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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Mohamed Raji, el hombre que ganó la batalla a los derribos de la Cañada Real

Mahamed Reji, residente del sector cuatro de la Cañada Real de Madrid/ Fotografía: Olmo Calvo

Gabriela Sánchez

Parte de su ropa, los juguetes de la niña y algunos de sus muebles ya estaban recogidos en una casa cercana. La policía municipal les dijo que lo hiciesen, que estuviesen preparados. Llegaron con aquel papel en sus manos tan solo cinco meses después de comprar su casa en la Cañada Real de Madrid. La orden de derribo aparentaba ser irremediable, no les daban solución. “Me veía en la calle con mi mujer y mi hija”. Pero el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró intolerable lo permitido por la justicia española: solicitó al Gobierno la paralización del desalojo hasta garantizar un alojamiento adecuado para la familia.

Desde la comunicación del desalojo (mayo de 2010) hasta la intervención de Estrasburgo (febrero de 2013) transcurrieron dos años y siete meses de incertidumbre. El marroquí Mohamed Raji lo describe sentado en el sofá del pequeño salón de la casa que aún sobrevive a la amenaza del Ayuntamiento de Madrid. “Sabes que te van a echar, no sabes cuándo”, añade.

“Ya había pedido vivienda de protección social con anterioridad y no nos la concedieron pero, cuando vives en la Cañada Real, ni siquiera te permiten solicitarla. La respuesta siempre es la misma: 'No podemos actuar en la Cañada'. Esa frase se me ha quedado clavada”, denuncia este hombre que, con dos hijas pequeñas, empezó a moverse en vano buscando un techo donde alojarse en caso un desalojo paralizado de momento por Estrasburgo. Según detalla, días antes de hacerse público el dictamen del Tribunal, el Ayuntamiento de Madrid comunicó la paralización de las órdenes de derrumbe que parecían inminentes. “Imagino que ya conocían la sentencia”, indica.

Recientemente se han dado a conocer algunos detalles del acuerdo marco con la Comunidad de Madrid que se pretende regularizar la Cañada. Según detalla El País, la idea es urbanizar sus casi 15 kilómetros, donde residen 7.725 personas. Sobre el destino de sus habitantes, el documento es difuso: la apuesta menciona la venta del suelo a los residentes que lo puedan pagar, y el realojo de parte de los afectados, pero de no todos.

“Teniendo en cuenta lo que están haciendo los gobernantes en todo el país, intuyo que los débiles serán los más perjudicados”, augura Reji. “No queremos que nadie nos regale nada. Somos personas que, por unas razones o por otras, hemos encontrado esta solución para vivir”, argumenta Mohamed. Raji participará en el acto impulsado por Amnistía Internacional en el se emitirán mensajes de voz a las puertas del Palacio de la Moncloa para pedir al Gobierno que “deje de recortar en derechos como la vivienda, la sanidad o la manifestación pacífica”. Se entregarán más de 1.400 mensajes y 65.000 firmas.

“La administración no tiene que imponer su modelo. Aquí se podrían hacer viviendas, sí. Pero solo se piensa en hacer negocio. La Cañada tiene que ser una solución, no un problema. La Cañada ha ayudado a mucha gente y puede ser una solución para mucha más, podría cobijar a más personas”, remata.

Cómo llegó a la Cañada Real

Antes de llegar al 'Sector cuatro' de la antigua vía pecuaria, asentado principalmente por viviendas humildes y algunas chabolas, la familia vivió durante siete años en un piso de Vallecas. Entonces Mohamed trabajaba. “Nosotros conocíamos la Cañada desde hace tiempo, pero no queríamos venir porque preferíamos estar en una situación como la de todo el mundo. Aquí estás ilegal, faltan infraestructuras y faltan muchas cosas”.

Cuando perdió su empleo, su planteamiento cambió. Subsidio de 475 euros, alquiler de 500 euros. No salían las cuentas. “Llega un punto en el que piensas en vivir, en tener un techo. No teníamos alternativa”. En enero de 2010 compraron su pequeña vivienda con gran parte de sus ahorros: 12.500 euros. “Sobre la casa ya existían planes de derribo, pero la persona que nos la vendió no nos dijo nada. Después nos enteramos de que hasta los vecinos lo sabían”, dice el maroquí. “Pero yo soy responsable”, se culpabiliza.

Aunque el cambio de un piso en el barrio periférico de Vallecas por una pequeña casa ilegal rodeada de barro y escombros parezca un paso atrás, Mohamed reconoce vivir más feliz en lo que fue una vía pecuaria. “Nuestro piso era más pequeño. Allí había mucho ruido, aquí no lo hay”, defiende. “En verano hay demasiado polvo y en invierno, mucho barro. Quitando eso, me gustan muchas cosas: es un ambiente de barrio, los niños juegan juntos, nadie se queda en su casa. Aquí, inmediatamente después de hacer los deberes, sale a correr con sus amigos”.

“Hay muchas cañadas”

Su testimonio choca con la visión de droga, inseguridad y delincuencia a la que se nos tiene acostumbrados. Y es que, como asegura, “hay muchas cañadas”. Reconoce no haber tenido jamás problema alguno de seguridad desde que vive en la zona. Ni en su sector, ni en los colindantes. “Mi mujer se ha dejado alguna noche la puerta sin cerrar y nunca nos han robado nada”, ejemplifica. “Bueno... -corrige- una vez me robaron un conejo”, zanja entre risas mientras cuenta la anécdota.

Su hija mayor, de nueve años, entra en el pequeño salón. Pregunta por quién le acompañará a sus clases de apoyo. “Hoy tenemos 'plan semanal'”, recuerda a su padre. Se trata de las actividades de refuerzo impartidas por la ONG Secretariado Gitano. Finalmente acude su madre. Mientras, Mohamed cuida de la pequeña de la familia, de tan solo unos meses de edad, entre pregunta y pregunta. “Va a clases extra tres días a la semana. Viene del colegio, merienda, y se va. Pero este servicio no da para todos y muchos padres se quejan. Esta es uno de los problemas que nos gustaría solucionar”.

¿Qué ocurre con los niños? ¿Es un lugar adecuado para su crecimiento? “Con ellos hay que tener cuidado. Se deben evitar los posibles riesgos. Pero tanto en la Cañada, como fuera. A los niños hay que educarlos. Peligros existen en todos los barrios, es cuestión de enseñarles dónde están”, responde con claridad.

Las complicaciones aumentan a la hora de explicar a una niña de nueve años, siete en los momentos de mayor incertidumbre ante el posible derribo, las razones de una orden semejante. “Decimos que la casa es nuestra y que la compramos sin saber que el Ayuntamiento, al que pertenece el terreno, había decidido derribarla. Le explicamos que vamos a intentar que no lo hagan pero que, si finalmente se cumple, buscaremos otro lugar para quedarnos. Que hay muchas casas en el mundo”.

¿Y si finalmente lo hiciesen? “No lo sé...Tendríamos que construir otra casa por aquí, ocupar alguna vacía o no sé... No vamos a quedarnos en la calle con dos niñas pequeñas”.

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