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RUIDO Y SILENCIO

De purísima y oro

El cantautor Joaquín Sabina en el acto de entrega del título de Hija Predilecta de Madrid a Almudena Grandes, en el Teatro Español.

Montero Glez

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Hace unos meses, con motivo del entierro de Almudena Grandes escribí una pieza donde los momentos iniciáticos de la escritora se sincronizaban con su despedida a través de un hilo musical que cosía dos canciones. Una canción era 'A contratiempo' y otra 'Noches de boda'. La primera, cantada por Chicho Sánchez Ferlosio; la segunda, cantada por Joaquín Sabina y que fue la elegida para que sonase en el último adiós a Almudena. 

Con todo, en realidad, la canción de Sabina que más le gustaba a Almudena era 'De purísima y oro', un tema que al igual que 'Noches de boda' se incluía en el disco '19 días y 500 noches'. De esto me entero leyendo el libro que acaba de sacar el sobrino de Sánchez Ferlosio, el bueno de Máximo Pradera, y que se titula 'Están tocando nuestra canción' (Kultrum), un trabajo que es todo un festín musical donde Pradera, con el tono gamberro que le caracteriza, nos ilustra acerca de los temas favoritos de personajes tan dispares como Napoleón, Saddam Hussein o Adolf Hitler, sin olvidarse de Francisco Franco para dar paso a mujeres de la talla de Marlene Dietrich, Lauren Bacall, Patricia Highsmith o la mismísima Almudena Grandes, quien, además de escuchar a Joaquín Sabina, escuchaba la Tosca de Puccini.

Según sigue contando Máximo Pradera, la canción 'De purísima y oro' no sonó en el entierro y fue cambiada por la célebre 'Noches de boda' para no herir susceptibilidades antitaurinas. Llegados aquí, cualquier persona con un mínimo de sensibilidad que escuche 'De purísima y oro' se dará cuenta de que es una canción cuya letra va más allá de la polémica que ofrece la tauromaquia. La canción de Joaquín Sabina es un fresco pintado con los colores ocres de la posguerra donde hambre y estraperlo fueron categorías que, junto al miedo, arraigaron en una época dura y plena de símbolos funestos que Almudena Grandes recogió en sus 'Episodios de una guerra interminable'. Con estos símbolos describió el imaginario de aquellos años a la manera galdosiana.

Como no podía ser menos, en la canción de Sabina aparece la figura de Manolete vestido de purísima y oro –en realidad iba de palo rosa y oro– cuadrando a un toro de nombre Islero en la plaza de Linares, animal que simbolizó su muerte y, con ello, el fin de la posguerra. Porque todo principio y todo fin necesita su fecha, y nuestra posguerra terminó para el imaginario colectivo en aquella plaza de Linares, el 28 de agosto de 1947. 

Por eso, si Joaquín Sabina hubiera obviado el acontecimiento, hubiese dejado a su canción a falta del símbolo más significativo de aquella época. Con su falta, el relato racional de la posguerra construido a partir de dichos símbolos no hubiese podido completarse. El pensar que la citada canción de Sabina es una canción taurina –aunque Joaquín sea taurino– es pensar de manera equivocada. Lo cuenta muy bien Máximo Pradera en su nuevo libro.

Con todo, la sensibilidad nos lleva a empatizar con Luis García Montero, al que conocí en persona hace unos días y me pareció un tipo de un natural sencillo como lo son grandes artistas y cuya difícil elección en momentos tan jodidamente duros ha de ser respetada.

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