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Crítica

Una Electra para el pueblo

El elenco de los cuatro actores de la obra 'Electra' dirigida por Fernanda Orazi

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Viajar a los cimientos del teatro, a la base fundacional, a los textos primigenios y buscar qué hay ahí que tenga que ver con la escena de hoy, con la posibilidad de decir y encarnar. Ese es el viaje que propone la directora Fernanda Orazi en Electra, la obra que este jueves se ha estrenado en el Teatro de la Abadía y que supone una de las primeras apuestas de la nueva dirección de este teatro madrileño a cargo del premio Princesa de Asturias de las Letras, Juan Mayorga.

La historia es conocida, Electra y su hermano Orestes tienen que vengar la muerte de su padre Agamenón a manos de su madre Clitemnestra y su amante Egisto. Pero cómo representar hoy esa tragedia, llena de maldiciones míticas que llevan al desastre tanto al héroe como al pueblo de Micenas. Cómo representar un mundo donde la ética emana de los dioses, donde el ser humano es regido por el destino y la fatalidad, donde Clitemnestra y por extensión la mujer, es traicionera, depositaria del mal: figura de la tiranía para Esquilo, amenaza de ruina para la ciudad en Sófocles, usurpadora de las funciones de lo masculino en Eurípides.

El primer paso que da Orazi es evidente. Desmitifica y acerca. La obra arranca con los actores sentados entre el público. Comenzará con el pedagogo (Javier Ballesteros) fumando en pipa y diciendo a Orestes (Juan Paños), con un lenguaje de otro tiempo, pero con un tono cotidiano y coloquial, que ya le ha llegado el tiempo de vengar a su padre. La escena, vista a posteriori, contiene dos de los principios fundamentales que moverán la obra.

El primero es el recurso de estar sentado entre el público. Algo mil veces hecho pero que en este caso recoge y sintetiza la propuesta. Esta Electra, aunque parapetada en un tono coloquial que parece querer apartar todo viso de trascendencia a la obra, recoge uno de los elementos primigenios del teatro griego. El arte es del pueblo, surge de él y es el pueblo el que lo conforma en ese rito en el que se reúne y que hoy llamamos función teatral. Sin decirlo y sin subrayarlo, Orazi hinca el diente a Nietzsche y su concepción dionisiaca de la tragedia griega, ese momento de la tragedia donde no importa el héroe, donde no reina la razón ni ha entrado todavía la 'individualización' y el teatro es ese encuentro donde se da el principio de unidad en el que el público, el coro y los actores fluyen en un mismo río.

El tratamiento que Orazi hace del coro en esta obra es quizá uno de los grandes aciertos del montaje. Los actores, desde las butacas, son el coro. El pueblo es el coro. Desde ahí increpan a Electra (Leticia Etala), la señalan, le advierten. Lo hacen a la vez, pero no al unísono. Comienza uno, otro le sigue segundos después diciendo lo mismo, al poco el tercer actor también entra. Se provoca así una repetición, un ruido, una especie de ditirambo que es clamor, conciencia y presencia del propio público en la obra. El efecto es tal que, a mitad de obra, en el estreno, parte del público también se animó a decir, a preguntar a los actores o a valorar las ganas desmedidas de venganza de Electra o la manera de morir de Clitemnestra (Carmen Angulo).

El segundo principio presente en esa primera escena es un elemento: la pipa. Un actor que representa una tragedia griega escrita hace más de dos mil cuatrocientos años porta una pipa, un elemento del teatro burgués del siglo XIX y XX que hoy es símbolo del teatro viejuno pero que en ese contexto podría acercar el texto clásico a un mundo más 'moderno'. Esa pipa es una paradoja y una declaración de intenciones. Una paradoja, llena de ironía, pero que patentiza la contradicción de querer representar desde el presente una tragedia griega. Y una declaración de que la obra se hará a través del distanciamiento que nos da el humor.

Juego actoral

La tercera pata donde se mantiene esta obra es la actuación. Fernanda Orazi, de nacionalidad argentina, es bien conocida y querida como actriz en este país. Llegó a España de la mano del argentino Ciro Zorzoli en 2005, con un hermoso espectáculo, Ars Higiénica. Y se quedó. Formó tándem y método propio con Pablo Messiez con aquellas tres obras que sirvieron para darlos a conocer: Muda (2010), Ahora (2010) y Los ojos (2011). Un teatro centrado en el actor, en una actuación donde se fusionan palabra, emoción y fisicidad. Luego llegarían más obras, otros directores. En cada obra, Orazi despuntó por otra manera de hacer.

