Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El futuro es queer: Orgullo con todas las letras
Todo comienza por una letra que les sobra, pero quien empieza borrando una realidad termina allanando el camino para borrarnos a todas las personas. Lo ocurrido en Gasteiz la semana pasada con motivo del Orgullo es la expresión coherente de una deriva: el Partido Socialista, de la mano del Partido Popular, firmó una declaración institucional eliminando la letra Q del acrónimo LGTBIQA+. Lo hizo mutilando el texto elaborado por Berdindu —el servicio público de atención a la diversidad sexual y de género—, dejando fuera al resto de grupos municipales, y alineándose con el partido que se manifestó junto a la Conferencia Episcopal contra el matrimonio igualitario, y que durante décadas ha sostenido y sigue difundiendo bulos contra las infancias trans.
Reducir una sigla puede parecer un detalle menor, pero aquí lo simbólico no es accesorio ni decorativo: es estructural. Porque cuando lo queer desaparece del lenguaje institucional, no es la gramática lo que se reduce, sino el campo de lo posible: nos están diciendo que el conflicto real no es con quienes votaron en contra de la Ley Trans, sino con quienes encarnan las formas de vida que esa ley protege. Pero esta historia no empieza aquí. Lo de Gasteiz no es una anécdota, sino el reflejo local de una tendencia global: la rendición progresiva del PSOE ante los marcos culturales y discursivos de la reacción conservadora.
En los últimos años hemos asistido a una secuencia sostenida de retrocesos dirigidos contra las personas trans, intersexuales y no binarias en contextos donde los derechos se empezaban a dar por consolidados. En Estados Unidos, la administración de Trump ha reinstaurado la obligación de declarar el sexo asignado al nacer en los pasaportes, forzando a miles de personas a portar un documento que no sólo niega su identidad, sino que las expone, limita su libertad y vulnera su seguridad. En Reino Unido, una reciente sentencia ha excluido a las mujeres trans de la definición jurídica de “mujer” con el aplauso cínico de J.K. Rowling, que brindó la pérdida de derechos con un puro en la mano, convertida ya en símbolo grotesco de una cruzada contra las mujeres trans. En Hungría, la marcha del Orgullo se encuentra en riesgo ante las amenazas del gobierno de Viktor Orbán, que continúa ampliando su ofensiva autoritaria y liberticida bajo el barniz de la moral y la censura. Y en España, territorios como Madrid y el País Valencià han impulsado reformas legislativas que erosionan los derechos conquistados e impiden a asociaciones LGTBIQA+ realizar su trabajo con garantías.
Ahora bien, es importante señalar que la ofensiva contra las personas trans no es un fin en sí mismo, sino un punto de entrada: un spoiler político de lo que está por venir. Quienes egoístamente se consuelen pensando que la regresión se detendrá ahí —como si los retrocesos pudieran administrarse— tristemente se equivocan. La ola reaccionaria ha señalado a las personas trans como su principal objetivo porque ha detectado en ellas el eslabón más débil desde el que abrir una grieta: una oportunidad para dividir a los feminismos, fracturar el campo progresista y ensanchar el margen de lo odiable. Y lo hace con eficacia quirúrgica, delegando la primera embestida en un movimiento transexcluyente que no es más que una mala copia, una versión subcontratada y cutre del proyecto original: el avance de los discursos, partidos y organizaciones de extrema derecha. Mientras estos ganan poder institucional en gobiernos, ocupan espacios mediáticos y capturan estamentos clave del Estado, otros les abren el camino disfrazando de “debate legítimo” lo que no es más que una forma refinada de deshumanización. Y cuando el proyecto reaccionario se despliegue por completo en gobiernos, medios, leyes y cuerpos, ya no importará quién fue la feminista clásica, quién la posmoderna y quién la radical; tampoco quién calló por prudencia o quién se desmarcó por cálculo. Porque el objetivo no es sólo una letra ni una identidad concreta, sino el colapso del tejido común que hace posibles nuestros derechos, nuestras alianzas y nuestras propias vidas.
