'Las hijas horribles', el libro que explica por qué ninguna lo es
Maternidad: Estado o cualidad de madre. Paternidad: Cualidad de padre. Fraternidad: Amistad o afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como tales. ¿Y qué palabra sirve para definir lo que implica ser hijo? La periodista Blanca Lacasa Carralón se hizo la misma pregunta y, ante la desamparada ausencia de término, propuso 'hijidad'.
Siete letras con las que poder nombrar algo que forma parte de cada persona por el mero hecho de existir. Y quizás también el motivo por el que no se le ha concedido mayor protagonismo ni reflexión. Un desangelado hueco de silencios, culpa e interrogantes a los que la escritora ha tratado de dar respuesta en Las hijas horribles (Libros del KO).
Un ensayo que indaga en lo que subyace de la habitual tensión entre madres e hijas en busca de respuestas, de ampliar las miras y de entender, conciliar y acompañar. Frente al silencio imperante en generaciones que tuvieron que callar la culpa, la angustia y la condena de la exigencia, Lacasa resquebraja la norma para dar espacio a emociones que hacía falta vomitar, invitar a abrir conversaciones que siempre estuvieron encima de la mesa –pero debajo del mantel–; y cuestionarlo, todo, para generar mejores vínculos. Más sanos, menos solitarios, más generosos. Y sin que sea la empatía lo que resuene.
El libro va mucho más allá, desmenuza y revienta los constructos para cimentar unos nuevos armados desde la entraña, el cerebro y el corazón; atravesados por la responsabilidad individual de no conformarse con quejarse. Los cambios más profundos no se dan automáticamente por entender lo que siempre estuvo latente e invisible, hace falta hacerse cargo.
Lacasa cuenta en su volumen con testimonios de teóricas y de una amplia lista de mujeres que hablan de sus experiencias como madres e hijas, teniendo sobre todo en cuenta el segundo papel. “Sobre el lacerante y claustrofóbico tópico de la mala madre se erige el no menos culposo y paralizante de la hija horrible”, escribe en sus páginas.
Y apunta: “Si terrible es reconocerse como madre arrepentida, peor es sentirse mala hija. La hija ingrata, desleal y desagradecida. La hija egoísta, olvidadiza y despiadada. La hija que decepciona, que defrauda y hiere. La hija rebelde. Nos está prohibido cuestionar a nuestras madres. Y es nuestro deber y salvación respetarlas, idolatrarlas y darles gracias siempre y en todo lugar. Así que, en este contexto, ¿cómo nos vamos a atrever a hablar de esto?”.
“En las relaciones entre madres e hijas nos hemos movido mucho en blancos y negros. En la 'mala madre' o la 'madre perfecta', cuando hay una escala de grises infinita. Forma parte de una mitología que nos han hecho creer”, explica a la periodista a este periódico. Por ello incluye en el libro menciones a títulos de cine y ejemplos dentro de la publicidad. “Son artefactos que están creando nuestro constructo mental. Conforman nuestra idea de cómo son las cosas y ni la maternidad como la 'hijidad' no iban a escapar de ello”, comenta.
Un campo en el que la maternidad se convirtió en el mejor reclamo fue el cine de género: “Las madres como seres terroríficos, capaces no solo de engendrar el mal, sino de educarlo, darle forma y lanzarlo al mundo”. Aquí se enmarcan ejemplos como Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), Inseparables (David Cronenberg, 1988) y Angustia (Bigas Luna, 1987).
“¿Cuántas historias de madres contadas por directores hombres hemos visto? No estoy diciendo que no se puedan hacer, de hecho nos ha dado grandes películas, pero tampoco está de más que sean las mujeres quienes hablen de esto. Es interesante cómo de repente se pone el foco en otro lugar”, valora. Algo que en su opinión han logrado títulos como Petite Maman (Céline Sciamma, 2021), Viaje al cuarto de una madre (Celia Rico, 2018), Lady Bird (Greta Gerwig, 2018), La hija oscura (Maggie Gyllenhaal, 2021) y Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022).
