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La otra cara de la Cañada Real, punto de venta de 12.000 dosis de droga diarias

Los jóvenes del barrio limpiaron esta explanada, convertida en vertedero, para poder jugar al fútbol. / J.B.

Javier Biosca Azcoiti

Es pronto, hace frío y empiezan a llegar los primeros. Poco a poco, la parada de la ruta escolar se va llenando. Mientras, otros autobuses cargados de niños continúan su ruta por las calles estrechas y deterioradas. La única diferencia que se percibe a esta hora entre cualquier otro barrio y La Cañada Real Galiana es que los últimos chicos en llegar no podrán ir al colegio. Su autobús se ha quedado sin plazas y el transporte público es prácticamente inexistente.

A pesar de la imagen transmitida, la Cañada también es un lugar donde sus ciudadanos luchan por la normalización y el estigma que supone vivir de forma ilegal junto a uno de los principales puntos de venta de droga de España. En la Cañada hay humanidad. El dueño de un pequeño mercado fía a sus vecinos necesitados, las mujeres se reúnen a desayunar para discutir de sus problemas, la iglesia levanta un comedor improvisado... En la Cañada también se intenta salir adelante.

Esta semana, la delegada del Gobierno en Madrid, Concepción Dancausa, se ha reunido junto a la alcaldesa de la capital, Manuela Carmena, y los alcaldes de Rivas y Coslada para relanzar el acuerdo marco sobre el asentamiento de la Cañada. Dicho acuerdo contempla la legalización del asentamiento y abre la posibilidad para que los residentes puedan comprar los terrenos donde actualmente viven y convertirse así en legítimos propietarios. Aun así, vecinos y ONG denuncian irregularidades en la elaboración del censo sobre el asentamiento, el cual habría dejado fuera del acuerdo a miles de residentes, ya que solo registra a 7.725 personas.

Sus 16 kilómetros de extensión conforman un barrio cuya historia arranca durante el franquismo. Aun así, su infierno particular se gesta en 2005 con el plan del gobierno regional de desmantelar todos los núcleos chabolistas, incluido Las Barranquillas, principal punto de venta y consumo hasta el momento. El mundo de la droga en Madrid se trasladó y concentró entonces en solo dos kilómetros de los 16 que tiene el asentamiento. Es el sector VI, punto de venta de alrededor de 12.000 dosis diarias, pero donde también hay vida.

Cinco toneladas de comida 


“Por Dios, pero mira qué brazos”.

Las ancianas le tocan los brazos para cerciorarse que aquel joven latino que no llega a los 30 es el mismo que hace meses pedía bocatas en la puerta de la iglesia mientras moría dulce y lentamente con la heroína corroyendo cual ácido venas, músculos, tejidos y huesos.

Están llenos de marcas y bonitas cicatrices en un color más claro que el moreno curtido de su piel. Bonitas porque ya son solo un mal recuerdo del pasado. Un pasado en el que esos brazos estaban en estado de caquexia y repletos de moratones por los pinchazos de jeringas. “Qué maravilla, qué guapo estás. Cualquiera lo diría”, vuelven a decirle las señoras mientras le manosean orgullosas como haría una abuela a su nieto.

Dos jueves al mes se organiza el banco de alimentos en la parroquia del sector VI de la Cañada. Cinco toneladas de comida de los cuales a las ocho de la tarde no quedará ni un solo gramo. 
Los primeros en llegar son los del vecino Gallinero (no pertenece a la Cañada pero está muy cerca de la misma). Muchos son exactamente los mismos que esperan la luz roja de los semáforos para limpiar las lunas de los coches. Aquí les llaman por su nombre y les preguntan por su familia y por su salud. No son solo pobres a los que dar unas pocas monedas para que se alejen rápido del coche.

Las bolsas, a rebosar de comida, cuestan un euro, pero no todos pueden pagarlo. Algunos traen solo unos céntimos y otros absolutamente nada, pero todos se vuelven con su bolsa. “Mañana pago”, bromea uno de los vecinos del Gallinero. “¡Un euro es muy caro macho! Tengo 30 céntimos”, suelta otro sonriendo, sabe que la bolsa que se lleva supera con creces los 10 euros.

“De mis manos ha comido el Rey”, Faisal Benani

Faisal Benani lleva más de 20 años viviendo en el sector VI de la Cañada, el punto más conflictivo del barrio. Su familia no podía seguir pagando el alquiler de su casa en Fuenlabrada así que ocuparon un palomar abandonado, lo tiraron y empezaron a construir. “Aquí jamás ha entrado un albañil”, cuenta orgulloso.

