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Nacho Vegas detiene su mundo inmóvil en el Botánico

Nacho Vegas en las Noches del Botánico, en Madrid

elDiarioes Cultura

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Mientras los macrofestivales siguen marcando la incertidumbre y la sorpresa de esta complicada temporada estival, las semanas de verano caen suavemente en la programación de las Noches del Botánico. Un ciclo de conciertos de tamaño medio, insertado en el frescor y la oscuridad de la Ciudad Universitaria, que cuida la comodidad de artistas, público y entorno, y que sacia la necesidad de ciertas audiencias —una media de edad quizá mayor que la de festivales más aguerridos— de disfrutar del verano y la música.

Tras la apertura del ciclo con Fangoria y Nancys Rubias a principios de junio, el festival está a punto de llegar a su fin y ha tenido en Nacho Vegas uno de sus últimos nombres de despedida, justo antes del esperado concierto de Emir Kusturica y Muchachito Bombo Inferno.

El asturiano ha traído su espectáculo tranquilo, melódico y colorido correspondiente a la presentación de su último disco, Mundos inmóviles derrumbándose, una propuesta sencilla tanto en escenografía como en acompañamiento musical, donde destaca una pequeña representación del Coro Antifascista y el minimalismo de sus músicos, una formación diferente a la que desplegó en su gira Violética.

Pese a ser la figura central y su voz el timón de este velero, a Vegas le gusta mantenerse en la sombra y en el escorzo. Por muy al corazón que hablen sus letras, Nacho Vegas será siempre un trovador lejano, esquivo, inaprensible. Su compromiso político, su apoyo a los movimientos sociales o sencillamente a la rabia, a la contestación, hacen de él un artista que está, aunque sigue siendo esa persona que no acaba de sentirse cómoda en ningún lugar.

A pesar de ello, con los años, el que fuera guitarrista de Manta Ray, el mejor grupo del Xixón Sound de los años 90, ha aprendido a parecer un hombre tranquilo y seguro en el escenario, con el punto justo de respeto a las tablas que pisa pero de épica y rocanrol, las dosis justas. Casi nada. Un Serrat. Un Amancio Prada. Un Victor Manuel. Esa estirpe.

La noche botánica comenzó puntual con Belart, tema que también arranca el disco que publicó en enero y que en parte ha nacido clásico. El público, en esta ocasión obedientemente sentado —salvo al final, con El hombre que casi conoció a Michi Panero, que los asistentes parecieron sentirse atraídos por un imán hacia el músico, como si se arrojaran a abrazarlo— agradeció esta canción así como las otras novedades que cayeron en la noche: Muerre'l branu —una maravilla escucharle en asturiano—, Ramón In (de la que acaba de estrenar un video que es casi una película), Esta noche nunca acaba y Big Crunch.

Madrid considera a Nacho Vegas parcialmente madrileño. No solo porque viviera aquí durante años, sino porque la ciudad se cuela una y otra vez en sus canciones. (“Y la sangre al gotear entre zarpas de animal presagió mi suerte, como una ave que voló de Madrid hacia Gijón aun herida de muerte”, canta en Ocho y medio, que no sonó esta noche). Además de las menciones, la intensidad con que los asistentes corearon algunas líneas de Ciudad vampira, como por ejemplo “¡matar vampiros!” —de golpe, una ráfaga de luz lo ilumina todo— o “y exigir que nos devuelvan la ciudad”, generan una alianza de complicidad en el ambiente, y eso que la ciudad —la “más triste que jamás una mente triste pudo imaginar”— de la que habla la canción es Xixón y no de Madrid.

Ya al final, antes del bis, Vegas culminó la actuación con La pena y la nada, de su colaboración con Enrique Bunbury El tiempo de las cerezas. Mientras cantaba “entre el dolor y la nada, elegí el dolor”, el crooner desciende del escenario, después de haberse acercado al público por un lado y por el otro, profanando ese espacio de seguridad que hace frontera entre el artista y el arte, y lo hace lanzándose al foso, fundiéndose su sombra entre las figuras informes de su público, que quiere entenderle y asirle de alguna manera. Abandona el sito desde abajo, desde la arena. Vegas está y no está, que ya es bastante.

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