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Entrevista Autor de 'Tres días en la arena'

Ibrahim Bah: “Tuve pesadillas cada día que escribía este libro, pero me ayudó a sanar”

Ibrahim Bah, autor del libro 'Tres días en la arena'.

Gabriela Sánchez

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Hubo un tiempo en que el guineano Ibrahim Bah, tras un duro viaje clandestino a España, no se detenía a recordar. Prefería olvidar, no pensar y tirar hacia delante. Hasta que concluyó que las imágenes del desierto y las aguas del Estrecho volvían a su cabeza por más que intentaba obviarlas. Aparecían sin avisar. Le llenaban de ira. Le impedían avanzar. Y decidió hacer todo lo contrario a lo que se había impuesto: recordar cada uno de sus pasos en su camino a Europa y vomitarlo todo en un libro.

Esta es la antesala de 'Tres días en la arena', editado por La Imprenta y apoyado por la ONG gallega Agareso, un relato breve, donde Bah cuenta, sin intermediarios ni florituras, cada una de las etapas de su travesía, desde el motivo que empujó su inesperada huida hasta la desesperación del desierto, así como las reflexiones que cada día, aún no sabe bien cómo, le permitieron resistir. En cada página, el guineano parece convertir al lector en un amigo, como si le llamase en mitad de su periplo en busca de aliento y compañía.

El joven, proveniente de una familia acomodada y estudiante de Derecho en Guinea Conakry, se ve forzado a huir y a emprender un viaje a Europa cargado de abusos, trampas y peligros. Su implicación con las reuniones clandestinas organizadas por su madre en su país, en contra de los asesinatos de jóvenes manifestantes durante las protestas celebradas en 2018 contra el entonces presidente Alpha Condé (depuesto este año tras un golpe de Estado), derivaron en su detención, de la que pudo escapar. Nunca más volvió a casa.

El viaje forzado ha cambiado su sueño de infancia, que nunca se había situado en Europa. Él quería ser abogado en su país y defender a sus vecinos, pero esa injusticia contra la que quería luchar acabó empujándole a huir para salvar su vida. Ahora, como solicitante de asilo en España, su deseo es otro. Vivir de las dos actividades en las que se refugió a su llegada a Andalucía para superar el trauma y la ruptura de expectativas: la escritura y la danza.

No va por mal camino. Acaba de publicar su primer libro y es profesor en una pequeña escuela de Algeciras, la ciudad en la que vive y donde pronto tendrá a su primer hijo.

¿Por qué decide escribir este libro?

Desde que llegué aquí, me costó mucho encontrarme con la realidad. Todo lo que imaginaba en mi cabeza no era cierto, no era nada parecido a la idea que yo tenía de cómo es Europa. Y en segundo lugar, veía a muchos compañeros míos cayendo en el mar. Y yo me preguntaba: ¿por qué nadie habla del desierto y aquí solo hablan de la patera? La patera es el último escalón, pero nadie sabe lo que pasa antes de llegar al mar.

Era tan duro que, cuando llegué, pensé que lo mejor era olvidarlo para no sufrir [hace una pausa]. No era así. Porque, en realidad, las imágenes seguían ahí. Entonces, decidí buscarme un objetivo. ¿Qué puedo hacer para ayudar a mis compañeros para confiar en sí mismos y hablar de lo que realmente ha pasado? Escribir un libro. Pero yo no tenía ni idea hasta que Antonio (de la ONG Agareso), una persona que me entrevistó para un documental, me animó: “Has hablado durante dos horas del viaje, ¿no crees que puedes escribirlo?”. Pensé que ese libro podría ayudarme a sanar porque era un proceso que aún no había superado ni casi lo había hablado. Es una experiencia muy dura que no solo he pasado yo. La han pasado miles y miles de personas.

En el libro, dice varias veces que fue muy difícil escribirlo. Incluso reconoce que necesitaba parar y dejar de contar ciertos episodios. ¿Cómo ha sido ese proceso para usted?

