Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.
El juego de la piñata en un cumpleaños como metáfora del capitalismo canalla
En Vitoria ha surgido en los últimos años un nuevo modelo de negocio que arrasa entre las familias. Bajo el nombre de fiestaleku o denominaciones similares han abierto locales que se alquilan para celebrar cumpleaños infantiles. Cuesta una pasta alquilarlos y no dan abasto: como no andes listo, te quedas sin fecha para el cumple de tus hijos. Por alguna razón, los pisos en los que vivimos han dejado de ser lugares adecuados para celebrar cumpleaños. Son pisos demasiado pequeños para atender a todos los invitados, o pisos poco atractivos –no tienen zonas de juegos infantiles como los fiestalekus–, o sencillamente es una de esas características de la sociedad de consumo en la que vivimos: una nueva oferta crea una nueva necesidad. Si las comuniones se han convertido en minibodas, los cumpleaños son ahora minicomuniones.
El resultado es que todos los cumpleaños son muy parecidos, prácticamente iguales en estos cumpleañódromos tan cómodos y exitosos: cambian los protagonistas pero el decorado es el mismo, y con el paso de los años uno no termina de distinguir unos de otros en la memoria. Pensaba en todo esto el lunes en un cumpleaños al que nos invitaron unos amigos. Fue en su casa. En su piso. Con comida cocinada por ellos, con niños corriendo por el pasillo y desordenando cuartos, con gente trayendo sillas porque no había suficientes para todos. Un cumpleaños hogareño.
El caso es que los cumpleaños infantiles, como todos los ritos sociales, tienen una serie de patrones –la tarta, los regalos, cantar ‘zorionak zuri’, etc.– a los que se ha incorporado el juego de la piñata. Hasta donde yo sé, el juego de la piñata era bastante divertido: se colgaba una bolsa llena de caramelos, se le tapaba la vista a un niño con un pañuelo, se le daba tres vueltas sobre sí mismo para que perdiera la orientación y tenía varias oportunidades para reventar la bolsa con un palo. En una versión más divertida todavía, se ponían varias bolsas y en algunas de ellas se metía agua o harina.
Eso ha cambiado. Ahora lo principal son las chuches. Las piñatas que se venden en las tiendas son unas bolsas de cartón con unas tiras de papel que cuelgan de ellas. El juego es sencillo: los niños se ubican bajo la piñata, tiran de las cuerdas de papel, la piñata se abre y caen los caramelos. Fin de la historia. O no.
En el momento que caen los sugus y las piruletas, los niños se lanzan ansiosos al suelo a por los caramelos. Es la ley del más fuerte. Los niños más mayores e intrépidos se llevan casi todo; los pequeñajos o despistados se quedan con muchos menos. En función del nivel de intervencionismo del Estado que estén dispuestos a permitir los anfitriones del cumpleaños, se inicia una negociación para que los niños que han acaparado la mayoría de las chuches suelten algunos y se los den a los más pequeños. En ocasiones lo hacen a regañadientes, otras veces como si fuera un favor y otras con amor y consideración hacia los renacuajos. Siempre hay alguno que pasa. Y, en todo caso, los más fuertes siempre terminan con más chuches.
Bienvenidos al capitalismo, niños.
Las primeras veces que asistí al juego de la piñata no le daba importancia. Participaba con ilusión. Caramelos lloviendo del cielo. Probablemente esté exagerando y solo sea un síntoma de la ansiedad pero, con el tiempo, llegado ese momento me empiezo a sentir incómodo. Antes intentaba disimularlo iniciando alguna conversación; ahora suelto un chiste para exorcizar el mal rollo que me causa ver a los críos en el suelo en plena batalla por los caramelos. “Venga, niños, a por la diabetes”, digo. La gente se ríe. Y hasta la siguiente piñata.
“Hay que compartir” es una de las frases que más pronunciamos a nuestros hijos mientras intentamos sobrevivir en una sociedad en la que impera el mensaje de que “hay que competir”. Les decimos que si hay dos cromos, todo es de todos, o uno para cada uno, pero después somos incapaces de proteger a nuestros hijos de esa malsana competencia que lo impregna todo y, por ejemplo, les apuntamos a más clases de inglés cuando apenas levantan un palmo del suelo (un amigo apuntó a sus hijas a chino; me han contado de un abuelo que habla en inglés a sus nietos aunque no tenga ninguna relación familiar ni sentimental con el idioma).
