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El laboratorio gallego: cuando Feijóo ensayó acercamientos con la extrema derecha ante la incertidumbre electoral

Manifestación de Galicia Bilingüe en 2009

Luís Pardo

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8 de febrero de 2009. Faltaba menos de un mes para las elecciones gallegas del 1 de marzo y varios miles de personas –entre 3.000 y 5.000, según la hemeroteca– partían de la Alameda de Santiago rumbo a la Praza da Quintana. Convocaba Galicia Bilingüe, una organización que, bajo ese nombre tan cordial, escondía una cruzada por la supremacía del castellano, supuestamente amenazado por una lengua minorizada que no deja de perder hablantes. Pero la realidad no importaba cuando quien gobernaba la Xunta, después de 15 años de fraguismo, era un bipartito formado por el PSOE y el BNG. Las fake news ya existían antes de las redes sociales.

Eso de bipartito –o “bipartido”, como le gustaba llamarle al joven engominado que había sucedido a Fraga, un casi desconocido Alberto Núñez Feijóo– recordaba demasiado al ejecutivo que llevaba tres años dirigiendo Cataluña. El tripartito encabezado por José Montilla (PSC), con Joan Saura (IU–ICV) como pata menor, un gobierno socialcomunista que se completaba con el hombre que sintetizaba todos los males que azotaban a la España tradicional: Josep Lluís Carod–Rovira (ERC), una versión beta de Puigdemont–Junqueras, al menos en lo que se refiere al tratamiento mediático de la caverna.

Y eso que, por aquel entonces, ETA seguía activa –cinco meses después, en julio de 2009, cometería su último atentado mortal– y la consulta popular sobre la independencia planteada por el lehendakari Ibarretxe acababa de ser declarada inconstitucional. En la fecha prevista –el 25 de octubre, aniversario del Estatuto de Gernika– los partidos que proponían el referéndum optaron por convocar una cadena humana, un acto simbólico por el derecho a decidir. No hubo urnas ni piolines y la jornada transcurrió en calma.

Pero estábamos hablando de Galicia y del peligro que corría el idioma de Cervantes a manos del malvado bipartito. Las primeras señales de la quiebra de España habían aparecido hacía meses: las escuelas infantiles habían quedado en manos del nacionalismo adoctrinador, que las había bautizado como galescolas –¿suena a ikastola, a que sí?– donde vestían a los pequeños con “mandilones identitarios”: blancos y azules como el logotipo de los centros y –sí, cierto– como la bandera gallega. La oficial, la recogida en el Estatuto de Autonomía, no una enseña separatista.

En 2007, el PP rompió el consenso histórico en torno al idioma. Se opuso a un decreto de la Xunta que no aportaba grandes novedades al Plan de Normalización Lingüística impulsado por el gobierno de Fraga con la unanimidad de la cámara: un mínimo del 50% de las materias debía impartirse en gallego. No se recogía un máximo, así que para los populares eso anunciaba el camino hacia el monolingüismo, una amenaza que no debía de existir cuando eran ellos quienes hacían las leyes.

Con este caldo de cultivo, Galicia Bilingüe convocó su marcha de precampaña bajo el lema “Libertad para elegir”. Para respaldar la heroica lucha de Gloria Lago y su asociación casi unipersonal, hasta Compostela se fueron la lideresa de moda en la derecha, Rosa Díez –con su criatura de poco más de un año, UPyD, bajo el brazo– y un chaval que empezaba a oponerse al malvado tripartito catalán y al que en la esquina noroeste conocían sólo por haberlo visto en bolas en su cartel electoral. Todavía faltaba mucho para que Albert Rivera fuese el favorito de lbex 35.

Todas las encuestas coincidían en ofrecer un resultado muy ajustado de cara a las elecciones. Cuatro años antes, el PP había perdido su mayoría absoluta por un único diputado y la biología –la decadencia de Fraga era más que evidente– había hecho tanto para conseguirlo como la oposición. Recuperarla iba a ser cosa de un puñado de votos y el debutante Feijóo no iba a permitir que acabasen en el bolsillo de Díez. Así que, mientras él hacía campaña por las Américas, se aseguró de que los populares tuviesen un sitio preferente en la pancarta.

14 años después, a Feijóo no le persigue esta foto –otras sí, pero no ésta–, algo que no puede decir su sucesor. Alfonso Rueda, presidente de la Xunta por designación y candidato a la reelección, aparece en aquellas imágenes muy cerca de Rosa Díez. Junto a él, otros nombres de peso en el partido: la ex ministra –y que volvería a serlo– Ana Pastor; Carlos Negreira, amigo de Feijóo desde la facultad y futuro alcalde de A Coruña; Corina Porro, que acababa de perder el bastón de mando en Vigo, o el diputado Ignacio López Chaves, López Llaves para sus detractores por su odio al gallego. Entre los agradecimientos por el apoyo, desde el estrado se nombró a Marta Rivera de la Cruz, por entonces, tan sólo una escritora.

