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La nueva película de James Bond pone fin a una manera de entender a 007

Daniel Craig y Ana de Armas en 'Sin tiempo para morir'

Alberto Corona

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Para desgracia de sus responsables, Sin tiempo para morir es mucho más que la última película de Daniel Craig como James Bond. Después de que el actor aceptara volver a interpretarlo tras declarar que estaba harto del personaje, su nueva aventura pronto acaparó titulares por los motivos más indeseables: la salida de Danny Boyle como director, una lesión de Craig que motivó la suspensión del rodaje, los rumores de constantes reescrituras del guión y, por último, la pandemia. Sin tiempo para morir fue el primer estreno de Hollywood en ser aplazado, dando comienzo a una sucesión de retrasos que ha llevado al estudio MGM a la bancarrota y, en última instancia, a su absorción a manos de Amazon.

James Bond vuelve con una crisis aparejada que no solo es industrial, sino también de concepción y filiación al presente. Desde 2015, año de estreno de Spectre, la esfera pública se ha visto sacudida por unas sensibilidades capaces de cuestionar la expresión de masculinidad del personaje creado por Ian Fleming con mayor ferocidad que nunca, mientras el Brexit sitúa su identidad británica en un contexto nuevo y dificultoso. Pero la franquicia tiene algo a su favor para enfrentarse a todo esto: un Bond que ya no es un mero muñeco de acción, sino un personaje de cierta complejidad, vulnerable, dado a la introspección, capaz de sostener un arco dramático a través de sus iteraciones.

El Bond que Daniel Craig lleva interpretando desde Casino Royale se ha beneficiado por primera vez en esta veterana franquicia de una narrativa sólida y común a cada una de las películas. A través de ella el personaje ha evolucionado y se ha desligado de la imagen unívoca que trazó Fleming y que cada uno de los intérpretes —de Sean Connery a Pierce Brosnan— trató de matizar a su modo, topándose en su aventura número 25 con la prueba de fuego. Esto es, con el final de una saga dentro de una saga, la demostración de que todo lo planteado tenía un único desenlace posible. ¿Ha cumplido Sin tiempo para morir, dirigida finalmente por Cary Fukunaga, con estas expectativas? Y, en caso de hacerlo, ¿ha necesitado dar la espalda a un pasado fílmico de casi 60 años?

El agente camaleón

El año pasado, en plena sucesión de retrasos de Sin tiempo para morir, Eduardo Valls Oyarzun publicó James Bond contra el Dr. Brexit (Guillermo Escolar Editor) queriendo extraer todos los significados culturales del espía desde la contemporaneidad. Con este gesto suscribía unas declaraciones de Neal Purvis —guionista de la saga desde El mundo nunca es suficiente— sobre la dificultad que entrañaba hoy en día hacer un filme de Bond. “Con gente como Trump, el villano clásico de 007 se ha hecho realidad, así que va a ser interesante gestionar que el mundo se haya vuelto en sí mismo una fantasía. En cada película hay que decir algo del lugar de Bond en el mundo, que es el lugar de Gran Bretaña en el mundo”.

Purvis lo comentaba un par de años después del estreno de Spectre, cuando el “lugar de Gran Bretaña en el mundo” ya estaba marcado por el Brexit. Una realidad que no había reflejado de ningún modo el filme de Sam Mendes, pero que conectaba con ciertos elementos del personaje. “El Brexit se propuso como una recuperación de la grandeza británica, la cual se habría perdido tras situarse Reino Unido bajo la tutela de la Unión Europea”, cuenta Oyarzun en su valiosísimo ensayo, “y convocaba a aunar esfuerzos de abnegación para reestablecer la posición dominante que otrora permitió al imperio vencer las guerras napoleónicas o la Segunda Guerra Mundial”. Una reevaluación grandilocuente de la identidad británica que es inseparable del nacimiento de James Bond, en los años 50.

Las primeras novelas del personaje surgieron en el contexto de la desamortización del imperio británico, en víspera de la crisis de Suez y con el trasfondo de la Guerra Fría. Circunstancias muy específicas, que sin embargo no impedirían la adecuación de James Bond a escenarios posteriores, como explica la crítica cultural Elisa McCausland. “La configuración del personaje se corresponde a la masculinidad tecnocrática y glamurosa que se impone como imaginario en el Occidente posterior a la II Guerra Mundial. Podría pensarse por ello que está desfasado, pero basta con observar la publicidad actual dirigida a las clases pudientes para tener claro que el imaginario Bond sigue vigente”, asegura McCausland. “En los centros de poder del mundo financiero y político sigue flotando el fantasma de Bond como legitimación de una masculinidad de traje, perfume rancio y reloj de oro”.

Oyarzun, por su parte, rastrea esta codificación de la masculinidad hasta cien años antes, cuando se alineaba con el periodo victoriano del imperio británico (1837-1901) y localizábamos aquella era dorada a la que Fleming se quería remontar para constituir a su héroe. La épica de los grandes hombres, teorizada por Thomas Carlyle, respiraba a través de Bond antes incluso de saltar al cine y ser un éxito internacional, deleitando al mundo con sus aventuras escapistas mientras canalizaba las aspiraciones patrióticas de sus conciudadanos. “La ficción geopolítica de James Bond no es sino la fantasía de que la capacidad de Reino Unido de dar forma al mundo, más que desaparecer, se ha transformado”, escribe Oyarzun. “Según este postulado el imperio, con su carga de grandes ilusiones e ímpetu masculino, no ha quedado suprimido sino reprimido: se ha convertido en ‘secreto’”.

