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La resistencia de la mente palestina

Manal posa delante de la casa en la que vive con su familia en Hebrón, y donde el ejército israelí ha instalado una torreta de control en su tejado.

Fabiola Barranco / Olmo Calvo

Hebrón —

Balcones con rejas para protegerse de las piedras, vertidos o basura que los colonos arrojan contra los palestinos; barrotes, puestos de control o bloques en las carreteras salpican el camino hasta la casa de Manal, en la ciudad palestina de Hebrón. Al llegar a la vivienda, lo primero con lo que uno se topa es con una torreta militar instalada en su tejado. “Es como vivir en una prisión”, lamenta la mujer.

Cuenta que en nueve años sufrió seis abortos. Decidió entonces irse temporalmente a casa de su madre, buscando un remanso de paz para poder sacar adelante su último embarazo. Fue madre de trillizos, dos niños y una niña que ahora tienen nueve años. “Siempre tenía miedo, ansiedad, vivía aterrorizada”, confiesa en voz alta Manal.

La ocupación israelí en Hebrón –Al Jalil, en árabe–, es patente. Muchos lo definen como “apartheid”. Hasta 121 barreras físicas coartan la libre circulación y siegan el tejido social de la población palestina de un lado y otro de la localidad, según datos de Naciones Unidas.

Esta localidad de encantos arquitectónicos milenarios y lugar sagrado de las tres religiones monoteístas también es una de las caras más hostiles del conflicto que esta semana ha sufrido una nueva escalada en Gaza, con al menos 29 palestinos y cuatro israelíes fallecidos en dos días de violencia. Hace un mes, durante la campaña con la que ganó la reelección como primer ministro, Benjamin Netanyahu prometió además anexionar los asentamientos israelíes en la Cisjordania ocupada.

En Hebrón viven 40.000 palestinos y unos 700 colonos israelíes instalados en asentamientos urbanos escoltados por el Ejército. Aunque, Israel ejerce de facto el dominio de la urbe, desde 1997 está dividida en dos zonas: la H1, bajo control de la Autoridad Palestina, que representa el 80% del territorio; y la H2, controlada por Israel, con zonas donde el acceso a la población palestina está prohibido, como la calle fantasma Shuhada, que un día fue el corazón de la ciudad. 

“Mis hijos viven con miedo por la presencia de los soldados en nuestra casa. Muchas noches están en el jardín jugando a la pelota o haciendo escándalo y mi marido ha tenido que salir para pedirles que se calmen porque asustan a los niños; a veces le hacen caso y otras no, pero esto hace que mis hijos vivan aterrorizados, tengan pesadillas, lloren, o tengan miedo de ir al baño por la noche”, musita Manal en una conversación con eldiario.es.

El hostigamiento también lo viven fuera de casa, ya sea por colonos o, las fuerzas militares desplegadas para velar por los primeros. Manal cuenta que, cuando los pequeños regresan de la escuela, tienen que someterse a una inspección de las mochilas en los puestos de control que han de atravesar. “Una vez, mi hija llevaba una bandera palestina que habían hecho en el colegio y por ese motivo fue retenida durante más de una hora. La dejaron marchar cuando se la quitaron y le advirtieron de que no volviera a llevar nunca más una bandera palestina. Cuando llegó, tuve que calmarla porque estaba muy nerviosa”, recuerda.

Escenas como estas, que describen su día a día, se reflejan en los datos recogidos por la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). Según el último sondeo realizado por el organismo internacional, en hogares en la zona H2 de la ciudad, para el 85% de los encuestados, el acoso por parte de soldados y colonos israelíes en una de las preocupaciones clave que afectan el acceso de los niños a la educación. 

El estudio también revela que 88% de los menores en edad escolar que residen en esta área (unos 2.200), deben cruzar un punto de control para llegar a la escuela. Alrededor del 90% de los núcleos familiares con niños en edad escolar, informaron de al menos un incidente de demora, acoso, registro físico o detención en su camino a la escuela en la primera mitad de 2018.

“Más de un tercio menciona el sufrimiento emocional”

El estrés y el sufrimiento, fruto de una vida bajo la ocupación, hace mella en la salud de su familia. Son cicatrices invisibles que, mientras no cambie esta realidad, se curan y alivian con atención psicológica, como la que brinda, desde el año 2001, Médicos Sin Fronteras. El personal local y expatriado de la ONG humanitaria, ofreció 3.520 consultas individuales y familiares durante el pasado año. Además, 8.799 personas asistieron a actividades grupales en las que se trabajan mecanismos de defensa para afrontar y prevenir el desarrollo de problemas graves de salud mental ante posibles eventos traumáticos.  

“Estamos hablando de una población en la que más de un tercio hace referencia al sufrimiento emocional. Y de esos, casi la mitad tiene problemas en las actividades de la vida diaria. Sin embargo, menos de uno de cada diez busca ayuda profesional. Por eso estamos aquí”, destaca el doctor César Pérez, Coordinador del Proyecto de MSF en Hebrón.