Eso fue lo más duro. Cada vez que escribía, el día siguiente quería abandonar. Quería dejarlo. Porque no es un libro cualquiera. Es una historia real que no está contando otra persona por mí. Es lo que yo he vivido, hace no mucho tiempo, y lo estoy reviviendo y escribiendo. Entonces, psicológicamente, me volvía loco. Tenía todas las noches pesadillas. En todo el proceso de escribir el libro, era como si, a cada capítulo que escribía, estuviese allí espiritualmente. Era como si estuviese haciendo otra vez el viaje, pero psicológicamente. Lo conseguí gracias al apoyo de compañeros, amigos, y de psicólogos.

Aún así, ¿considera que ese proceso fue terapéutico para usted?

Cada vez que escribía un capítulo era como si me quitase un peso encima. Cada vez que escribía una parte del viaje era como si ya no me pesase nada de ese trayecto. Y entonces supe que no ha habido mejor terapia para mí que escribir toda la experiencia.

Porque, cuando yo llegué a España, me dije: “Esa parte de mi vida ya queda borrada, eliminada”. Pero, claro, cada vez que me pasaba lo mínimo, que algo me recordaba a lo vivido, se me subía la ira. Estaba perdido. Esto es algo que tenía que soltar, algo que tenía que sacar.

La historia sobre su viaje empieza por sus antepasados. ¿Por qué?

Lo hice para recordar de dónde vengo y nunca olvidarlo. Y eso me da fuerza. En el libro hablo como si estuviese hablando contigo directamente, está escrito en primera persona. Y quiero que me conozcas, que sepas quién soy. Yo veo a compañeros míos aquí que ahora se creen que son europeos, que no tienen nada que ver con África porque llevan muchos años aquí. Tenemos que recordar de dónde venimos.

Y una parte importante del libro es su madre. Ella empieza un movimiento clandestino de madres en Guinea Conakry en contra de la represión a las protestas de jóvenes de 2018, a pesar de que su padre trabajaba como militar para el gobierno de entonces. ¿Qué significa su madre para usted y por qué se volcó tanto con su lucha?

Mi madre es una mujer que admiro mucho. Porque es independiente. Luchadora. Incluso se ha rebelado contra el Gobierno. El mensaje tradicional en Guinea suele ser que la mujer tiene que estar en casa con los niños, pero mi madre siempre ha sido lo contrario de todos.

Su oposición a los asesinatos de jóvenes en las protestas de Guinea Conakry acabó influyendo en su huida. ¿Cómo eran esas reuniones clandestinas y por qué le empujaron a escapar?

Todo empezó cuando mataron a muchos amigos míos del mismo barrio, hijos de amigas de mi madre. Tras cada manifestación, veíamos mujeres llorando porque la muerte de sus hijos nunca sería juzgada. A raíz de eso, ella, siendo una madre y empatizando con sus amigos, no pudo más y empezó a hablar con mi padre [militar de alto rango] porque era consciente de que parte de la causa de esa represión estaba en mi casa, pero él tampoco podía hacer nada. Así que ella empezó a hacerlo por su cuenta. Reunía a todas esas mujeres en casa. Contaban sus casos, los apuntábamos, y poco a poco venía más gente para organizarse contra el Gobierno.

Ella era una líder, la respetaban. Y yo tengo una unión muy fuerte con mi madre. Tengo cuatro hermanos, soy el mayor y cuidaba a esos niños porque mi madre tenía que salir a trabajar y mi padre no estaba mucho. Sin hablar, nos entendemos. Y también estaba harto de ver a mis amigos morir. Por eso me volqué en apoyarla. Apoyaba cada reunión, apuntaba todas las decisiones de las mujeres… Participaba en las reuniones y cada vez tenían más fuerza... hasta que la oposición del Gobierno de entonces se fijó en esta reunión y vinieron a apoyar a mi madre. Y ya ahí se le fue la pinza al Gobierno. Venían a por nosotros.

