¿Qué queda después del 8 de Marzo?
Pasados los fastos del 8 de Marzo, cumplido el prurito y deber institucional de rendir honores a media humanidad mientras se guardan los pertinentes minutos de silencio por las víctimas a manos de algunos energúmenos de la otra mitad, muestra de dolor pública y ceremonial frente a lo que, conforme a la corrección política, se denomina violencia de género (¡oh, próceres de la patria: qué holgado os queda a veces el crespón negro!), no resta más que buscar entre los pecios del naufragio tras la zozobra de las políticas al uso, empeñadas en insistir en que la solución frente a tanta barbarie patriarcal está en la igualdad, obviando el hecho de que, a pesar de tales políticas y como rezara en un memorable párrafo del texto orwelliano Rebelión en la granja, siempre habrá algunos que serán más iguales que otros, y en el caso del que nos ocupamos, unos lo serán más que otras.
Las preguntas ante tanto fracaso resuenan desde que, durante la Revolución Francesa, Olympe de Gouges lanzara aquella otra en el preámbulo de su Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana: “Hombre ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta?”. Pongamos la palabra Estado donde dice hombre y tal vez hallemos una respuesta, la misma que obtuvo la erudita Olympe cuando subió al patíbulo.
¿A qué se debe, entonces, el fracaso de estas políticas que se evidencian, por un extremo, en la imagen pública de la reunión mantenida el pasado 7 de marzo, víspera de la celebración del Día de la Mujer, entre 28 Jefes de Estado o de Gobierno con Turquía, entre los que sólo había 6 mujeres (28 corazones de piedra frente la cuestión del Refugio) y, por el otro extremo, con la muerte de mujeres sin distinción de edad ni de clase social defenestradas, degolladas, apaleadas, lapidadas, estranguladas, quemadas, atropelladas, acuchilladas, envenenadas, etcétera, etcétera, todo ello después de sufrir una larga y penosa tortura a manos de sus verdugos?
La respuesta, my friend, no está en el viento, sino en ese androcentrismo que impregna todas las estructuras de las que participamos hombres y mujeres, mujeres y hombres, y que se sigue tolerando mediante ampulosas declaraciones institucionales de igualdad mientras, por ejemplo, se hace la vista gorda frente a las empresas que practican la discriminación en cualquiera de sus formas, entre las que destaca la brecha salarial entre unos y otras.
Ya lo dejó por escrito la feminista Carla Lonzi en su preclaro manifiesto Escupamos sobre Hegel: “La igualdad de la que hoy disponemos no es filosófica, sino política: ¿queremos, después de milenios, insertarnos con este título en el mundo que han proyectado otros? ¿Nos parece gratificante participar en la gran derrota del hombre?”.
En este manifiesto Lonzi desmenuza el concepto de poder como estructura eminentemente masculina, tal y como acontece, además, con otras instituciones creadas también por el hombre, como la guerra organizada (¿hubo alguna vez ejércitos de mujeres?, ¿no es más bien la mujer y su cuerpo violable un arma de guerra?). “Nosotras negamos –escribe Lonzi- por considerarlo absurdo, el mito del hombre nuevo. El concepto de poder es el elemento de continuidad del pensamiento masculino y, por eso, de las soluciones finales. El concepto de la subordinación de la mujer lo sigue como una sombra. Toda profecía que se monte sobre estos postulados en falsa”.
Esto lo escribía Carla Lonzi en 1974 pero, por darle la vuelta a la tortilla, hoy día tenemos el exitoso programa MasterChef y su secuela MasterChef Junior, donde se acude a un producto de la cultura de masas, la cocina, para reproducir de nuevo los esquemas discriminatorios del sistema sexo/género: la alta cocina es masculina, técnica y muy competitiva, mientras que la comida reconfortante es femenina, tradicional y cooperativa. Ellos son chefs, y ellas cocineras, y tanto unos como otras –me duele en especial el caso de los junior- compiten como machos a la hora de hacer un buen suflé.
¿Cómo corregir, entonces pues, ese inmanente espíritu machista, masculino, androcéntrico, patriarcal, que insufla los vientos de unos tiempos que no han cambiado desde que el hombre es hombre y la mujer también lo es? El sistema educativo contempla la cuestión de género como algo circunstancial, algo que estudiar y algo que conmemorar el 8 de Marzo, cuando se encarga al alumnado buscar en la Wikipedia la biografía de Grandes Mujeres de la Historia: ¿quién fue Marie Curie? En pocas ocasiones se llega a conocer la figura de Clara Zetkins, espartaquista, compañera de Rosa Luxembug, impulsora de la efeméride o, mucho más cercana, Rosario de Acuña y Villanueva, cuyo memorable artículo en el diario El Progreso de Barcelona, en noviembre de 1911, titulado “La jarca de la universidad” (fácil de encontrar hoy día en Internet), en el que criticaba a unos estudiantes universitarios que habían apedreado a dos mujeres por atreverse a asistir a las clases de la facultad de Filosofía en Madrid, le hizo huir a Portugal por ver amenazada su vida.
El Estado decidió actuar contra el tabaquismo cuando se percató de que le salía bastante caro el tratamiento sanitario de sus consecuencias. En pocos años hemos pasado de fumar en los bares e, incluso, en los centros educativos, a perseguir con saña a fumadores y fumadoras, logrando estigmatizarlos como enganchados a una pésima adicción. ¿Para cuándo una campaña del Estado contra el machismo y sus múltiples manifestaciones, más allá de la edición de carteles o de declaraciones de la secretaria y subsecretaria de Gobierno contra la violencia de género? ¿Cuándo se declararán los espacios públicos –entre ellos la publicidad- libres del humo androcentrista y patriarcal? ¿Cuándo se estigmatizará a aquellas empresas que practican la discriminación invitando a consumidores y consumidoras a rechazar sus productos o servicios con campañas como “No consumas sexismo”?
Demasiadas preguntas para tan pocas respuestas o, como denunció Enma Goldman, “¡bocas cerradas, vaginas abiertas!”.