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'Nación salvaje', las nietas de las brujas de Salem plantan cara al machismo

Póster de 'Nación Salvaje' de Sam Levinson

Francesc Miró

En noviembre de 1688, la familia Goodwin acusó a su ama de casa, Ann Glover, de brujería al ver que sus hijos enfermaban sin razón aparente. No hacían falta pruebas si la acusación venía de una de las casas más acaudaladas de Boston -por aquel entonces parte de la colonia de Massachusetts Bay-, y la acusada no era más que una lavandera irlandesa de clase obrera. Así que la mujer terminó en la horca sin haber cometido delito alguno.

Pocos años después, en la ciudad de Salem, varias niñas empezaron a actuar 'de forma extraña' presentando los mismos síntomas que los infantes Goodwin. El médico local, William Griggs, les diagnosticó que sufrían hechicería. Y la búsqueda de responsables terminó con la persecución, juicio y ejecución de más de veinte personas por 'cargos de brujería'. Sin más pruebas que el odio y sin más razón que la moral puritana amparada por la ley y la locura colectiva.

Justamente en Salem se ambienta Nación salvaje, el segundo largometraje de Sam Levinson. Una revisión actual y macarra de aquellos juicios, hoy vehiculados mediante las redes sociales, nuevo cadalso para la moral patriarcal y reaccionaria.

Nuevas formas de odiar a la mujer

Todo empieza como una broma: un joven publica un enlace anónimo que ha llegado a su mail con fotos del alcalde de Salem trasvestido y alternando con hombres. Una noticia que caldea los ánimos de la población. La risa se convierte en llanto cuando un hackeo masivo facilita la publicación de información íntima de buena parte de sus habitantes. Entonces, un nombre surge entre los posibles responsables: Lily Colson, una joven adolescente de 15 años que mantenía una relación virtual con un hombre casado y mayor que ella a espaldas de su novio en el instituto.

El prejuicio y el odio es suficiente para exigir su cabeza. Pero ni ella ni sus amigas están dispuestas a dejarse quemar en una hoguera que no es más que el arma definitiva de una moral heteropatriarcal tan arraigada en la sociedad, como peligrosa.

Sam Levinson -hijo de Barry Levinson, el aclamado dramaturgo y director de Rain Man y Good Morning, Vietnam-, afronta su nueva película con el espíritu agitado de un adolescente. Y contagia en esta historia de clarísima vocación satírica pero también divertimiento juvenil, un sentimiento revolucionario de necesidad urgente de cambio.

Por momentos, Nación salvaje parece aludir a la expresividad formal e incluso la paleta de colores del Clímax de Gaspar Noé. Por otros, querer ser la Spring Breakers de Harmony Korine sin aspiraciones intelectuales. Puro entretenimiento nihilista, esta vez sintetizado a través de un mensaje abiertamente feminista. Y vestido con un dispositivo formal apabullante.

La noción de estímulo constante lleva a Levinson a probar casi cualquier recurso que se le ponga por delante. Desde la pantalla partida a la saturación de imágenes, pasado por la ruptura de la cuarta pared e incluso de los elementos diegéticos de la narración.

Consciente de ser, en todo momento, una película de adolescentes para adolescentes, Nación salvaje prefiere estresar a aburrir. Su sana comprensión de lo gamberro como elemento discursivo, incluso disruptor, convierte su visionado en una película alejada de lo didáctico pero capaz de persuadir. Digamos, por hacerlo sencillo, que está más cerca de la mala baba de God Bless America, que del moralismo de visionado en aula y posterior redacción de La ola.

Mejor pedir perdón que pedir permiso

“En todas sus manifestaciones”, escribía la crítica cultural Eva Cid en un artículo sobre la figura de la bruja como historia de la feminidad subversiva, “parece que subyacen dos ideas constantes: el miedo y el desprecio por las mujeres no sometidas a una serie de cánones estéticos y roles pragmáticos, y la asociación de las mismas con la esfera de lo salvaje, lo desconocido, lo incivilizado”.

Eso es precisamente lo que temen los ciudadanos de Salem en Nación salvaje, una juventud que no puedan controlar. Una generación de mujeres a las que no puedan decir qué hacer con sus cuerpos, sus opiniones y sus vidas. Con su intimidad, último terreno de lo político.

A Sam Levinson se le pueden criticar muchas cosas, dado lo inflamable del material que maneja. Su mirada masculina se filtra en unas imágenes que, por momentos, sexualizan a sus protagonistas perfectamente heteronormativas cayendo en el mismo juego que pretende criticar.

Además, sus postulados se construyen siempre desde la exageración, apelando a lo sexual como omnipresente motor de la adolescencia. Tanto es así que podríamos pararnos a pensar si Nación salvaje pasaría el test de Bechdel, dado que casi todas las conversaciones que tienen entre ellas giran en torno a ellos. Incluso comete el sonrojante error de ofrecer espacio dramático a la cantinela del llamado not all men, renunciando a desarrollar sin miedos a sus empoderadas protagonistas.

Pero su alegoría en torno a la figura de la bruja y su discurso sobre cómo se construye el puritanismo patriarcal en una sociedad virtual, resulta demasiado apasionado como para no dejarse contagiar. Es una pesadilla eficiente que transgrede el relato del terror social para instalarse en el terreno del survival con mensaje.

Uno que habla de la misoginia y la homofobia en los institutos, la masculinidad tóxica y sus agresivos efectos en la adolescencia, el public shaming y la libertad sexual en redes sociales, así como de la necesidad de plantar cara a las injusticias.

Con sus desaciertos, uno no puede dejar de pensar que un producto así podría haberle resultado absolutamente revelador si lo hubiese consumido a los catorce o quince años. Qué tipo de adulto sería si, en lugar de haber crecido con American Pie, lo hubiese hecho con Nación salvaje. La mera pregunta ya vale su peso en oro.

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