Preparamos a nuestros hijos pequeños para su futuro laboral cuando lo único que quieren es jugar. Queremos que se superen a sí mismos y estamos orgullosos cuando nuestros hijos aprenden a leer antes que los demás; queremos que estén pertrechados para que sean resistentes en la selva en la que se ha convertido la vida adulta, pero en el fondo, cometemos el error de reproducir ese “hay que competir” con el que funciona la selva.
Todo esto tiene una palabra y es el neoliberalismo.
Cito a Christian Laval y Pierre Dardot en una entrevista en eldiario.es: “En el neoliberalismo, la competencia y el modelo empresarial se convierten en un modo general de gobierno de las conductas e incluso también en una especie de forma de vida, de forma de gobierno de sí (...) Ser 'empresa de sí' significa vivir por completo en el riesgo, compartir un estilo de existencia económica hasta ahora reservado exclusivamente a los empresarios. Se trata de una conminación constante a ir más allá de uno mismo, lo que supone asumir en la propia vida un desequilibrio permanente, no descansar o pararse jamás, superarse siempre y encontrar el disfrute en esa misma superación de toda situación dada. Es como si la lógica de acumulación indefinida del capital se hubiese convertido en una modalidad subjetiva. Ese es el infierno social e íntimo al que el neoliberalismo nos conduce”.
Y de esta forma se nos invita a “salir de nuestra zona de confort” y la crisis se explica como una oportunidad y el exilio económico como una aventura. Lo estable y firme es aburrido o desechable, y criticamos sin conmiseración a los funcionarios. Nos preocupa más que no nos alcancen los que están bajo nuestra escala social que arremeter contra las injusticias que sostienen el sistema, y por eso en la opinión pública la crítica demagógica a las ayudas sociales germina con mucha más facilidad que la tediosa denuncia de la permisividad política con el fraude fiscal de las grandes empresas y los ricos.
Estamos hiperactivos e hiperconectados gestionando una marca de nosotros mismos para hacernos un hueco en el mercado y la lógica del libre mercado ha invadido nuestras vidas. Se nos ha pegado el neoliberalismo –la competencia, la codicia, el hiperconsumismo, la deshumanización– como el alquitrán al cuerpo de los desgraciados que eran linchados en el lejano oeste.
En su excelente libro Capitalismo canalla, César Rendueles explica en que en la España del milagro económico (1996-2006) “el capitalismo se nos metió en el cuerpo como una enfermedad infecciosa. Y nos lo llevamos a nuestra casa y a nuestro trabajo”. Cuando empezamos a desear parecernos a los ricos, “cuando vestir, comer, viajar o hablar como un idiota con la billetera llena dejó de ser algo ridículo y se convirtió en nuestro ideal de vida”.
Estamos educando a nuestros hijos para que se adapten a esta cruda realidad, pero ¿no sería mejor que terminen siendo unos inadaptados y derrumben lo que nuestra generación no ha podido derruir? El secreto, creo, sigue estando en ese “hay que compartir”, en lo común –esa palabra tan de moda–, en la solidaridad, en las experiencias cooperativas, en cuidarnos más los unos a los otros, en no dejarnos vencer por el cinismo, en resistir pero resistir para no competir. “El neoliberalismo posmoderno es un lugar frío y oscuro donde ser bueno y cuidar de los demás te convierte en un fracasado”, escribe Rendueles.
Este fin de semana es el cumpleaños de mi hija mayor, cumple seis años y lo celebramos el viernes en familia con un chocolate con churros en un bar –una pequeña tradición familiar– y el sábado lleno de críos en casa. No hemos pillado un fiestaleku porque es una pasta pero habrá piñata para los niños, una de Star Wars llena de caramelos y contradicciones. Cuando se abra la piñata, contaré el chiste otra vez, supongo, y luego les diré que “hay que compartir”.
Sobre este blog
Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.