¿Significa esto que James Bond está comprometido ideológicamente con el Brexit? Oyarzun no lo cree, puesto que él y McCausland coinciden al señalar una maleabilidad consustancial a la figura de 007, sea quien sea su intérprete: una que entraría en conflicto con los postulados monolíticos que precipitaron la salida del Reino Unido de la Unión Europea. “La diversidad en tanto consecuencia racional e integradora, propia de lo británico, forma parte de la identidad de James Bond”, concluye Oyarzun, mientras que McCausland asocia la naturaleza de 007 como significante líquido a su capacidad de adaptación. Sea cual sea el momento histórico, o las manifestaciones canónicas de género.

“Cada encarnación de Bond ha supuesto una sublimación de los imaginarios de la masculinidad del momento y, en cierto modo, también una crítica a los previos”, sostiene McCausland. “El Bond de George Lazenby es una aguda visión del hombre beta, atormentado por la presencia de un macho alfa que no puede suplantar; el Bond payaso de Roger Moore reacciona al feminismo de segunda ola; el Bond de Pierce Brosnan reafirma su masculinidad en los 90 como sparring de las mujeres fuertes típicas de la época… y en cuanto a Daniel Craig, lidera un reboot a la estela de Jason Bourne cuando, tras los atentados del 11S, es imposible creerse a un superagente elegante combatiendo a villanos sofisticados”. Craig es el Bond de nuestra época, es decir, “el arquetipo de bestia con corazón y sin identidad, siempre a la carrera y atrapado en un físico espectacular”. Y su tiempo se acaba.

La misión más difícil

“Nunca hay dos Bond iguales, nunca los ha habido, y la capacidad de estas producciones para adaptarse de forma oportuna y oportunista al zeitgeist es una de sus grandes cualidades”. En la larga espera que ha precedido el estreno de Sin tiempo para morir, todo apuntaba a que la capacidad de adaptarse que cita McCausland se limitaba a enfocar de un modo distinto las relaciones del espía con las mujeres, víctimas hasta ahora de la manipulación, el maltrato o el despecho. Phoebe Waller-Bridge, reclutada luego del éxito de Fleabag como guionista, se apresuró a declarar que esto no significaría modificar el carácter del personaje, y algunos meses después causó la controversia de rigor en redes sociales la decisión de darle el rango 007 a una mujer negra, interpretada por Lashana Lynch.

Antes que hablar de un encaje artificioso a dinámicas que no tenían tanto pábulo hace menos de un lustro, sin embargo, habría que entender la naturaleza última de la etapa de Craig, que como asegura McCausland es eminentemente continuista. “Tanto Craig como Sean Connery, el primer Bond, comparten una iconicidad física, una primacía de lo puramente muscular, que los equipara como ídolos de clases sociales que no encuentran una sublimación adecuada de sí mismos en la sofisticación de la tecnología, la buena mesa, la ropa de marca y la fluidez de idiomas”. Con este regreso a la cercanía visceral de los inicios parece evidente, por otra parte, que Craig ha incorporado algo inédito: una vulnerabilidad emocional más propia de la versión de George Lazenby cuya única película, 007 al servicio secreto de Su Majestad, es homenajeada insistentemente en Sin tiempo para morir.

No es algo caprichoso. Tanto Skyfall como Spectre ofrecían diversas retrospectivas a la etapa clásica de la saga —combinando el realismo sucio post-11S con la otra gran tendencia del cine comercial de este siglo, la nostalgia—, y parecían hacerlo acorde a la lenta conversión de este Bond renacido en el Bond de siempre. “La naturaleza básica del personaje es la que es”, reflexiona McCausland al tiempo que descarta que tuviera sentido sustituir a Craig en el futuro por una mujer o una persona racializada, “y es muy difícil de cambiar pues responde a un arquetipo muy determinado”. “La última etapa es un buen ejemplo de ello: por muy humana que quiera ser, no se ha renunciado a las señas de identidad nacionalistas, tecnológicas y consumibles del personaje”. Pero la conversión ha llegado a su fin en Sin tiempo para morir, y sorprendentemente ha sido una en la que parece haber pesado más su carácter de secuela de películas previas que su condición de marca incombustible.

La última aventura de Craig, de hecho, no se preocupa tanto de resituar a Reino Unido en las coordenadas del Brexit como de trascenderlas a la hora de acentuar las particularidades del Bond que presentó Casino Royale, y propulsar un heroísmo tan actual como vinculado a las prerrogativas de Carlyle bajo el marco victoriano. Un heroísmo “como fuerza ajena al flujo de la historia que corre en paralelo a ella, trascendiendo el tiempo”, según se cita en James Bond contra el Dr. Brexit, y según se ha replicado con afán religioso en Sin tiempo para morir. Este nuevo heroísmo está marcado por la apertura sentimental, la interiorización de los afectos y el rechazo a la masculinidad claustrofóbica que instauró Connery y Craig había querido perseguir, topándose en esta entrega final con el fracaso definitorio.

Es por ello que el filme acaba resultando tan emotivo. Porque la despedida de Craig es también la despedida de un Bond que ha crecido con sus espectadores sin necesidad de cambiar de rostro, conservando las cicatrices de cada misión e impugnando, como es tradición en la saga, todos los constructos de masculinidad que le precedían. Es posible que la forma tan directa que tiene de hacerlo violente a los fans más puristas, pero Sin tiempo para morir nunca pierde de vista su misión: demostrar que Bond tiene todo el tiempo del mundo, toda la vida por delante, para seguir dialogando con su tiempo, y mutar en consecuencia.

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