano horrendo o guiño que nos devuelve a la ominosa realidad de 2021, hay un chiste malísimo de Johnson o una persecución entre barco y submarino. Hay una brizna de magia, en fin, que nos recuerda que esto es una quintaesencial película veraniega, y que la aventura siempre vuelve.

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