En el contexto de avance de la extrema derecha, que arrasa sin pestañear derechos y vidas humanas, mientras contemplamos en tiempo real la impunidad con la que se comete un genocidio en Gaza —amparado, en muchos casos, por un pinkwashing que instrumentaliza a las personas LGTBIQA+ como coartada para la ocupación y la violencia— no hay margen para la ambigüedad: la única posición coherente para las fuerzas democráticas es un compromiso valiente, sin matices, con los derechos humanos en toda su radicalidad. En este escenario, eliminar una sigla no es un gesto simbólico ni una cuestión de forma: es una rendición y capitulación política. Porque detrás de cada letra hay personas concretas, historias y memorias vulneradas, cuerpos que han resistido. Personas que no necesitan el permiso de nadie para ser, pero que sí exigen reconocimiento institucional para poder desarrollar sus vidas con dignidad. Esa es la respuesta que debemos dar desde cada institución, desde cada rincón, desde cada espacio: reconocimiento y ampliación de derechos.
Y, sin embargo, en este espejismo de modernidad que nuestros dirigentes han levantado en torno a Euskadi —ese relato autocomplaciente de país avanzado y perfectamente gestionado, envuelto en banderas arcoíris y manifestaciones reconvertidas en reclamo turístico—, lo esencial y reclamado por los colectivos sigue sin llegar. Euskadi es hoy la única comunidad del Estado que ni ha aprobado ni ha iniciado la tramitación de una ley integral LGTBIQA+. La excepción vasca, lejos de explicarse por obstáculos técnicos, únicamente puede entenderse como lo que es: una renuncia prolongada y una forma de abandono institucional. Mientras el Gobierno Vasco aplaza la ley, el Ararteko y el Euskal LGBTIAQ+ Behatokia llevan años alertando —sin respuesta efectiva— del aumento sostenido de los discursos y delitos de odio por razón de orientación sexual, identidad y/o expresión de género. En ese silencio, por tanto, lo que se posterga no es sino la obligación de proteger a quienes siguen siendo blanco de la violencia.
Pero la sociedad vasca sigue hoy muy por delante de su Gobierno dormido. La nuestra es una sociedad orgullosamente diversa, mayoritariamente progresista y defensora de los derechos humanos. Ante quienes sueñan con borrarnos, las personas LGTBIQA+ y quienes están a su lado, sabemos que nuestras vidas no son una concesión ni una excepción, sino parte irrenunciable del relato colectivo de este país. Lo sabemos porque venimos de Francis, de Ekai o de Mikela, y también de Samuel y de Sara Millerey, que nos recuerdan con sus vidas, sus luchas y sus ausencias, que no estamos aquí por concesión, sino por un ejercicio de pura resistencia y de victorias compartidas.
Y es que, si hoy hemos llegado hasta aquí, es porque hubo quienes se atrevieron a romper el cristal. Porque dos mujeres trans, racializadas, militantes, trabajadoras sexuales, reinas de la noche y de la calle, Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson, arrojaron un vaso de chupito e iniciaron una revuelta en el tugurio neoyorquino de Stonewall, hace exactamente 56 años. Hoy sabemos que no habría Orgullo sin las mujeres trans, y que en este presente, precisamente, es en su libertad donde nos jugamos la libertad y los derechos de todas las personas.
Las, los y —también— les socialistas del futuro, se arrepentirán siempre de haber eliminado una sigla en su último Congreso Federal. Sus dirigentes vascos y estatales acabarán por avergonzarse de haber pactado, asumido y reproducido el relato de la ultraderecha que, como denuncia Carla Antonelli, borra y excluye a las personas trans empujándolas y arrastrándolas a los márgenes. Frente a ellos, quienes estamos en el lado correcto de la historia, seguiremos construyendo alianzas rebeldes y con hambre de futuro. Y es que sabemos, en definitiva, que no habrá futuro si no lo hay para todes.
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