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Crítica

Angélica Liddell lanza un grito ante la ausencia de Dios y la dictadura de la razón

'Liebestod', de Angélica Liddell

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La escena es una gran plaza de toros; en el centro del albero entra Angélica Liddell, sola, sentada, con una mesa y una silla, con una copa de vino y unas cuchillas. Se inflige unos pequeños cortes a la altura de las rodillas, comienza a sangrar y dice: “Y por si esos imbéciles son capaces de comprenderlo, dígales que el toreo es un ejercicio espiritual. ¿Quién ha dicho que hagan falta piernas para torear? Olvidarse de tener cuerpo, querer morirse, es lo único que hace falta para torear”. Suena el tema de Asingara de Las Grecas, Liddell pasa un pañuelo sobre sus piernas ensangrentadas y muestra el paño blanco con rastros rojos al público. Así comienza Liebestod (muerte de amor en alemán). Así comenzó este jueves la 41 edición del Festival de Otoño en la sala grande de los Teatros del Canal.

La obra se estrenó hace dos años en el Festival de Aviñón. Después, Liddell ha realizado otros dos trabajos, Terebrante (2021) y Caridad (2022). Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte, que es el título completo de la pieza, es una antesala de estas otras dos, y es además la obra que esta artista realizó tras las dos que dedicó a sus padres que acababan de fallecer. Liddell es una creadora que lleva años confesando en sus creaciones su adicción al teatro y la escritura. Más que su adicción, su dependencia de un arte en el que no hay nada que la sustente fuera de él. Trabajo o suicidio, algo que puede sonar exagerado pero que no lo es tanto.

En esta pieza Liddell reúne dos fuentes para trabajar. Por un lado, la figura de Juan Belmonte, revolucionario del toreo que acabó suicidándose con una pistola. El periodista Chaves Nogales, en una de las biografías más imponentes de la literatura española, Juan Belmonte, matador de toros, supo dibujar esa naturaleza animal que toreaba con el espíritu, donde las facultades no importaban y donde confluía toda una época. No es baladí que el siguiente trabajo de Liddell, Terebrante, versase sobre otra figura implosiva, de una gran carga intelectual pero sin formación ni academia: el cantaor Agujetas de Jerez. En ambos casos, Liddell vampiriza las figuras de estos monstruos de la naturaleza. Unos monstruos de una hondura precartesiana, donde la razón no reina y todavía hay una ligazón de su arte con lo religioso, la trascendencia y la revelación.

La otra fuente de esta pieza es la leyenda de Tristán e Isolda. Una historia popular, precristiana, que fue vertida en romance en el siglo XI y que bebe de tradiciones celtas e incluso vikingas. Liddell parece trabajar más con la tradición romántica de la ópera de Wagner, pero no hay que desdeñar ese origen ya que la pieza está creada desde y para Francia. Liddell es frontal, lo lleva siendo desde los noventa, y en esta pieza hay un furibundo ataque a la sociedad meritocrática y racionalista francesa. “Todos esos niños franceses educándose como si Dios no existiera, privándoles incluso de albergar dudas sobre su existencia”, dice Liddell preguntándose cómo va a ser posible la aparición de un último Jean Genet, Arthur Rimbaud, Louis-Ferdinand Céline o Antonin Artaud, cuando en los teatros de París solo quieren “a Sade sin Sade, a Pasolini sin Pasolini, a Fassbinder sin Fassbinder”.

Un comienzo de obra interrumpido y cercenado

Con estas dos inspiraciones, Belmonte y la tragedia romántica, Liddell va trazando la obra. Cabe destacar el ritmo de la primera hora del espectáculo, donde la repetición y la acción física reinan. Liddell se enfrenta a una gran estatua de toro bien realista situada en el centro del escenario. El toro es símbolo de muchas cosas en esta obra. Es la muerte, el miedo. Miedo a la desaparición, a la extinción, pero también a no estar a la altura, a no ser amado. Así lo es en la primera parte de la obra, un toro de origen más “belmontiano”. Pero ese toro, sobre el que Liddell se exaspera, que reta, que desprecia, va convirtiéndose en el propio Tristán y la artista en Isolda, esas dos figuras que ya enamoradas bebieron un elixir que los llevó al paroxismo. El amor como único sentido de la vida, cómo la única manera de ver el rostro de Dios, y cómo su ausencia será la tragedia personal de la artista en esta pieza.

