Cuatro políticos, tres liderazgos y un solo periodista
Mariano Rajoy no perdió el debate. Pablo Iglesias no lo ganó, tampoco era su objetivo sino más bien conservar las rentas. Albert Rivera pese a su naturalidad está todavía un escalón por debajo y de momento aunque progresa adecuadamente no ha consolidado el liderazgo que apunta. El que mejor estuvo, aunque otra cosa es ganar el debate y si sirve para mucho, fue Pedro Sánchez.
Lo que los cuatro perdieron fue la oportunidad de aplicar las intenciones de modernidad, regeneración y progreso que sin excepción pregonan. En un país que pretenda ser avanzado, productivo, y hacer frente al desafío de la globalidad, un acontecimiento de tanto interés no puede empezar a las diez de la noche para terminar al filo de las doce, y luego prolongarse en el postdebate hasta que el cuerpo aguantara, de madrugada.
Después dormimos poco y mal, y rendimos menos. Se supone que la función de la política es transformar a mejor la sociedad que gestiona, ese es el riesgo que debe asumir un líder; se da por supuesto que son dirigentes que alumbran y no fantasmas que se conforman con moverse en la oscuridad.
Plegarse a un ‘prime time’ delirante, como absurdos son nuestros horarios de trabajo, comida y ocio, es claudicar ante los intereses económicos, publicitarios y comerciales, y seguir maleducando a una sociedad que debería dar portazo, con el botón rojo del mando a distancia, a unos próceres que parecen renunciar a su obligación transformadora.
Mariano Rajoy estuvo dialécticamente aceptable en general, sin entrar en más consideraciones sobre esa España que él ve, vitalista –“somos un gran país”, repite sin descanso, a ver si nos lo creemos- en la estela de la “locomotora de Europa” (¿?) con la que sueña su ministro de Economía en funciones Guindos. Rajoy no necesitaba ganar, de hecho ya ganó en diciembre, volverá a hacerlo el 26J, y lo que aprovechó fue para reforzar esa pinza de extremos sobre el PSOE, dando por hecho un resultado que aún no se ha producido, pero con el cual está alcanzando su pequeña venganza por aquel “indecente” que le tiró el líder socialista madrileño en el debate a dos.
La fragilidad de algunos de sus argumentos –no le hacía falta hacer mucho más- se vio en salidas de bar como “a la corrupción no se la derrota con aspavientos”, o “aquí muchos tienen medidas mágicas para todo”. Pero es un político maduro, se le veía tranquilo y con aplomo, y de hecho se fue de rositas porque pese al pregonado “tres contra uno”, nadie le puso en grandes apuros en un debate que transcurrió con el freno de mano.
Pablo Iglesias escogió un perfil bajo, casi autista, con la mirada gacha y a los papeles, explotando la oferta de pacto que hace a PSOE mas sin explicar del todo por qué no fue posible de aquí para atrás. Pero salió de sus casillas y exhibió liderazgo y carácter en uno de los pocos momentos tensos y morbosos –por fin- cuando Albert Rivera le sacó presunta financiación de Venezuela, o los créditos impagados de su socio electoral Izquierda Unida.
Ahí estaba, a ratos paternalista con el “Pedro no es eso, el enemigo es otro”, quien pocos meses atrás creía que en Andalucía había habido un referéndum por la autodeterminación, un detalle que en otros países quizá habría bastado para liquidarle.
El de Podemos fue hábil, asido a un “lo que la Sexta y las encuestas me dan, que no me lo quite el debate”, y encajó sin mover un músculo la sarta de cuchillos que le tiró Sánchez por el no-pacto pasado.
Albert Rivera actuó con sinceridad, con naturalidad, pero se nota mucho que es un caballo descolgado del grupo de cabeza y que anda en un pelotón constituido por él solo. Claro que quien se enfrenta a la derecha establecida en este país, y a su coro y Brunete mediática, ya sabe a lo que se arriesga, Pedro Sánchez incluido.
El abogado catalán no parece que luchara mucho por ganar espacios, por arañar bolsas de votantes al PP, lo que remacha la sensación social de que de momento, y fallida la operación con PSOE, Ciudadanos se va a resignar a ser cierta muleta del PP dentro de una apariencia crítica.
Pedro Sánchez, como era obligado, realizó un ataque pero contenido. Esta vez, a diferencia de diciembre, no bajó el puerto ciclista a tumba abierta, ni se lanzó a la ofensiva dejando solo al portero, trató de conseguir un equilibrio y aquello funcionó. Fue cruelmente ninguneado por Rajoy pero tuvo para él, y para Iglesias, sus latigazos.
Hizo propuestas aunque siguen faltando esas tres o cuatro ideas-fuerza, esos magnéticos banderines de enganche que toda sorpresa electoral necesita. Un votante, ante un torrente de microideas, puede acabar olvidándolas todas. Y aunque la figura política de Sánchez es sólida, puede que sea un líder finalmente malogrado por el Partido Socialista ya que y entre otras cosas desgraciadamente no hay mitin ni plató televisivo en el que no se proyecte tras él cierta sombra de una matrona andaluza dispuesta a dar ese abrazo tan cálido que resulta abrasador. Una pena para el PSOE y seguramente para el país.
Además de esa necesidad regenerativa, empezando por el horario, que no apareció, si alguien perdió este debate fue el periodismo. Esto no era una dialéctica de Parlamento, no era un pleno programado sobre el estado de la nación, esto era el periodismo en general el que lo organizaba, vía televisiones, y sin embargo vimos a tres periodistas dándose discretos codazos por la cuota que a cada grupo de comunicación le toca, solo uno de los cuales, Vicente Vallés –sí, aquel que también preguntó a Iglesias por el referéndum en Andalucía- tuvo algún chispazo comprometedor, incómodo para el presidente Rajoy, ese momento en que el telespectador afina la oreja y siente un mínimo de pasión e interés; a base solamente de gesto serio Vallés, frente a la complacencia sonriente de sus compañeros, parecía estar en su papel.
Un triste coro de administradores del tiempo –para eso mejor Jaime Blanch-Salvador, el jefe de El Ministerio del Tiempo-, invitados de piedra, plegados a la política, y el oficio no periodístico no está para seguir dando más pasos atrás.
Cómo aguantaron el tipo, al final, esos dos guardias de seguridad que sin acabar de créerselo, y bajo los focos de toda España, eran saludados por Pedro Sánchez, y qué cara ponían cuando se les acercaban los siguientes líderes uno tras otro y ninguno repetía el gesto.
Gestos. Iglesias saludó a los trabajadores de la televisión pública y Sánchez, probablemente avisado, le imitó. Alguien de Podemos debería haber informado al jefe de ese detalle final junto a una puerta giratoria que esta vez solo daba paso, entrada la madrugada, desde las luces del espectáculo nacional al análisis comprometido de los comités de campaña y estrategia.