“Aparte del tratamiento de los trastornos mentales que requieren atención psicológica especializada, tratamos de prevenir el desarrollo de los mismos mediante psicoeducación y lucha contra el estigma. Nuestros pacientes además dicen siempre que les devolvemos la esperanza, que les recordamos que no están solos”, prosigue. Lo constata Manal, que, deshaciéndose en halagos y agradecimientos hacia Noor –su psicóloga y la de los trillizos– reconoce que “todo es más fácil cuando puedo expresar este sufrimiento”.

En un momento de la conversación, da un respingo del sofá y abre un armario donde guarda algo. Son cuentas de colores y otros materiales con los que elabora pulseras y collares. “Esto me ayuda a escapar de la realidad”, comenta con una sonrisa y un pellizco de orgullo, mientras los enseña. Acto seguido, con una bocanada de aire desvela su principal propósito: “Solo quiero que mis hijos vivan en paz”.

205 menores palestinos recluidos en prisiones israelíes

El deseo de Manal es un común denominador entre muchas madres palestinas. Como Amal, viuda, de piel curtida y 60 años que, frente al espejo, podrían parecer más. Pesan el dolor por la pérdida de uno de sus hijos y la amargura tras repetidas detenciones de otros dos vástagos por parte de las autoridades de Israel.

“La primera vez que arrestaron a Mohamed tenía 16 años y estuvo cinco en la cárcel; el otro tenía 14 años la primera vez que se lo llevaron y pasó dos en prisión por una detención administrativa”, detalla. Después llegaron muchas más.

No es una situación excepcional, sino la de muchos hogares palestinos. Se calcula que, desde el año 2000, más de 12.000 niñas y niños palestinos han sido arrestados, generalmente acusados de haber lanzado piedras contra las fuerzas militares, policiales o colonos.

Según la organización de derechos humanos B'Tselem, a finales de febrero de 2019 se contabilizaban 205 menores palestinos recluidos en prisiones israelíes. Uno de los casos con más eco a nivel mundial fue el de la joven Ahed Tamimi, convertida en icono de resistencia. A sus 16 años, pasó ocho meses en prisión tras abofetear a un soldado el día que su primo, Mohammed Tamimi, de 14 años, resultó gravemente herido por un disparo en la cabeza a corta distancia por parte de un soldado israelí.

Desde su modesta casa en un pueblo a las afueras de Hebrón, Amal, que en español significa Esperanza, desempolva los retales de una vida bajo la ocupación israelí, pero, también saca a relucir su fuerza para seguir adelante. 

“Estaba totalmente devastada, siempre estaba llorando, no comía”, dice hablando en pasado. “Ahora estoy mejor, gracias a Dios”, revela, atribuyendo parte de este éxito al apoyo psicológico que recibe de la ONG humanitaria. “Cuando vienen a casa y hablan conmigo, al menos, me alivia saber que hay gente que se interesa por nosotros, que no todo es tan negro”, ensalza agradecida.

Una escuela en un campo de entrenamiento militar 

En los confines del distrito de Hebrón, entre áridas colinas, en la Zona C de los territorios palestinos ocupados –bajo control militar y civil del Ejército israelí– se hallan pequeñas y humildes aldeas habitadas por familias palestinas que viven en casas de ladrillo o cuevas habilitadas y que se dedican a la agricultura y al pastoreo; pero, sobre quienes pesa la amenaza constante de su extinción.

Se trata de un enclave plagado de asentamientos de colonos, que también sirve como zona de entrenamiento militar, conocido como “Campo de Tiro 918”, desde que el Ejercito israelí se lo apropiara en 1999. Desde entonces, la población autóctona se ha enfrentado al acoso. Los vecinos denuncian que los habitantes de los asentamientos, así como las autoridades israelíes, destruyen las tuberías para cortar el suministro de agua potable, restringen el acceso a la electricidad u otros servicios básicos y sufren demoliciones de sus hogares.

En una de estas localidades, de poco más de 400 habitantes, los aldeanos prefieren que no se precise su nombre por miedo a represalias. Fueron ellos los que, en el año 2011, abrieron el único centro educativo de la zona al que acuden unos 60 estudiantes.

“En la propia escuela tenemos un aula con orden de demolición. Si queremos hacer una reforma o instalar alguna tienda de campaña, los soldados israelíes te la quitan inmediatamente”, se queja Mohamed, el director. Por eso, según cuenta, en ocasiones el colegio es una suerte de refugio para quienes se quedan sin techo, a la espera de reconstruir sus viviendas.

El miedo a las demoliciones, las provocaciones constantes de colonos y militares, dejan episodios traumáticos para los niños y niñas que ahora tratan de superar con la ayuda del personal de atención psicológica de MSF, que se desplaza hasta allí.

“Vemos cómo nuestros estudiantes se sienten más cómodos y tienen más herramientas frente al miedo. También es importante para que no se sientan solos por completo”, resalta el director de la escuela. Otro paisano asiente, pero matiza: “Necesitamos que cambie la realidad de raíz, no solo en la escuela”.

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