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Ayuso deja claro por qué el PP no quería debates

La candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid por el PP, Isabel Díaz Ayuso, antes del inicio del debate

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Si hay alguien que sabe bien lo caro que puede salir un debate, ése es Miguel Ángel Rodríguez. Hoy es el gran estratega de Isabel Díaz Ayuso. En 1993 lo era de José María Aznar. Nadie en España recuerda mejor que él cómo su jefe perdió aquellas elecciones por un debate, el segundo, que le salió rematadamente mal.

Miguel Ángel Rodríguez aprendió bien la lección, igual que lo hizo el Partido Popular. En las elecciones de 1996 –que por la mínima venció Aznar– no hubo ningún debate. Tampoco en el año 2000, ni en 2004, por las mismas razones: porque el PP tenía mucho que perder y poco que ganar. Ayer, igual que hoy.

En estas elecciones madrileñas, Ayuso y Rodríguez han hecho lo imposible para que no hubiera debates. Y cuando no han tenido más remedio, han aceptado uno, solo uno, y en la primera semana de campaña, para que así el lamentable espectáculo que hemos visto este miércoles se alejase lo máximo posible del día de la votación.

Preferían que no hubiera habido ninguno. Ayuso aceptó solo uno. Visto el debate, se entiende bien la razón.

Isabel Díaz Ayuso desplegó las mismas mentiras y datos falsos que repite en cada mitin, desde hace semanas. Y lo hizo con ese tono insultante y maleducado que la han hecho en estos meses tan popular. Rocío Monasterio aprovechó para exhibir su discurso antipolítico y su xenofobia en 'prime time'. Ambas dejaron patente una inspiración trumpista que estoy seguro llevarán hasta el final; si pierden las elecciones, también se comportarán igual que Trump.

Entre la derecha extrema y la extrema derecha, Edmundo Bal intentó ejercer de voz sensata y moderada, que a su lado sin duda lo es. Presentando una única gran propuesta: ser la alternativa a Vox como pareja del PP. Asusta que el espacio conservador se haya radicalizado tanto en Madrid que, al lado de candidatas como Monasterio y Ayuso, no parezca haber ni un 5% para él. 

Consciente de lo que está en juego este 4 de mayo, la izquierda logró mostrar unión, altura de miras y sensatez. Es una de las grandes diferencias de esta campaña, no recuerdo ninguna otra en la que los distintos partidos progresistas se trataran entre ellos con tanta consideración. Sin demostrar entre sus candidatos mucha más rivalidad que ese pequeño debate entre Iglesias y Gabilondo, casi académico, sobre si había que subir los impuestos ahora o mejor dentro de dos años. 

Ángel Gabilondo nunca tuvo en la tele su mejor perfil –es la antítesis de la política espectáculo, para bien y para mal–, pero destacó en los discursos éticos: hablando de las colas del hambre y de los menas. También sonó sincero con esa frase final donde apeló a “Pablo” para “frenar el Gobierno de Colón”.

Mónica García, algo nerviosa, aprovechó muy bien su principal valor: su experiencia en primera línea contra la pandemia –frente a una Monasterio que presumió de enseñar a esta sanitaria “qué es la covid”–. Y despuntó por sus formas honestas y creíbles de persona común.

Pablo Iglesias fue, de nuevo, el mejor orador, y consiguió descolocar en varias ocasiones a la candidata del PP. Es en los debates televisivos donde nació su estrella política y es en ellos donde Iglesias se desenvuelve mejor. 

Entre los tres, cada uno a su manera y entre los suyos, creo que lograron el objetivo que buscaban hoy: despertar a la izquierda madrileña. Que existe. Que está apagada, desmotivada. Que ha dado la campaña por perdida antes incluso de empezar. 

Porque Madrid no es de derechas, aunque hace 26 años que gobierne el PP. Basta con repasar este esclarecedor gráfico que publicamos hace unos días. La derecha solo gana en los barrios más ricos: entre ese 30% con más renta. Y el 70% más pobre acaba gobernado por una derecha que tiene muy claro que la lucha de clases existe –y los ricos van ganando, como decía un millonario de EEUU–. 

La izquierda pierde porque no vota. Porque se queda en casa. Porque en los barrios populares la participación es menor. Porque ha calado esa mentira, la de que “todos los políticos son iguales”, que extienden los mismos que tienen muy claro a quién van a votar. 

Hay que recordarlo. Gallardón ganó Madrid para la derecha porque durante años se hizo pasar por un político centrista y moderado; un verso suelto progresista, como lo vendía la prensa afín, para así no movilizar en su contra a la mayoría de la región. Aguirre siguió con el Tamayazo, y después extendió su dominio con una engrasada red clientelar y una campaña tras otra pagada con financiación ilegal. Cifuentes solo ganó por la mínima, por un escaño, por esos pocos votos que se perdieron para la izquierda por esa candidatura de IU que, por los pelos, no pasó. Y esta misma Ayuso que ahora exhibe maneras de estrella macarra del rock tuvo que recurrir a una “coalición de perdedores”, como decía Casado, porque Gabilondo fue el más votado en Madrid.

Madrid es difícil para la izquierda. Hay una pulsión reaccionaria en una parte de la vieja capital, que ve en el estado autonómico un desafío intolerable contra su autoridad. 

Es difícil, pero no imposible. No todo está perdido para la izquierda si esa mayoría de madrileños que no cree que los inmigrantes sean violadores, que no cree que la libertad consista en tomar cañas, que no cree que los impuestos con los que se pagan los servicios públicos sean comunismo, se moviliza y sale a votar. 

Por eso no querían un debate. Por eso no harán más.

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