Fernanda Orazi es un laboratorio actoral andante. Lleva años trabajando en soledad, haciendo esa labor ímproba del actor que no solo consta de trabajo teatral y donde todo —un cuadro, un libro o una película—, está encaminado en seguir formándose. Y ese trabajo, como no podía ser de otro modo, lleva más de diez años trasladándose a un laboratorio con actores que Orazi va impartiendo de manera ininterrumpida. De ahí surge esta obra, de ese trabajar y desmenuzar buscando en escena con otros actores cómo decir, cómo abordar un personaje, preguntándose qué es una obra, de dónde surge. En el montaje de Electra quizá el espectador aficionado vea modos que le recuerden a los trabajos de los directores con que Orazi ha trabajado, como Messiez o Remón. Y es cierto. Algo que habla de cómo un actor da y aporta a una obra. Algo que pone en solfa la tendencia a centrarse en los denominados lenguajes de los directores teatrales.

En esta obra, Orazi traslada ese conocimiento, ese saber hacer, a sus cuatro actores con diferentes resultados, pero consiguiendo que haya una unidad en el decir sin que se uniformice, permitiendo que las excelencias de cada uno también se hagan presentes. Así, por ejemplo, la fisicidad de Carmen Angulo reina al final de la obra en la muerte de Clitemnestra. Y de igual manera, Juan Paños, que ya venía dando avisos en montajes como La cabeza de dragón de Valle-Inclán que dirigió Lucia Miranda en el Centro Dramático Nacional esta misma temporada, despliega capacidad en presencia y palabra. Paños es también mago, algo de eso hace en este montaje donde su papel de Orestes capta la atención del espectador desde el primer al último minuto. La obra es por momentos una declaración del teatro como juego actoral, se explicita el gozo por la actuación, se patentiza y comparte el ejercicio actoral como búsqueda. Pero esta Electra da un paso más para no quedar en mero ejercicio.

La muerte y el 'pathos'

La figura de Electra recorre toda la historia de la literatura y el imaginario de Occidente. Desde que Esquilo representase La Orestíada en el año 458 a. C. el nombre de Electra ha ido sorteando los siglos hasta llegar a hoy cargada de diferentes trajes y significados. Símbolo de la venganza desmedida en Eurípides y Sófocles, mito romántico en las óperas de Strauss o en el teatro de Hofmannsthal y personaje revisitado mil veces en el cine y el teatro de la modernidad. La gran Claudia Cardinale en la película de Visconti, Sandra, la obra de Galdós estrenada en el Teatro Español en 1901, la Electra de Jean Paul Sartre en Las moscas convertida en heroína de la resistencia antinazi, la más trágica de Jean Giraudoux, la de O’Neill, la del propio Pemán… Las extensiones y meandros de Electra son inabarcables.

La Electra de Orazi se aleja de toda esa tradición. Y hace que la tragedia bascule. Desaparece el personaje de Egisto. Se centra así en el drama familiar entre Clitemnestra, Orestes y la propia Electra. Y ese pathos, ese momento de sobrecogimiento trágico, después de una hora donde todo parece leve, donde el humor nos ha hecho ver a estos personajes con una distancia que relativiza su drama, aparece por sorpresa en la muerte de la propia Clitemnestra. El espacio vacío, desprovisto de todo atrezo, se llena de muerte. De una muerte que cuesta que llegue, Clitemnestra no quiere morir. En una escena muy bien resuelta desde la dirección, Clitemnestra es echada de escena, pero ella vuelve, quiere permanecer. Al final yace al fondo, caen sobre ella unas luces cenitales (otra vez la iluminación de David Picazo), su mano se agarra a una escalera que sube. Ahí no habrá más coros, reinará el silencio, se hará el oscuro. No está la maldición de una familia, las Atridas, la fatalidad griega, no llegará el desastre y la guerra al pueblo de Micenas, no habrá Erinias que persigan a Orestes y a Electra como culpa por haber matado a la madre. No habrá final moral. Sino una muerte absurda que cuando se consuma se vuelve horrible, incomprensible. Cierra Orazi así la tragedia, con esa Clitemnestra muerta, ni reina de ningún feminismo, ni receptora de ninguna maldad femenina. Simplemente muerta, sola, ante nuestros ojos, allí tirada. Reina la contemplación en comunidad de una muerte. Esa es la tragedia.

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