Yo estaba en todas las manifestaciones al lado de mi madre, y me veían como uno de los líderes. Nos llevaron a la cárcel más grande del país. A mi madre y a mi padre los metieron en una celda. A mí, en otra, con los jóvenes que cogían en cada manifestación. Sabíamos que había miles de jóvenes y de allí no salían o salían muy mal. ¿Por qué yo pude escapar? Porque fui un privilegiado, pude escaparme gracias al apoyo, en secreto, de un amigo de mi padre.

Él le monta en un coche, le dice que el plan está hecho y que se tiene que ir del país.

Me dijo “tienes que irte”. Le preguntaba cosas y no podía responderme, solo me decía que me tenía que ir. Me llevó a Mali. No podía preguntarle ni dónde estaba mi mamá. Nada. Era un peligro si se descubría que él me ayudaba en esto. Y así empezó este viaje que nunca habría querido hacer.

¿Cuál fue la peor etapa del viaje para usted?

El inicio del desierto. De ahí vino el nombre del libro: “Tres días en la arena”. Esos tres días fueron los más duros de todo mi viaje. Todo lo que yo había leído o visto en los libros sobre el desierto era bonito. Y el día que entré en el desierto y tocó mi piel el viento sentí un calor... como si estuviese en un horno. Y ahí pensé automáticamente que el desierto no es lo que yo imaginaba, que iba a ser muy duro. Y eso antes de saber que el señor que nos iba a guiar nos dejaría tirados sin agua, sin comida.

Hay gente que se quedó en el camino. Pero, en el desierto, andando en estos momentos, no te puedes ni parar a pensar que tal persona se ha quedado atrás. Yo, que soy musulmán, decía “¡Dios, por favor! Coge mi alma, mátame!”. En realidad me daba igual morir o vivir. Recuerdo la primera noche en el desierto, cuando empezó a entrar el frío. Ya habían pasado semanas y no sabía nada de mi familia. Miraba la estrella, recordaba mi casa, mi país. Y me preguntaba por qué me había pasado eso a mí.

Usted dice que en Guinea, debido a la profesión de su padre, era un privilegiado. Hasta entonces, ¿alguna vez pensó en migrar a Europa de forma irregular, como muchos de sus compatriotas?

Nunca me lo imaginé. En mi casa no faltaba nada. No me faltaba comida, no me faltaba el dinero. Estaba estudiando Derecho. Tenía un sueño que cumplir. Allí estaban mis padres y mis hermanos… Yo quería ser abogado para defender a la gente de mi pueblo, de mi país. Porque hay mucha injusticia. Y no todo el mundo tiene una oportunidad de estudiar Derecho allí, y yo la tenía.

Por eso, para mí, el choque fue tan grande. En el camino veía a niños, madres y hermanos. Familias enteras que salían de otro país porque tenían otro problema y todo eso me recordaba a mi familia, mi país, mis hermanos, mi madre. Incluso veía a niños morir o madres dejando a sus hijos porque habían sufrido tanto que no podían más.

A pesar de que su sueño no estaba en Europa, a lo largo del viaje, su discurso se fue transformando y llegó a la idea repetida en el camino migratorio de “llegar a Europa o morir”. A pesar del riesgo extra que entrañaba subirse en una patera. ¿Por qué cambió?

Cada obstáculo que pasas.. Cada vez que me salvaba de la muerte en el camino, eso me daba más fuerza y más esperanza. Pensaba que, si estaba ahí, que si me había salvado, era por algo. Entonces, pensaba: he pasado diez pruebas mucho más duras y dicen que en 15 minutos en barca tienes la libertad, esa libertad europea que te venden, que tanto quieres, que tanto extrañas. Podré tener la libertad de hablar sin esconderme. Sin tener miedo de que me peguen. Eso te da fuerza y piensas: si no me he muerto en estos seis meses, en el desierto, en las torturas de Argelia, en las manifestaciones de mi país… ¿me voy a morir ahora?

Pero muchas veces esos 15 minutos se convierten en más tiempo y pueden ser el fin.