Aquella manifestación acabó como el rosario de la aurora: unos 250 independentistas trataron de reventar el acto con lo que Lago calificó como “kale borroka”. Balance final: cargas policiales y una decena de detenidos. Pero las consecuencias fueron mucho más allá. Prisionero de sus compromisos con ese sector de la derecha y empeñado en tapar la banda para que nadie se colase por ella, Feijóo prometió derogar el decreto del bipartito y dar a las familias el derecho a elegir la lengua en la que estudiarían sus hijos.

El 1 de marzo se celebraron las elecciones y, aunque la izquierda ganó en número de votos, el PP obtuvo el ansiado escaño 38 que le daba la mayoría absoluta, la primera de las cuatro que alcanzaría Feijóo antes de irse a Madrid. UPyD, para sorpresa y desgarro de quienes sólo escuchaban a los opinadores de Madrid, no llegó a 24.000 votos, un 1,43% del total. Los populares se habían comido, otra vez, el espacio más ultra, aunque el peaje fuese asumir sus postulados. La lección que Feijóo se llevó aprendida para Madrid.

Diciembre de 2023. A pocos meses de unas nuevas elecciones autonómicas, la situación en Galicia ha dado la vuelta. El uso del idioma gallego está en mínimos históricos y la Xunta puede atribuirse buena parte del mérito. Gloria Lago se ha quitado la careta y lidera un chiringuito llamado Hablemos Español. Ana Pastor y Marta Rivera de la Cruz están en el Congreso, Rosa Díez y Albert Rivera son juguetes rotos de la política pero Alfonso Rueda se enfrenta a la cita más crucial de su carrera. Si quiere continuar como presidente, esta vez necesitará el respaldo de los votos, no un dedazo. Y su perfil, por mucho que los medios públicos lo intenten, sigue sin ser el de Feijóo. Enfrente tiene ya no sólo a un BNG convencido de llevar en sus filas a la primera presidenta de la historia de Galicia, Ana Pontón; también, por primera vez en muchos años, a un candidato socialista con experiencia de gobierno, con el partido unido y todo el apoyo de Moncloa y Ferraz: Xosé Ramón Gómez Besteiro. Y a Sumar, claro, pero su papel todavía es una incógnita.

UPyD ya no existe –en Galicia, nunca llegó a hacerlo– pero su hueco ahora lo ocupa Vox, que tampoco tiene representación en la cámara gallega y que, en las municipales, tan sólo consiguió una mísera acta de concejal en Avión, el pueblo de Ourense al que cada año regresan los emigrantes que han hecho fortuna en México. Pero el miedo a que ese puñado de votos que puede ser decisivo de nuevo se le escape por la derecha ya está haciendo reaccionar al PP, que sufre también la presión de Democracia Ourensana. El salpicadero del Delorean marca otra vez 2009.

El primero fue Narciso Michavila. El hombre que hizo creer a la derecha que Moncloa era suya antes del 23J aseguró que, si la ultraderecha se presenta en Galicia es porque “algo debe haber” entre ellos y Pedro Sánchez. Justo después llegó Miguel Tellado. Todavía no era portavoz en el Congreso pero ya le pedía a Vox que no se presentase a las autonómicas. “No hagamos el idiota”, decía utilizando esa forma del plural. Alguno puede pensar que Tellado ha avanzado: en 2019 pedía a los suyos, directamente, que cogiesen de los buzones de los vecinos las papeletas de Vox y las tirasen a la basura. “Era un chiste”, dijo entonces, igual que ahora afirma que lo de que Pedro Sánchez abandone el país en un maletero “es un chascarrillo”.

En vísperas del 25N, el PP frustraba una declaración institucional en el Parlamento gallego al negarse a rechazar los pactos –sus pactos– con las fuerzas que niegan la violencia de género. En la Deputación de A Coruña, mientras evitaba respaldar otra condena –en este caso, los ataques a las sedes socialistas–, impulsaba sin éxito una moción contra el acuerdo PSOE–Junts: “El ataque más grave al Estado de Derecho en nuestra democracia”, un acuerdo que “profana la Constitución”, “dinamita los cimientos de la separación de poderes” y “da carta blanca a los independentistas para romper España”. Difícil superar esto.

Del PPdeG galeguista de la Baviera soñada por Fraga ya no quedan más que las siglas y su sometimiento a la estrategia de Génova es cada vez más claro. El gobierno en pleno de la Xunta fue el primero en salir a condenar, con una declaración oficial, la quita de la deuda para Cataluña. Rueda anuló o modificó la agenda de todos sus conselleiros para que acudiesen a respaldarlo, aunque muchos no pareciesen saber qué hacían allí en realidad.

El feminismo o la cuestión territorial tienen hoy el mismo papel que el –supuesto– conflicto idiomático jugaba hace 14 años. Entonces, el PP de un Feijóo recién llegado se mostró dispuesto a arrasar a su paso con todos los consensos previos para recuperar el poder. Fue el adelanto de lo que sería la campaña electoral más sucia que se recuerda. Varios de los responsables de todo aquello se han ido con el actual líder del PP para Madrid, pero uno de ellos se ha quedado. Está sentado en la silla de presidente y no quiere perderla.

La cuestión es qué puede llegar a hacer Rueda para conservarla.

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