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“En mi casa puedo acoger a un refugiado, ¿por qué no me dejan?”

José Carlos, Carmen y Celia, familia de acogida de Cáceres.

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“Yo no puedo ayudar a 200.000, pero puedo salvar a uno. Si la Administración tiene una actitud pasiva, que por lo menos no pongan impedimentos a quienes, de manera particular y privada, queremos aportar nuestro granito de arena”. Es la reflexión de Carmen López, una madre y abuela cacereña ya jubilada que, junto a su marido, José Carlos Martínez, forman parte de las muchas familias españolas de acogida que llevan meses apuntadas en una lista (en Extremadura Acoge, a través de En Red SOS Refugiados) a la espera de poder abrir las puertas de su casa a una persona siria.

Este matrimonio es sólo un ejemplo de la lucha ciudadana que late en nuestra sociedad contra las deficientes políticas de la Unión Europea. Porque como dice Carmen López, “hay mucha gente solidaria que quiere ayudar, pero no sabe cómo”.

Cuando se analiza la crisis de los refugiados, hablar de grandes cifras hace que el problema se convierta en una masa sin rostro a la que no se sabe cómo hacer frente. “Y lo normal es acojonarte, porque piensas: es imposible, dónde se van a meter, dónde van a vivir, dónde van a trabajar… Pero cuando se les pone cara y nombre a esas personas, todo cambia”.

Fue lo que ocurrió con la foto de Aylan Kurdi, el niño de tres años kurdo que yacía muerto en la turística playa turca de Bodrum. “La imagen impactó tanto porque era uno, porque se le puso nombre, porque se dio a conocer su historia. Es la manera de mover conciencias”, subraya Carmen.

José Carlos añade: “Si la Administración central es capaz de tirar hacia adelante con esos 15.000 refugiados sirios que dice que va a traer, yo me quito el sombrero, pero que no eviten otras iniciativas particulares que se hacen con muchas ganas y mucho cariño, y que siempre funcionan”.

Ambos saben de lo que hablan porque ya tienen experiencia previa. Durante la guerra de Yugoslavia acogieron en su casa a un joven bosnio de 17 años, Feda Custendil, después de mover cielo y tierra para que al chico le concedieran un visado médico.

Recuerdan que, al igual que ocurre ahora, se reunieron un grupo de personas preocupadas por ese terrible conflicto que estaba teniendo lugar en Europa. Empezaron a movilizarse, tuvieron su particular lucha con la Administración -en este caso la Junta de Extremadura- y al final dieron con un secretario de la embajada de Zagreb que era de Cáceres y que ayudó bastante para poder sacar a decenas de chicos del país.

“Eso sí, tuvimos que firmar bajo notario que nos comprometíamos a no intentar ni la adopción ni la reunificación familiar. Era la condición que Mérida había acordado con el Ministerio de Exteriores”, recuerda Carmen.

Pesadillas de guerra

Feda aterrizó en Cáceres allá por 1994, un año antes de que acabara, oficialmente, la guerra en Yugoslavia. Llegó sordo de un oído después de sobrevivir de milagro a una bomba que sí mató a su compañero. Él salió despedido y atravesó un cristal.

Sus padres de acogida recuerdan que tenía muchas pesadillas y que tuvieron que ponerle una pequeña medicación para que pudiera conciliar el sueño. “Escuchaba una sirena y se ponía de los nervios. No se separaba de la televisión y la música que se oía en esta casa eran canciones de guerra en bosnio. Yo intentaba que recuperara la normalidad y que saliera de esa depresión profunda en la que vivía”, cuenta Carmen.

Feda convivía con los dos hijos biológicos de este matrimonio, Carlos (que también está apuntado a la lista de familias de acogida) y Rocío, casi de la misma edad y a los que les costaba entender el odio interno que tenía su hermano bosnio. “Yo les decía: pero vamos a ver, que este chaval ha visto morir a su gente, que ha perdido su luz, su música, sus olores, su comida, su idioma. Y que se enteró que era bosnio cuando empezó la guerra y lo separaron de sus amigos, que eran serbios”.