Un sesgo heredado
Las relaciones entre madres e hijas interpelan desde la sangre y pueden extrapolarse al mundo más allá de lo que ocurre en cada hogar. Pese a que las mujeres partieron de tener el poder de salvaguardar la subsistencia, el yugo del patriarcado ha funcionado desde la prehistoria como la mayor y más pesada cadena. “Es muy difícil mirarlo y no pensar: ¿Pero qué engaño es este? Responde a un sesgo de género que existe desde hace mucho tiempo”, lamenta Lacasa.
De puertas afuera, cabría preguntarse si este encierro podría haber tenido consecuencias en la propia historia: “Cuando estás alimentando que la gran identidad y función de las mujeres sea una, la maternidad; la estás condenando al espacio doméstico. Si a la mitad de la población le estás diciendo que su lugar es el espacio privado y que el público es de los hombres, está muy claro quién va a marcar los hitos históricos. Es una manera de silenciar. Es una herramienta de control social como lo son la culpa y el miedo”.
Si a la mitad de la población le dices que su lugar es el espacio privado y que el público es de los hombres, está muy claro quién va a marcar los hitos históricos. Es una manera de silenciar. Una herramienta de control social como la culpa y el miedo
En un plano anterior, la periodista reconoce que en lo que vio “mucho paralelismo” es en “cómo están construidas las relaciones románticas. La dependencia, que una sola persona tenga que colmar todas tus necesidades, esa cosa del Príncipe Azul que es un poco la 'madre perfecta'”.
La maldita exigencia
Uno de los motivos por los que Las hijas horribles es conciliador es cómo desgrana las opresivas consecuencias que tiene la omnipresente y maldita exigencia. “Estas madres entrenadas en ser las mejores para sobrevivir, nos formarán a nosotras, sus herederas, en la disciplina de ser nuestras peores y más severas juezas. Generaciones de mujeres chapoteando en un lodazal de exigencia. Mujeres, como bien decía Simone de Beauvoir, aleccionadas para convertirse en esclavas e ídolos”, escribe Lacasa.
“En el libro abogo por que nos quitemos esta exigencia, incluida la que cae sobre nosotras mismas, porque también quitará la que tenemos sobre nuestras madres. Entender que son mujeres que hicieron lo que pudieron... Hay que entender el fallo y entender que nosotras también podemos fallar”, expone la autora, que define la exigencia como “una losa gigantesca”. “Siempre estamos cuestionando si seremos lo suficientemente buenas hijas, buenas madres, jefas y empleadas. Es demoledor”, lamenta.
En parte porque, además, el cabreo está mal visto. “El enfado es un sentimiento que se nos ha negado históricamente”, critica Lacasa por cómo la ira opera como si restara encanto y atractivo. “La agresividad no es femenina. No está culturalmente bien visto que una mujer lo sea. Este tácito impedimento de manifestar nuestra rabia lleva implícita una sumisión que puede desembocar en depresión”, advierte la escritora.
Hablar como acto de generosidad
Ha pasado más de un siglo desde que Emilia Pardo Bazán dijera: “La maternidad es una función temporal, no puede someterse a ella entera la vida: Todas las mujeres conciben ideas, pero no todas las mujeres conciben hijos'”. Lacasa tacha de “desolador” que haya pasado tanto tiempo y que “sigamos en las mismas”. Aun así, defiende: “Las cosas están cambiando. Hay otras aproximación a todo lo que supone ser madre y espero que empiece a haberla en lo que supone ser hija”.
La periodista cita como ejemplos dentro de la ficción que están plasmándolo la novela Papá nos quiere de Leticia G. Domínguez y la serie La Mesías de Javier Calvo y Javier Ambrossi. “De repente están cuestionando qué pasa con las familias y los traumas que generan, y muy desde el punto de vista de los hijos. Algo a lo que quizás no le hemos hecho caso e igual hay que hacerlo. Pero no por un afán de victimizarse, sino para poder estar mejor. Y que las relaciones a futuro entre las familias, madres, hijos y sentimentales sean también mejores”, sostiene.
Conseguirlo, eso sí, tiene que pasar por el diálogo: “Lo único que hace no hablar es enquistar las cosas, que exploten y se repita el patrón. Investigar sobre este tema es un acto de amor y generosidad. No me voy a quedar encasquillada en los encontronazos, voy a intentar entender por qué está pasando eso. Con la conciliación como el mejor de los caminos, y responsabilizarse. Tengo estos traumas y estas herencias, vale. A ver ahora qué haces con ellas”.
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