San Borondón
En las viejas tabernas portuarias algunos marinos hablan de la isla de San Borondón, de la que dicen es la última tierra firme que avistan los marinos antes de penetrar definitivamente mar adentro en la ruta de los alisios, la que lleva a los navíos a las tierras de América.
Algunos afirman haber anotado su presencia en el cuaderno de bitácoras, situándola al norte de la gran isla del rey Mencey; otros dicen haberse refugiado en una de las ensenadas que miran al sur. También hay marinos que ríen socarronamente a la vez que dicen que San Borondón solo existe en la mente de los marinos que sienten miedo de ir mar adentro y que sus miedos les hacen ver esa última tierra firme emergiendo de las profundidades atlánticas antes de perderse entre las olas del mar adentro.
Un viejo amigo me habla y me dice todo esto de la ínsula, de lo que él llama la ínsula de Borondón, en la que, manifiesta, quiere refugiarse Monago frente al mar adentro de unas elecciones a las que le da miedo enfrentarse, sabedor de los destrozos que acumula en su velamen, de ahí que se invente una Extremadura que nadie ve, una Extremadura llena de músicas del sur, que solo escucha él.
La Extremadura de la mayoría es una Extremadura en la que no existe el sosiego ni la calma, una Extremadura en la que cada día resulta más difícil vivir, seguir adelante en la travesía que nos ha de ser común. Sí tenemos un capitán que inventa a su antojo una Extremadura irreal, esa que aparece y desaparece tras los cristales tintados de su auto. No, él no puede saber lo que pasa en las calles, en las plazas, en las casas de Extremadura. Alguien que no se mancha sus zapatos, sus manos, en el cenagal de las sentinas, de la desesperación de la gente, no sabe del dolor. No puede saberlo.