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Las historias de refugiados del conflicto colombiano que Santos da por terminado

María (nombre ficticio) observa algunas fotografías de su familia/ Jaime Giménez

Jaime Giménez / Gabriela Sánchez

San Lorenzo (Ecuador) —

Adriana no puede contener las lágrimas al recordar. En su mente aparece cómo tuvo que dejarlo todo para huir de las amenazas de los paramilitares colombianos. “Vine a Ecuador porque los grupos armados nos sacaron. Nos dieron tres días para salir del pueblo, si no nos íbamos nos harían desaparecer”. Con ojos vidriosos pero voz firme, Adriana cuenta su lucha por sobrevivir en un entorno de conflicto armado interno que desangra a su país desde hace más de cincuenta años. Como ella, cerca de 55.000 colombianos, según el Ministerio de Exteriores, viven en Ecuador como refugiados, en uno de los países que más asilados alberga de América Latina.

Adriana es una mujer risueña pese a llevar cuatro años separada de sus tres hijos, que continúan viviendo en Colombia. Solo los amargos recuerdos de su huida transforman su sonrisa en pesadumbre. A Jesica no le ocurre lo mismo. Su mirada perdida delata un profundo trauma provocado por la extrema violencia. Aunque apenas articula palabra, alcanza a farfullar una frase lapidaria. “Cuando llegué a Ecuador estuve durmiendo en casa del tío de mi marido, pero ahora los dos están muertos”. El vacío en sus ojos le delata: de no ser por sus tres hijos, pocas razones le quedarían para querer seguir viviendo.

Ambas mujeres viven en Pampanal de Bolívar, una pequeña comunidad isleña a pocos kilómetros de la frontera. Cuando necesitan ayuda acuden al pueblo costero de San Lorenzo, a una hora en lancha, donde operan varias organizaciones que brindan asistencia a los refugiados. Adriana y Jesica reciben apoyo de Hias, una ONG que en colaboración con ACNUR distribuye bienes de primera necesidad a los extranjeros que llegan a Ecuador para solicitar refugio. Ambas mujeres, aunque señalan ciertas respuestas xenófibas por algún sector de la población, resaltan la capacidad de acogida de la comunidad en la que se han asentado. “Las Américas tienen una antigua y generosa tradición de brindar asilo y protección a quienes lo necesitan, una hospitalidad que ha dejado huella en una serie de buenas prácticas legislativas en la región·, explican desde la agencia de la ONU.

Aunque existe un trámite odiado por todos los refugiados colombianos consultados: cada varios meses tienen que viajar tres horas y media en autobús hasta la capital provincial de Esmeraldas, donde se encuentra la Dirección de Refugio, para poner en regla sus papeles. Estos desplazamientos suponen un importante gasto económico y psicológico para la maltrecha economía de los asilados. El pago de los viajes consume buena parte de ingresos.

Adriana recolecta conchas en los manglares de la zona para poder sobrevivir. “El día que más saco 'conchando’ consigo cinco dólares. Me da para comer, pero para nada más, ni siquiera para vestirme”, reconoce, mientras muestra una herida en el pie por una picadura de mantarraya.

Susana, dueña de una tienda de alimentación en San Lorenzo, atiende con complicidad a cada una de las personas que asoman su cabeza por la ventana de su pequeño negocio. Originaria de Tumaco, en el Pacífico sur colombiano, esta mujer tuvo que escapar de su casa junto a su marido e hijos para salvar su vida.

Allí trabajaba en una empresa de apuestas. “Me tocó retirarme del trabajo, amenazaban con matar a una de las empleadas”, afirma. “Un día mi hija llegó del colegio diciendo que casi la secuestran. En esos días habían matado a una chica de catorce años, la habían violado y dejado tirada en una playa. Entonces me puse muy nerviosa e hice las maletas. Pusimos la casa en alquiler allí en Tumaco y luego fueron y mataron al inquilino. Entonces vendimos la casa, prácticamente regalada, y ya decidimos que no volvíamos más”.

Un barrio levantado por refugiados colombianos

“Al principio cuando llegamos a San Lorenzo fue muy duro. No teníamos ni para la comida. Al llegar estuvimos con mi hermano, que ya vivía aquí. Nos tocaba dormir en el suelo porque no había cama, pero lo más duro fue no tener comida para dar a mis hijos”. Tres años después de abandonar todo lo que tenían y llegar a San Lorenzo, Susana y su familia han conseguido asentarse y construir una nueva vida gracias a una pequeño préstamo recibido por la Misión Scalabriniana, una ONG local. Poco a poco han ido ampliando el negocio, situado en un barrio a orillas del manglar formado por rudimentarias casas de madera levantadas por colombianos huidos de la guerra.

