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La tumba de Azaña que rompe el corazón

Imagen de archivo de Manual Azaña

Miguel Ángel Villena

“Se me romperá el corazón y nadie sabrá nunca cuánto sufrí por la libertad de España”. Esta solemne y escalofriante frase fue pronunciada en Valencia por el presidente de la República, Manuel Azaña, en uno de sus primeros discursos pronunciados durante la guerra. Apenas cuatro años después, exiliado en la pequeña ciudad de Montauban, en el sur de Francia, enfermo y envejecido, el político republicano fue examinado por Jacques Monod, un ilustre médico francés. El doctor diagnosticó que, entre otras dolencias, Azaña sufría de una cardiopatía conocida como corazón de vaca, una dilatación anormalmente grande de este órgano vital. En aquella angustiosa situación, el director teatral Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Azaña, se estremeció al escuchar el dictamen médico y recordó al doctor aquel premonitorio discurso. El médico, muy serio, contestó al cuñado: “Pues no hay diagnóstico mejor que ese, porque lo que tiene no es otra cosa sino que se le ha roto el corazón”.

Perseguido por la Gestapo y por la policía franquista, el que fuera ministro, primer ministro y presidente de la II República falleció en una triste habitación de un hotel de Montauban el 3 de noviembre de 1940 acompañado de su mujer, Lola Rivas Cherif, y de sus colaboradores más cercanos. Al igual que cientos de miles de compatriotas, Manuel Azaña había cruzado los Pirineos en el invierno de 1939 y tras un periplo por la Alta Saboya y por la costa atlántica, la ocupación nazi le obligó a recalar en Montauban, a 50 kilómetros de Toulouse, en la zona llamada de la Francia libre. Todavía no había cumplido los 60 años, pero las escasas fotos que se conservan de Azaña en el exilio muestran de forma palpable a un viejo prematuro. De hecho, a pesar de los esfuerzos de la diplomacia mexicana para que el político republicano se exiliara al otro lado del Atlántico, su estado de salud ya no permitió ningún traslado. Su viuda pudo gozar más tarde de la hospitalidad del presidente Lázaro Cárdenas, un auténtico benefactor del exilio republicano y el estadista que amparó a Azaña en sus últimos días y en su lecho de muerte. “Que me dejen donde caiga y si alguien cree que mis ideas puedan ser útiles que las difunda”, había dicho Azaña en más de una ocasión a sus allegados, que respetaron esa decisión en aquel infausto otoño de 1940.

Aquella voluntad del político ha sido acatada después por sus familiares y por sus seguidores hasta el día de hoy, a pesar de que de tanto en tanto algunas voces se alzan a favor de que los restos del líder republicano descansen en España. Así pues, unos centenares de españoles exiliados en Montauban acompañaron el sencillo féretro que llegó al cementerio envuelto en una bandera mexicana porque las autoridades de Vichy prohibieron que el hombre que simbolizó como pocos el espíritu de la República democrática española fuera enterrado con la enseña tricolor. Una amarga lección en estos tiempos donde las banderas se esgrimen como armas arrojadizas.

Manuel Azaña fue, tanto en vida como después de su muerte, uno de los políticos más odiados por la derecha española que lo tildó de monstruo anticlerical, de pervertido y cobarde, de destructor del Ejército, la Iglesia y los valores patrios. Nacido en Alcalá de Henares en 1880 en el seno de una familia burguesa y liberal, Azaña fue un intelectual comprometido que se alineó desde muy joven con las ideas republicanas y que luchó por una España más culta, libre y tolerante. Su enorme figura pública fue mucho más allá de la política al convertirse, con su aire de profesor bonachón, en un líder de masas capaz de llenar plazas de toros o campos de fútbol con su famosa oratoria. Fue también un escritor que dejó piezas memorables para comprender a España y a los españoles como La velada en Benicarló o sus Diarios. Por desgracia, las nuevas generaciones desconocen el inmenso legado ético y político de un Azaña que pidió paz, piedad y perdón durante la guerra y que recibió en pago la persecución, el desprecio y el olvido por parte del franquismo. Admirador declarado y lector de Manuel Azaña, Pedro Sánchez se convierte este domingo en el primer presidente de un Gobierno que visita la tumba del político republicano en Montauban y rinde un homenaje a su memoria. Tal vez este sencillo gesto, este modesto reconocimiento, lleguen tarde tras cuatro décadas de democracia. Pero la iniciativa de Pedro Sánchez adquiere todo el valor de un símbolo porque se trata, en definitiva, de saldar una deuda de la España democrática de hoy con la generación republicana.

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