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RUIDO Y SILENCIO

Pero hermoso

Duke Ellington en el KFG Radio Studio en 1954

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Fue hace la tira de años, en el Festival de Jazz de Vitoria, cuando Lester Bowie apareció en escena y mi vida cambió para siempre. Era una noche de esas en las que las estrellas se dejan alcanzar con la mano, Lester Bowie iba vestido con su bata blanca y la explosión de su trompeta corría por mis venas junto a la sangre y la mala reputación. 

No hay un recuerdo desde entonces que no venga acompañado por la melodía y la improvisación de una canción de jazz, de uno de esos temas que te ponen al borde del abismo y te empujan a volar. Round Midnight, Waltz For Debby o My Funny Valentine son algunas canciones con las que me suelo arropar cuando la soledad y la lluvia se ponen de acuerdo para borrarme la sonrisa. Porque hubo un tiempo, cuando aún vivía en Madrid, que me sentía tan deshabitado por dentro que lo único que necesitaba era un vaso de güisqui y la voz de Billie Holiday para salir a flote de cualquiera de aquellos charcos en los que siempre acababa metido hasta el cuello. Por eso, cada vez que escucho jazz me llega hasta el paladar el sabor a madera tostada y a lágrima sucia, a derrota, a insomnio y a verdad.  

Por estas y otras cosas hoy vengo a recomendar un libro que suena a jazz desde la primera página. Se titula Pero hermoso (Random House) y lo ha escrito Geoff Dyer. Empieza con Duke Ellington atravesando la noche, de camino a uno de sus conciertos. Viaja en el asiento de un automóvil que vibra con el rugido de la carretera. La ventanilla está abierta para que el conductor no se duerma al volante; y entra frío. Todo lo que va a suceder a partir de este momento va a ser puro jazz, es decir, la música más libre del mundo nacida en los campos de algodón, cantada por esclavos y llevada a los burdeles para entretener a los puteros mientras esperan turno; ese mismo jazz que se altera cuando llega a Nueva York y toma el pulso al bebop, y que se hace cool en la Costa Oeste cuando Chet Baker lo interpreta con la hermosa elegancia de un maldito, siguiendo la estela de ese otro gran perdedor que fue Scott Fitzgerald. 

Fitzgerald conoció la fama, el champán y sus burbujas. Cuando la copa se hizo añicos, sus novelas dejaron de existir. Su nombre se había borrado de las librerías y su literatura dejo de interesar a los críticos y mandarines de los selectos cielos del arte. Algo parecido fue lo que le ocurrió a Chet Baker, cuyos últimos años de vida fueron al galope lento de un caballo anestesiado. La depresión se hacía sentir cada vez que dejaba la nota colgada en el aire, como el interrogante de una pregunta sin respuesta. Y qué decir de Lester Young; donde otros gritaban él susurraba. Su sonido era delicado y triste, pero colorido también, como esas flores que brotan junto a las tumbas y las cunetas. Cuando Lester tocaba el saxo lo inclinaba hacia un lado, buscando la perpendicular del instrumento con la raya de su pantalón. 

Es Lester Young quien aparece en la portada de este libro que más que leer se escucha como una de esas melodías que te arrastran a ese lugar de donde no se vuelve,  ese mismo lugar en el que yo me encuentro desde una lejana noche en la que Lester Bowie apareció en escena armado con su trompeta; dispuesto a cambiarme la vida para siempre.

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