“De mis manos ha comido el Rey”, asegura. Después de trabajar como cocinero en el reconocido restaurante madrileño Café Oriente, se pasó a la chatarra y cuando esta dejó de generar dinero montó un pequeño comercio en su casa de la Cañada. Ahora abastece a sus vecinos de los bienes más básicos.

“La tienda no es que funcione bien o mal, vas tirando con lo justo para comer”, cuenta. “Si te enseño el libro de cosas fiadas tengo hasta 2.000 euros pendientes, pero ya no es un tema de negocio, es un tema humano. Aquí ha habido veces que niñas con las que yo he jugado y me he criado han venido con sus hijos llorando suplicando por un litro de leche y un paquete de galletas para dárselo a sus niños. ¿Les vas a decir que no?”.

Una mañana en la vida de Saida

Saida (nombre ficticio) tiene la mañana completa. Reunión de vecinos a primera hora, gimnasia y cita en el dentista para su hijo.

En la antigua fábrica de muebles, justo en el límite donde comienza la zona de venta de droga y presididos bajo la bandera gitana, trabaja la ONG El Fanal. Intentan crear una comunidad de vecinos real. No solo vivir, también convivir. Hace unos meses resultaría inimaginable para estos trabajadores sociales reunir en una misma mesa a treinta mujeres marroquíes y gitanas para hablar de sus problemas. Problemas comunes.

Saida introduce el tema del 'servicio comunitario'. Un programa de reparto de alimentos y otros productos iniciado por la comunidad marroquí y a la que las gitanas se resisten a unirse. El Fanal quiere que ambos grupos trabajen juntos y se beneficien del programa. Tienen los mismos problemas, las mismas necesidades, viven puerta con puerta pero les separa la desconfianza. Las líderes de ambas comunidades empiezan a discutir:

– Yo no llamé a mi gente porque no quiero pedirles dos euros para que les den una lechuga 'pocha' y un paquete de arroz –explica Raquel, gitana.

– Ahora están mejorando mucho. Nos dan más comida y muy poca está caducada. Si quieres meterte métete pero tienes que trabajar como nosotras. – Responde Saida.

– ¡Tú misma me dijiste que era un servicio para las 'moras' [sic]! Yo no voy a trabajar como tú si luego vais a repartir más a las moras que a las gitanas.

La marroquí se retira a un rincón de la sala. Está llorando. La comida de todas las familias de su comunidad está en sus manos y tiene mucha presión. Se acaba la reunión. A fuerza de gritos y enfados están creando el barrio, un barrio capaz de ayudarse a si mismo. 
Ahora toca clase de gimnasia y todas se van a cambiar. Después de hacer un poco de ejercicio, Saida lleva a su niño al dentista.

El Colegio de Odontólogos de Madrid ha creado un proyecto y ha abierto una clínica en una pequeña sala de la parroquia (que también hace de banco de alimentos y de comedor y ducha para los toxicómanos). La consulta vale tres euros y hace accesible a los ciudadanos de la Cañada tener una boca saludable.

“La iglesia de los payos”

Tiene algo de metafórico representar el camino de Jesús desde que fue aprehendido hasta su crucifixión y sepultura en el sector VI de la Cañada Real Galiana. Para los cristianos, Jesús recorrió ese camino directo hacia su muerte por la salvación de la humanidad, pero en este barrio de Madrid aún quedan personas por rescatar.

Comienza el camino de unos pocos kilómetros y sus participantes cantan: “Camina pueblo de Dios, camina pueblo de Dios”. Los niños se asoman por las puertas y ventanas. Los que juegan en la calle se paran atónitos a observar. ¿Quién ajeno al barrio se pasea voluntariamente por él? Un niño pedalea su bici sin neumáticos. Rueda directamente sobre el hierro de la llanta: “¿Dónde vais?”, pregunta. “A la iglesia de los payos”, responde el padre Agustín.

Antes de llegar a la zona de venta de droga la procesión pasa por una zona devastada por los derribos. La primera casita, de la que solo queda un muro en pie y de entre sus escombros han crecido malas hierbas, pertenecía a María, una joven embarazada de su primer hijo. Se había marchado a vivir con su prima hasta dar a luz: quería tener agua y electricidad en casa y un hospital cercano. La Policía se encontró la precaria construcción vacía y la tiró. A la vuelta, María y su bebé no tenían casa.

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