Es esta primera parte, quizá más pesada para el público, donde Liddell ofrece el ritual. En la función que inauguró el festival aconteció que un espectador indispuesto se desmayó en uno de los pasillos de la sala. Al estar inconsciente y sin respuesta durante más de tres minutos, la organización decidió parar la función. Finalmente, el espectador pudo recobrar la consciencia, fue trasladado a un hospital y dado de alta sin más trascendencia. Pero el ritual, esa primera parte difícil y frágil, fue roto y costó retomarlo.

Además, una escena de esta primera parte, donde varios figurantes deberían haber sostenido a recién nacidos en sus brazos mientras se les ungía con vino en escena, no pudo realizarse. Una alocución de la compañía antes de comenzar la pieza informó de que esta escena no podía llevarse acabo por el artículo 16 del convenio colectivo de actores y actrices de Madrid del 6 de junio de 2005 que prohíbe que menores de cuatro años trabajen en un teatro. “Esta escena se ha realizado en Francia, Bélgica, Suecia, Alemania, Canadá, Austria, Cataluña y en Sevilla sin ningún problema”, se incidía en el mismo comunicado.

Esta primera hora de función es donde Liddell abre el camino en el que ahora está inserta y que ha ido desbrozando en sus trabajos posteriores. Lamentablemente no se dieron las condiciones para poder apreciarla con mesura. La parte acaba con un homenaje al pintor Francis Bacon, una res descuartizada desciende desde lo alto y la lectura de los Tres estudios para una crucifixión del pintor inglés se impone. La bestia está muerta y con ella el amor. Queda la cruz. Se proyecta un texto que reza: “Y como el toro no me mataba…”. En ese momento la obra vira.

Sin Dios

Liddell comenzará a ametrallar un texto con esa manera ya suya donde la palabra se escupe y se hace cuerpo. No se enferma el cuerpo como en otras ocasiones, pero aun así Liddell ofrece un texto durísimo, de una exposición infinita. Liddell se dirige a ella misma en tercera persona, confiesa que trabaja y escribe porque su vida “es una mierda”: “Eres una puta vieja, y no has conseguido que nadie te quiera (…) estás aquí para recibir el amor de todos estos desconocidos, hoy estás trabajando en este teatro porque nadie, absolutamente nadie, te ama en el mundo real”.

El ataque a sí misma es completo, sin filtro, se define a ella misma como un saco de excrementos egoísta del que la gente se está comenzando a cansar. Es más, confiesa algo difícil de oír en un artista, que es cómo su trabajo, basado en la fe y la iluminación, fue convirtiéndose en una pueril responsabilidad cuando comenzó a recibir premios y más premios. “Habías sustituido la tragedia por el sentido del deber”, sostiene en un momento.

El texto, de gran longitud, pasa a atacar a los demás, se convierte en una retahíla de insultos inmisericordes y desequilibrados. Primero a la gente del teatro; a sus fans que tilda de “entusiastas bobalicones e intrascendentes”; a los actores, especialmente a las actrices a quienes define como puercas mentirosas. El texto desbarra, en alguna de sus partes es injusto, imposible defenderlo éticamente. “Entre un Caravaggio y una persona salvarías el Caravaggio, sin dudarlo un instante”, afirma.