Usted llegó… le rescataron aferrado de una tabla de madera cuando la barca se había hundido. ¿Se encontró realmente la “libertad”? Y, si lo hizo, ¿valió la pena?

Si llegas a tierra, como yo, también está el riesgo de que puedas volverte loco. Cuesta mucho reconstruir tu vida porque estás tocado, pero eso no lo vas a entender hasta que llegues. En el viaje tienes la adrenalina de llegar pero, al llegar, empieza otro viaje psicológico. Por eso me gustaría hacer un segundo libro y enfocarlo sobre la parte terapéutica de la llegada.

Porque llegas a esa supuesta “libertad” y lo primero que hacen es meterte en una cárcel durante 72 horas (los Centros de Atención Temporal de Extranjeros, donde los migrantes están bajo custodia policial durante la identificación inicial). Y entonces ese momento ya te recuerda a todo lo que has pasado antes. A las cárceles en Argelia, a las zulos del camino… Y ya no te vas a fiar de nadie, otra vez. Piensas que es otra estafa, como las que has vivido en el camino. Y te preguntas, ¿era esto? Y ese solo es el principio de los obstáculos. 

Poco más de dos años después de su llegada, es solicitante de asilo, trabaja en Algeciras en un restaurante y en una escuela de baile, como profesor de danza urbano. ¿Cuándo empezó a bailar? ¿Cómo ha sido de importante el baile en su nueva vida en España?

De pequeño me encantaba bailar a mi rollo. Fuimos la primera familia en mi barrio en tener una tele. Yo veía bailar a Michael Jackson, me encantaba: imitaba cada paso. Pero claro, yo no podía bailar. No podía decirles a mis padres que yo quería ser bailarín. Primero, porque era el hermano mayor y tenía que ser perfecto, recto, no podía fallar en ningún momento y tenía que tener el peso de la familia encima. Entonces, bailaba a escondidas. Lo descarté de mi cabeza, pero, señor, dentro de mí bailar era un sueño.

Cuando llegué aquí, desde Barrio Vivo, la ONG que me apoyaba, me preguntaron qué me gustaba hacer. Les dije que bailar, que no era profesional pero me gustaba. Un día me llamaron para participar en una actividad de baile, dije que sí, pero, como no sabía español, no me enteré bien de cuándo había que ensayar. De repente, me llamaron diciendo que ese mismo día era la actuación. No había ensayado nada, pero allí me planté. Cada uno representábamos un continente, yo representaba África. Yo era el último. Empezó la música, empecé, y todo el mundo se puso a bailar, yo estaba flipando. Se volvieron locos.

Con esa energía, un día paseando vi una escuela de baile. Entré a preguntar. El dueño me dijo que podía hacer unas clases de prueba. Al principio estaba perdido, pero me fui adaptando. Al salir, le pregunté por cómo funcionaba. Me dijo que eran 50 euros al mes. Le dije que lo sentía, que no podía. Él empezó a interesarse por mi historia: “Cuéntame qué te pasa. ¿Tienes familia aquí?” Yo le decía, “no”. “¿Cuánto tiempo llevas aquí?” Le conté, tímido, que llevaba seis meses y había venido en patera. El dueño se quedó sorprendido de que me hubiese interesado por las clases en mi situación y me dijo que no me preocupase, que me iba a dar una beca y podía aprender todo sin pagar.

Tiempo después, un día me llevó a una clase llena de niños y dice: “Niños, os presento a vuestro nuevo profesor”. Yo aluciné. Era algo voluntario, pero era un gran paso para mí. Pasados unos años, ya he conseguido un trabajo formal como profesor en otra escuela. Empecé con tres alumnos y ahora doy clase a 30. Y es el trabajo que me gustaría hacer para siempre. Para mí, no es un trabajo: ,ahora sí estoy cobrando, pero puedo estar ahí horas sin darme cuenta de que pasa el tiempo. Bailando también conocí a mi pareja y futura madre de mi hijo. Para mí, el baile no es solo bailar. Para mí el baile es escaparme de mis emociones. Olvidarlo todo. Como la escritura, el baile me salvó.

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