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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Cuando Goirigolzarri se enteró de que a sus empleados les daba vergüenza decir que trabajaban en Bankia

El presidente de Bankia, José Ignacio Goirigolzarri, en un acto en la sede de la entidad.

José Precedo

La bomba estaba en un correo electrónico que ni siquiera intentó disimular. El asunto se encabezaba como “Confidencial” y en el texto el secretario del consejo de Administración de Bankia, Enrique de la Torre, que dejaba el cargo, ilustraba a su sucesor, Jesús Rodrigo, sobre las retribuciones en el órgano de gobierno de la entidad.

El 1 de septiembre de 2009 el directivo saliente detalló por escrito las dietas de 1.350 euros por asistencia a cada reunión y reveló el secreto mejor guardado del banco: “Además, tiene cada uno una tarjeta visa de gastos de representación, black a efectos fiscales hasta ahora (no esta nada claro que la nueva jefa de inspección mantenga este criterio sobre todo teniendo en cuenta que Cipriano no conocía los nuevos importes), de 25000 € anuales excepto su Presidente que tiene una cobertura de 50000 €”.

La publicación en eldiario.es de ese correo electrónico el 13 de diciembre de 2013  provocó un cataclismo en las plantas nobles del rascacielos de Plaza de Castilla, la sede de Bankia, en el distrito financiero de la capital, que ya había sufrido la peor de las sacudidas año y medio antes. En mayo de 2012, el Gobierno de Mariano Rajoy había decidido nacionalizar el banco y enseñar la puerta de salida a un viejo conocido: el expresidente del Fondo Monetario Internacional  y compañero de gabinete en los Ejecutivos de Aznar, Rodrigo Rato.

En el piso 18 de la torre un gabinete de urgencia se conjuró para hacer frente a otra crisis de reputación: tras el hundimiento de la entidad y el escándalo de las preferentes, trabajadores, clientes y accionistas conocían que los gestores que habían llevado al desastre al banco habían tenido barra libre para gastar durante años en tiendas de lujo, restaurantes, salones de belleza y firmas de lencería. Los extractos de las tarjetas de crédito hicieron palidecer a la nueva dirección, encabezada por José Ignacio Goirigolzarri.

El banquero había aterrizado en la entidad sin paños calientes: en las semanas posteriores a su llegada, en marzo de 2012, destituyó al comité de dirección, al consejo de administración y puso en la calle a 1.000 consejeros (todos los que estaban en la gestión y los de las empresas participadas). Se desalojaron casi todos los despachos y se remitieron 40 expedientes a la Fiscalía.  

Fueron meses críticos en los que había que tomar decisiones: la primera y más relevante, si el nombre de la entidad resistiría tanto descrédito. 2.000 sucursales lucían todavía la vieja cartelería de la caja de ahorros que dio origen al banco y a la salida a Bolsa. Las imágenes de Rodrigo Rato tocando la campana que anunciaba el comienzo de la cotización estaban en todas las televisiones. Los mismos diarios salmón que lo erigieron en autor del milagro económico español lo habían bajado de repente a los infiernos. 

Goirigolzarri, un reputado economista licenciado en Deusto, que había sido vicepresidente de Telefónica y Repsol, y consejero delegado del BBVA, empezó a programar encuentros con empleados del banco para establecer un diagnóstico: desde el escalafón más bajo a los puestos directivos se sentaron a la mesa con el nuevo presidente, que pidió sinceridad a los suyos. Entonces fue cuando supo de la verdadera gravedad del asunto. Un testigo presente en esas reuniones relata así lo sucedido: “Un trabajador contó que no se atrevía a decirle a los taxistas que trabajaba en Bankia, que cuando tenía que acudir a las oficinas centrales, pedía que le dejasen en el intercambiador de Plaza de Castilla”, una estación intermodal que se sitúa al otro la de la calle, con paradas de bus y metro. Otros siguieron con anécdotas similares: que si no se atrevían a decir en las reuniones de amigos y familiares donde trabajaban, que si todo eran malas palabras cuando salía el tema del banco... 

Cuentan los que le conocen que Goirigolzarri se quedó impresionado. La dirección decidió que antes de lanzar cualquier plan de comunicación hacia fuera, primero había que animar a los 4.500 de la casa. Se planificaron acciones para recuperar la moral de la tropa. Y después llegó su famosa campaña pidiendo perdón: “Empecemos por los principios”.

Los nuevos anuncios llamaron la atención: una entidad bancaria pagando publicidad para hacer autocrítica, para contar “a los clientes y a la sociedad” y hacer propósito de enmienda: empezar a gestionar desde la “integridad”. A pesar de esta publicidad,  las consecuencias más duras las pagaron los trabajadores. Los planes de reestructuración anticipaban soluciones “dolorosas”. Dolorosas para la mitad de la plantilla, que acabó en la calle.

Cuando la imagen empezaba a recuperarse a finales de 2013 y Bankia anunciaba beneficios, un balance saneado y sacaban a la luz un plan para devolver a la sociedad los 22.424 millones de ayudas públicas que mantuvieron con vida al banco (hasta ahora ha devuelto 2.863 millones), llegaron los titulares sobre las black. Y fue volver a empezar.

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