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CRÓNICA

'Finlandia' o las contradicciones ante la violencia

Irene Escolar en 'FInlandia'

Pablo Caruana Húder

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“Cuando leí el texto por primera vez lo acabé y lo tiré al suelo, como quitándomelo de encima y tardé varios días en poder leerlo otra vez”, revela a este periódico Irene Escolar sobre la última obra de Pascal Rambert que protagoniza junto a Israel Elejalde y que esta semana se ha estrenado en el Teatro de La Abadía de Madrid. Cuarto montaje del autor y director francés en España que en esta ocasión Rambert ha escrito pensando específicamente en estos actores y que se estrena mundialmente en la capital. Las entradas se agotaron para todas las funciones antes del estreno. La obra estará un mes en cartel, algo inusual y que constata el interés del público en este teatro —si no burgués, al menos de la burguesía—, que realiza el francés.

¿Pero qué es lo que está haciendo que el teatro de Rambert suscite tal interés? Por descontado, los mimbres con que está hecho, dos actores bregados y entregados, respetados y seguidos, como Escolar e Israel Elejalde puestos a la total disposición de un teatro de texto extremo que repite el formato de sus anteriores obras, como por ejemplo La clausura del amor (2015) con Bárbara Lennie y el propio Elejalde, y Hermanas (2019) con Lennie de nuevo y también Irene Escolar. Actores subidos a una montaña rusa de palabras en las que se los personajes se desollan el uno al otro. Un ritual caníbal del lenguaje que Rambert también repite en esta obra.

Y, sobre todo, la unión de una veta clásica del teatro y el cine, el diván de la pareja (¿Quien teme a Virginia Woolf? de Albee o Secretos de un matrimonio de Bergman), que llega en un momento donde el feminismo ha provocado cambios políticos y sociológicos que están bien presentes en las vidas de varias generaciones de ciudadanos. Muchas personas han visto cómo el suelo se ha movido, cómo ya no valen los roles aprendidos, cómo mujeres y hombres tienen que desaprender y reinventarse.

Ansia de dominar, venganza por la humillación

Un hombre llega tras hacer un viaje en coche de 4.000 kilómetros a una habitación de hotel en Finlandia. Va a ver a su pareja, que es también la madre de su hija. El espectador asiste al estertor de una pelea interminable. Son las cuatro de la mañana, llevan toda la noche discutiendo. La obra transcurre entera en esa habitación, con los personajes en ropa interior. Afuera, un frío desolador. La disputa por la custodia de su hija, que duerme en otra habitación, ha hecho que caigan todas las máscaras y aflore, sin filtros, todo lo desagradable que hay entre ellos. El público es un voyeur de una intimidad robada a esa hora en la que la dramaturga Sarah Kane decía que uno solo puede pensar en el suicidio. Y eso hacen estos dos personajes, se suicidan a sí mismos intentando aniquilar al otro. Un suicidio de palabras.

Rambert consigue plasmar, en hora y media de soliloquios disparados al otro, su idea de que el camino presente para que un hombre y una mujer se encuentren hoy es un camino árido, donde el lenguaje va por detrás y traiciona tanto a mujeres como a hombres. Diálogos que anulan tanto la comunicación como a quien los dice, largas tiradas de texto, cuasi monólogos, donde la capacidad analítica (que la hay y mucha) es arrasada por los atavismos del dolor, los celos, el ansia de dominar, la venganza por haber sido humillado, el orgullo y la tendencia a destruir al otro del ser humano.

Pero Rambert no quiere caer en clichés ni lecturas fáciles, tampoco quiere dejar resquicios para que así pueda leerlo el público. Para conseguirlo intenta mover al espectador de su zona de confort, sacudirlo, hacerle salir del pensamiento que uno cree personal e intransferible y que tantas veces es producto de lo acomodaticio y acogedor que resulta el pensamiento ideológico. En este caso, Rambert va a por el pensamiento buenista de izquierdas al igual que a por el pensamiento del nuevo feminismo. A ambos intenta darles la vuelta como a un calcetín.

Lo hace de manera abrupta. Bordeando situaciones que pudieran parecer resguardo para machistas (ella es violenta, incluso es la que hiere al otro y le hace sangrar), para inmediatamente después mostrar la bajeza moral del hombre que de manera pasiva va erosionando al otro para hacerse con el terreno que piensa que nunca debieron quitarle. Esto mismo Rambert lo hará a cada paso, insistentemente, tanto con la posición de la mujer como con la del hombre. Algo que, por otro lado, quizá pueda provocar que el espectador se canse y piense que están jugando con él y acabe diciendo, como los franceses: “ça suffit”. Pero la poderosa escritura de Rambert para escudriñar a la mujer y al hombre contemporáneo, unida a esa cosa tan malsana y tan humana que es asistir cual mirón a una riña, hace que el público siga enganchado durante toda la función.