Es en enclaves del Pacífico ecuatoriano como Pampanal o San Lorenzo donde miles de colombianos tratan de rehacer sus vidas, una tarea nada sencilla. “Las personas que vienen aquí ni siquiera miran a los ojos. Vienen dañados. Hay personas que casi no hablan, que sienten vergüenza de contar su situación. Llegan cabizbajos, nostálgicos, derrumbados”, describe Celeste Quiñonez, trabajadora de la Misión Scalabriniana. Organizaciones como la suya intentan hacer más vivible lo invivible, dando apoyo psicológico a las víctimas de persecución en su país. “Toca hacer un trabajo fuerte para tratar de animarlas. Después de unos meses ya se van abriendo”.

El conflicto continúa

En 2013, mientras el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC mantenían en La Habana diálogos de paz, más de diez mil colombianos solicitaron refugio en Ecuador. Según datos de ACNUR, sólo un 13% de las solicitudes fueron aceptadas. Como demuestra la muerte de once soldados en el departamento del Cauca en abril, las conversaciones de paz no han supuesto un alto a las hostilidades. La violencia continúa y, con ella, el éxodo de miles de personas atrapadas en el conflicto. “Hay quien viene porque mataron a su vecino, o tiraron una bomba al lado de su casa, aunque a ellos directamente no les pasó nada. Huyen de la violencia, de la guerra”, revela Virginia Valencia, abogada de la Defensoría del Pueblo de San Lorenzo.

A pesar de la evidente violencia, la estrategia del expresidente colombiano Álvaro Uribe (2002-2010) consistió en negar la existencia de un conflicto armado, presentando la situación como una lucha del estado contra “grupos narcoterroristas”. Este discurso de negación, según Quiñónez, afecta a los refugiados. “Todavía hay veces que se dice que no hay conflicto. Pero decirle a una persona que viene aquí que no hay conflicto es duro. Lloran. Se preguntan por qué se vende eso, si la situación está peor”.

El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, aseguró recientemente que con el proceso de paz de La Habana “las armas se están silenciando” y, según consideró, el posconflicto ya ha empezado en este país, tal y como recogió la CNN. Asociaciones en defensa de las víctimas del conflicto, como la Fundación Nydia Erika Bautista, denuncian que las desapariciones forzosas continúan durante el proceso de paz y aseguran sentirse “olvidadas”. Otras, como el Movimiento de las Víctimas de Crímenes del Estado, defienden el papel que están recibiendo los afectados del conflicto.

El actual presidente Juan Manuel Santos, ex ministro de Defensa con Uribe, inició un proceso de paz en 2012, sentándose a la mesa de negociación con las FARC. Hasta ahora se han alcanzado acuerdos parciales sobre desarrollo agrario, participación política y drogas ilícitas, mientras quedan pendientes puntos clave como la reinserción de los guerrilleros a la vida civil o las medidas de reparación a las víctimas del conflicto.

Esta última cuestión es la que más interesa en San Lorenzo, donde viven más de doce mil colombianos. “Si se firma la paz en Colombia sería excelente. Hay mucha gente que quiere retornar y no puede. Es muy difícil dejar su casa y su tierra y no poder regresar. Pero si se llega a la paz muchísima gente querría volver y recuperar su tierra, su casa y estar junto a su familia. Aunque hay muchos otros que decidirían quedarse”, considera el responsable de la ONG Hias.

Adriana no tiene claro lo que haría si terminara la guerra. “Hace unos meses me arriesgué a volver a mi país por primera vez en cuatro años, pero ya no puedo vivir allí. Fui porque me hace falta mi tierra, pero me tocó regresar. Si el peligro ya hubiera pasado estaría allí, porque allí tengo a mi madre, a mis hermanos. Pero cuando llegué me volvieron a mandar mensajes de amenaza: eran paramilitares”, narra mientras lágrimas brotan de sus ojos.

“No voy a perder la vida por estar allí, pero hecho en falta el afecto de mis hijos”. Adriana es una de tantos miles de colombianos que, de firmarse la paz, tendrá que decidir entre quedarse con su nueva vida en un entorno ajeno alejado de sus raíces o recoger los añicos de una vida cortada a balazos y tratar de unir los pedazos para retomar su felicidad allí donde se la arrebataron.

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