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Lenguas, naciones y minorías: ¿qué democracia y qué Constitución?

El escrito de la facultativa que se negó a atender a la paciente en el que pone: "habla en valenciano".

Adolf Beltran

Un ejemplo. El modelo de plurilingüismo propuesto inicialmente por el Gobierno autonómico vinculaba la adquisición de competencias en inglés a las de valenciano. La derecha y sus sectores afines lo impugnaron inmediatamente con el argumento, aceptado por el TSJ, de que eso suponía una discriminación de los que optasen por el castellano. La Consejería de Educación reorientó su primer modelo y se aprobó en las Corts Valencianes una ley de plurilingüismo que establece unos porcentajes mínimos de las tres lenguas: 25% para el valenciano y el castellano y 15% para el inglés. Sin embargo, sigue estando pendiente un debate más profundo del asunto.

¿Por qué razón es discriminatorio que te hagan aprender valenciano y no lo es que te hagan aprender una lengua extranjera? La respuesta de quienes lo sostienen suele acabar en el mismo punto: el inglés resulta útil. Bien, depende de para qué, pero el valenciano es lengua oficial en el territorio de la comunidad autónoma y la administración educativa tiene la obligación de hacer que los estudiantes adquieran competencias suficientes en las lenguas oficiales. ¿Qué significa, si no, que una lengua sea oficial (y que, según las leyes, deba gozar de una especial protección y promoción)?

Otro ejemplo. Hace unos días una médica se negó en Valencia a atender en una visita a una paciente porque le hablaba en valenciano. La paciente, que resultó ser una conocida escritora e hizo público el hecho, le señaló a la facultativa que no había problema en que le hablase en castellano, que ella lo haría en la otra lengua oficial. Pero la médica se negó e hizo constar en el historial, como si fuese un síntoma más: “Habla en valenciano”.

El PP y Ciudadanos son especialmente beligerantes a la hora de defender que los funcionarios, y en concreto los médicos, no sean “discriminados” porque se les exija entender el idioma de la comunidad autónoma a la que quieran trasladarse (hablamos de conocer, ni siquiera de hablar). ¿A costa de discriminar a los ciudadanos de esos territorios cuando tantas veces se ven obligados a abandonar el uso de una lengua al que tienen derecho porque no serán atendidos en caso contrario? ¿Qué derecho es superior? ¿Es ilógico que una administración pida a sus funcionarios que entiendan una lengua oficial?

Estas asimetrías lingüísticas son sólo un reflejo de las asimetrías políticas que arrastra la democracia diseñada hace cuatro décadas, con ese federalismo incompleto que se llamó Estado de las Autonomías y el pseudorreconocimiento de las naciones subestatales o naciones sin Estado (como las denominan los especialistas) bajo el término de “nacionalidades”.

Todos los españoles deben ser iguales, alegan quienes quieren involucionar ese modelo que deja las cosas a medio camino y cuya operatividad para encajar la diversidad hispánica se ha agotado, tal como demuestra el conflicto independentista en Catalunya. ¿Pero qué significa ser iguales? ¿Qué todos se plieguen a las características mayoritarias? ¿Son más iguales los ciudadanos cuando se laminan las diferencias o cuando se articulan derechos que garantizan su diversidad? ¿Es más justo recentralizar que descentralizar? ¿Por qué?

Las democracias avanzadas han logrado entender que para garantizar la igualdad hay que garantizar también la diversidad. Y en eso se diferencian las que los politólogos catalogan como “democracia de la mayoría” y “democracia consensual”, dos versiones que no suelen darse en estado puro. De hecho, la primera, con su bipartidismo sobrerrepresentado, se ha solapado con la segunda, caracterizada por la descentralización del poder, el multipartidismo y el acomodo de las minorías, en todo el recorrido de la Constitución española hasta que el sistema se ha gripado.

Por eso no hay más remedio que moverse. La alternativa es avanzar o avanzar. Ni los que propugnan la solución federal para la reforma constitucional pueden contentarse con una retórica bienintencionada, ni puede imponerse el imperio de la mayoría que el PP ha reflejado tan obscenamente en su frustrada propuesta de reforma de las reglas de las elecciones locales. Como dicen Antón Losada y Javier Pérez Royo en su reciente libro Constitución: la reforma inevitable, los problemas de la sociedad española no son inmanejables, pero “acabarán siéndolo si no se se les hace frente mediante la reforma constitucional”. O se articulan derechos, competencias y procedimientos basados en la negociación y la multilateralidad o España se deslizará hacia el autoritarismo y el abuso de poder.

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