El lenguaje como disfraz

Al recordar esa primera lectura y su primer acercamiento al texto —los actores han estado trabajándolo en soledad durante más de tres meses antes de meterse en un proceso de ensayos muy corto, de menos de tres semanas—, Escolar explica su zozobra y su contradicción. Por un lado, como artista, Escolar no cree en un teatro moralista con personajes que sean proyecciones idílicas. “Pero, claro, no sabía si como mujer tenía que decir algo ante ese personaje. Me costó mucho aceptar la violencia de Irene en la obra”, recuerda. Escolar ya había trabajado junto con Barbara Lennie con Rambert en Hermanas, sabe que es un director que te lleva al límite. Pero aquella era otra historia, dura, pero donde no se abordaba algo tan medular y en ebullición en estos momentos como las relaciones entre hombres y mujeres. “Seguramente lo que quería es que el personaje femenino fuera perfecto y salvable en todo, sin contradicciones. Que tuviera la razón. Después de mucha reflexión me di cuenta de que lo radical de la obra está justo ahí”, explica Escolar. “Pude comprender y aceptar el personaje cuando entendí que la estaban enloqueciendo. Cuando te llevan al límite uno es capaz de decir cosas horribles. Creo que lo potente en esta obra es que también nosotras nos podamos mirar en un espejo contradictorio”, dice Escolar.

Durante buena parte de la obra el personaje de Irene no pierde oportunidad de arrastrar al barro a su pareja, y lo hace con las mismas herramientas de humillación que lleva utilizando el hombre durante siglos. Al mismo tiempo, no deja de utilizar todas las armas que el lenguaje feminista le otorga para desacreditar la estulticia del hombre que no se cree machista pero opera como tal aunque utilice un lenguaje a primera vista aceptable. Irene en la obra es poderosa, firme y no duda en utilizar ese poder para destrozar al otro. Pero Escolar lo tiene claro: “No hay que olvidar que es él quien está ejerciendo la violencia. Y eso queda claro desde el minuto uno. Él es un monstruo que consigue convertir a la otra persona en un monstruo”, concluye.

Al otro lado del ring, el público encuentra a un madrileño de pro, activista de izquierdas no vendido al capital, una calcamonía que resulta reconocible. Sorprende como Rambert es capaz de desentrañar los fenotipos sociológicos de la izquierda española. Pero también es un maltratador silencioso y despreciable. Israel es celoso, dominante, infiel, patético y llorón, capaz de utilizar la figura del abandonado en discursos maniqueos, pero también de hacer daño con peroratas finas e hirientes. En definitiva, Finlandia es la historia de dos desgraciados, de dos seres de hoy, incapaces de sostener el papel que se han construido como pareja, pero también como individuos. En medio estará la hija, que encarna la inocencia que sus padres perdieron y que, al mismo tiempo, por cómo la utilizan y la exponen, es la prueba fehaciente del fracaso como personas que son estos dos personajes.

Actores al límite

Esto pasa en esta obra deslumbrante, poderosa, donde ambos actores van al límite, de un realismo costumbrista engañoso. El teatro de Rambert es más una exégesis del lenguaje hecha carne en los actores que un teatro de situación. “La obra muestra el fin de una civilización que está marcado por el fin de un lenguaje que ya no es común al hombre y la mujer”, explica acertadamente Escolar. El público se enfrenta en esta obra a los discursos que nos circundan, que deberían servir para explicarnos, pero donde las palabras van engulléndose unas a otras en espiral. Un público que cuando la obra concluye tiene que salir fuera del teatro a una realidad donde los maltratos siguen ocurriendo al otro lado de la escalera, donde sigue habiendo muertes y abusos diarios, donde los techos de cristal siguen imperando y en la que la ultraderecha sigue negando la mayor. Una sociedad que está en un momento de puro cambio, de manera irrevocable, pero en el que en ocasiones las discusiones, necesarias e inevitables, acaban, como esta obra, enredadas en un lenguaje que se convierte en arma arrojadiza antes que en vehículo de transformación de la realidad. Es esto también lo que parece apuntar Rambert en la obra.

La obra puede ser un resorte para activar discusiones entre los espectadores. Habrá quien ponga en duda si Irene hace bien en acabar acostándose con su marido a mitad de obra, quien difiera de un final que se mueve en la ambigüedad, o quien se enrede en si es justa la visión que se propone de la mujer y del hombre. Pero quizá en el teatro lo importante no sea la moral, sino los trazos, los restos que quedan después de una función, lo que sobrevuela el espacio vacío cuando todo ha acabado. Ahí Rambert deja una malla espesa de lenguaje. Un lenguaje que debería salvarnos como única herramienta que nos permite conocer el mundo y a nosotros mismos, pero que se convierte en el disfraz donde el ser humano se esconde, en una malla que aprisiona y asfixia.

Tras su estreno en Madrid, la obra estará en el mes de noviembre en Santurce, Logroño, Vitoria y Pamplona para luego continuar una larga gira.

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