También hubo algún problema por las diferencias culturales. “Se enfadaba si mi hija dejaba la caja de tampones en la repisa del cuarto de baño, era algo inconcebible para él, al igual que los anuncios de compresas en la tele. Y por ejemplo, mi hijo Carlos ha tendido toda la vida la colada, aunque fuera ropa interior femenina, y para Feda tocar una bragas era algo escandaloso”.

Pero en poco tiempo se convirtió en uno más en la familia. Empezó a hablar español, que aprendió a través del inglés, empezó a salir con sus hermanos a divertirse, empezó a vivir. “Y empezó a tontear con las niñas. Un día le metí una caja de preservativos en el bolsillo y se volvió a escandalizar, claro”.

Cuando acabó la guerra, Feda quiso volver a su país. Pero nada más aterrizar en el aeropuerto, como estaba en la edad indicada (18 años), tuvo que hacer la mili.

Una vez terminado el servicio militar, Carmen y José Carlos le ofrecieron venirse a estudiar a Cáceres y aceptó. “Él tenía pasaporte bosnio y le concedieron un visado por estudios”. Hizo un módulo de gestión informática y ahora trabaja en la capital cacereña en una empresa, está casado y tiene una hija.

Los padres biológicos de Feda siguen en Bosnia y para él ha sido muy duro vivir con el sentimiento de culpabilidad. “Pensaba que él comía todos los días y no sabía si sus padres también, o que él estaba vivo y mucha de su gente había muerto”.

“Para sus padres biológicos es difícil porque tuvieron que dejarle marchar porque si no lo iban a matar. Y tanto él como sus dos hermanos mayores están fuera de su país, los otros dos en Alemania. Nosotros éramos la familia añadida, para nosotros fue todo muy natural, para mí es otro hijo más y su hija es mi nieta, pero para los padres biológicos no, porque lo nuestro fue una elección libre, lo suyo no”.

Carmen y José Carlos -ella era auxiliar de enfermería, él trabaja como empleado de banca- son conscientes de que es complicado enfrentarse al dolor ajeno de una víctima de guerra, saben que no pueden arreglar el mundo, pero sí hacer pequeñas grietas por donde entre la luz. “No podemos esperar a que las Administraciones tomen la iniciativa, porque no lo van a hacer. Hay mucha gente que quiere ayudar a nivel particular, de manera que tenemos que presionar para que nos faciliten los trámites”.

Cuando la acogida se hace visible y se le pone rostro, el problema se humaniza. “Y la solidaridad se contagia”.

Celia, la maliense

En esta familia cacereña hay un miembro más: Celia, de Mali. Llegó a este hogar a punto de cumplir 9 años, ahora tiene 23. “Cuando fuimos a por nuestra hija, aprendí una lección que se me quedó grabada para siempre en el pensamiento de mujer blanca occidental, que come todos los días. Fuimos a un lugar donde las monjas recogían a niños abandonados, y nos sorprendió muchísimo lo prácticas que eran. Te decían que cuando había alguna epidemia, dejaban a muchos niños en la puerta; pero que si los cogían a todos, se les morían, que si solo podían ser cuatro, pues a cuatro que salvaban. Que no podían hacer más. Cuando se trata de vidas, hay que ser muy práctica”, recuerda Carmen.

Y continúa: “Yo en mi casa no puedo acoger a una familia entera por cuestiones de espacio, pero sí puedo acoger a una persona adulta, o a uno de los 10.000 niños sirios que se han quedado huérfanos. Y la legislación internacional lo permite, porque son refugiados de guerra que están ya en territorio europeo donde hay consulados y embajadas para arreglar papeles. ¿Por qué no nos dejan acoger?”.

Tiene claro que “a los gobiernos no les interesa” y que tanto España como la Unión Europea usan la política del miedo poniendo siempre por delante a una multitud sin rostro que hace que la gente se quede paralizada.

“Pero si damos pasos a nivel particular, si avanzamos, la gente se mueve. Lo hicimos cuando la guerra de Yugoslavia, ¡y sin redes sociales!, lo podemos hacer ahora”, concluye Carmen.

*Este reportaje se publicó en www.linkterna.comwww.linkterna.com

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