Pero esta falta de moral es ante todo volitiva, Liddell la utiliza para llegar donde quiere, la denuncia de una sociedad, la francesa y por extensión la española, donde toda ansia de trascendencia ha desaparecido en pos de una razón omnipresente y castradora que hace que la juventud en vez de soñar con flores y metralletas se manifiesten para asegurar sus pensiones, donde el proletariado está empachado de derechos y falto de cualquier fe. El texto concluye: “El nuestro es un tiempo que llega a su fin. Alguien vendrá y se aprovechará de esta ausencia atroz de razones para existir. Alguien se aprovechará de la ausencia de Dios. Por lo que a mi respecta, propongo una teocracia. No considero otra solución más que la del espíritu”.

Liddell es consciente de su fuerza en este formato de palabra, grito e insulto. Y también lo es de que ese es el formato que se espera de ella, lo que le gusta a los espectadores. La eterna condena del artista que ve cómo el público quiere lo que ya conoce, exige la repetición de un placer o una convulsión pasada. En esta ocasión Liddell lo ofrece. Cabe señalar que todo este monólogo será dicho con un cuchillo en el frontal del espacio.

La obra concluirá con una imagen de una pietà romántica, con Liddell sujetando al actor Patrice Le Rouzic bajo un letrero de Rimbaud. Le Rouzic tiene amputada una pierna y un brazo y representa un medio Cristo medio Tristán cercenado. Liddell lo acuna y aboga por el suicidio, qué razón queda para existir, se pregunta la artista. La obra se convierte en un responso suicida y negro. Quizá ese demasiado negro final y ese difícil comienzo hicieron que el aplauso, aunque entregado, no fuese furibundo como en otras ocasiones. Y eso en el teatro de Madrid que últimamente se aplaude todo como si no hubiera un mañana. Es paradójico que en la obra donde Liddell vuelve a oficiar como predicadora verborreica y de lengua bífida la respuesta de no sea tan entusiasta.

El teatro de Liddell lleva años mutando: unas veces se presenta más críptico como en Una costilla sobre la mesa: padre o Tenebrante; otras, como en el caso de Caridad, con un corpus filosófico y literario que apabulla. En todas ellas sigue habiendo modos y maneras reconocibles como la capacidad plástica, el uso simbólico de los objetos (bien relevante en Liebestod) o la libertad insurrecta de los discursos, por enumerar algunos. Liebestod es en este sentido muy reveladora, qué hacer cuando no te queda más vida que el trabajo, cuando el arte barre y sustituye todo, cuando ya no es posible el amor, cuando estás a punto de claudicar, del suicidio, qué hacer entonces, por qué hacer teatro. La pregunta va más allá del estilo, de la capacidad artística, del tema tratado. Ese es el ritual que abrió este Festival de Otoño que ahora comienza.

Pero si todo eso estaba en lid en escena, en el patio de butacas se vivió otra función, más de astracanada, más propia de Muñoz Seca, de La Venganza de Don Mendo con todos sus puñales y maniobras palaciegas. Hace cinco días, a menos de una semana del comienzo del Festival, la Comunidad de Madrid en un comunicado de Mariano de Paco, consejero de Cultura Turismo y Deporte, anunció que la Comunidad prescindía de Alberto Conejero como director artístico del Festival y anunció que Pilar Yzaguirre, fundadora del certamen y que roza la edad de 87 años, será la encargada de dirigir el Festival. El contrato de Conejero finalizaba en diciembre.

En el estreno de Liebestod, que inauguraba el Festival, en la fila de autoridades se pudo ver a Alberto Conejero solo, sin ninguna compañía institucional. Ninguna autoridad de la Comunidad asistió, tampoco estuvo la directora de los Teatros del Canal, Blanca Li, que oficiaba como anfitriona. Unas ausencias que uno de los festivales más relevantes de este país no merecía. “Técnicos, funcionarios y figurantes. ¿Qué historia del teatro es esa? (…) Ninguna excelencia, ninguna entrega, ningún amor, ninguna humildad, ningún servicio, ninguna obediencia, ningún respeto y ningún deber”, dice Liddell en su obra. Parece equivocarse poco en su radiografía.

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