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OPINIÓN

La vivienda, del uso de los bienes y la propiedad

Un cartel que anuncia que se alquila una vivienda
17 de octubre de 2025 20:24 h

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La Ley del Suelo, de 1956, una de las más progresistas del momento, que en pleno franquismo levantó polvaredas entre los propietarios que la llegaron a tildar de comunista, se aplicó acomodándose a intereses de los propietarios; sin poder evitar la especulación que durante el desarrollismo dio origen al crecimiento anárquico de las ciudades.

Pero, aun así, la ley del suelo con sus sucesivas modificaciones, permitió considerar al suelo, el territorio, desde el punto de vista de su valor para la sociedad, restringiéndose los aprovechamientos urbanísticos privados adaptándose a la sensibilidad respecto al medio ambiente y esa funcionalidad social.

Hoy, el mayor problema de convivencia al que se enfrenta las sociedades europeas es el precio de la vivienda que, edificadas para cubrir la demanda local de residencia, se destinan al mercado turístico. Un cambio cualitativo de destino residencial, cumpliendo una función social, a turístico, afectado por la especulación de la industria del ocio. La vivienda turística se ha convertido en producto de inversión con ratios de beneficios superiores a cualquier inversión bursátil.

Inventado y controlado por plataformas tecnológicas, el alquiler turístico ha acaparado el mercado del alquiler desplazando al alquiler residencial, de modo que el lugar donde vivir se ha convertido en un bien escaso y caro. En una sociedad capitalista, en el que el precio de los bienes y servicios lo fija el mercado, el precio de los alquileres ya no atiende a la función social de la vivienda, y este bien escaso se convierte en inaccesible para amplios sectores de la población. Pero no solo el precio del alquiler, sino, también, esa nueva figura de mercado de alquiler compartido, en que se hurta del mercado de alquiler residencial a viviendas que se ofrecen por habitaciones. Más lucrativo que el alquiler residencial tradicional y menos antisocial que el alquiler turístico, pero igualmente alienante para las personas que optan por una solución temporal que acaba eternizándose.

Nadie, al menos aquí, va a poner en duda el derecho a la propiedad, pero sí se pone en cuestión esa categoría de pleno, y absoluto derecho a la propiedad, que reconocen las constituciones, cuando se trata de bienes de consumo o de uso, necesarios para la vida de las personas.

La consideración de la vivienda como derecho social se abre camino en la sensibilidad pública, como fuera la exigencia de zonas verdes, parques, reservas naturales, los ríos, los lagos o los océanos. Disfrutar de un medio ambiente saludable constituye hoy uno de los derechos de disfrute indiscutidos; conquista de la opinión pública tras cincuenta años de pedagogía y movilizaciones ecologistas.

La conciencia sobre la importancia y fragilidad del medio ambiente comenzó con el aldabonazo reivindicativo del Primer Informe al Club de Roma (1972), cuando hizo público: los límites del crecimiento. Aquella fue una reflexión científica y filosófica sobre la incapacidad del planeta para soportar los procesos destructivos de la civilización industrial y la explotación indiscriminada de los recursos naturales.

Desde la publicación del Informe del Club de Roma empezaron a difundirse los conceptos de sostenibilidad y a hablarse de tecnologías duras y blandas, y del consumismo del usar y tirar. Y a exigirse que los poderes públicos, el Estado, a través de leyes y reglamentos, tenían que incidir regulando los procesos de fabricación más contaminantes poniendo límites a los tótem del liberalismo económico: el dejar hacer y el valor absoluto de la propiedad: La sociedad, el bien común, tenía que prevalecer.

El derecho a la propiedad fue cabeza de derechos desde la revolución liberal. Para Locke, uno de los padres del liberalismo político, escribía en 1788, existe en todo hombre libre un derecho antiguo e indiscutible sobre la plena y absoluta propiedad de sus bienes y haciendas. Decía que la libertad era un derecho de ley natural y la propiedad el soporte y garantía de esa libertad individual. Confrontaba la visión de las monarquías absolutas para quien la propiedad era un don de concesión divina. El derecho a la propiedad, para los liberales, se entendía pues como necesaria expresión de la libertad individual, en contraposición a siervos y esclavos que no eran libres, ni nada poseían.

El derecho a la propiedad es constitutivo del estado liberal y de derecho, siendo así que la libertad y la propiedad son conceptos indisociables garantizados en las declaraciones de derechos, sin embargo, tanto uno como otros son limitados en beneficio del bien común. La libertad se limita cuando su ejercicio puede causar daño a colisionar con otros, y la propiedad también, cuando interfiere en el interés social; habitualmente para permitir infraestructuras necesarias y beneficiosas para la comunidad. De lo que se trata, es el carácter de absoluto de la propiedad.

Tras los efectos de la crisis de 2008, y con un mercado laboral precario y ante la imposibilidad de acceder a la propiedad, se ha disparado la demanda del alquiler de modo que la proporción de propietarios por segmentos de edad está bajando. Los hogares con titulares de más de 55 años han mantenido estable la ratio de propiedad, alrededor del 75 a 85 por ciento, pero esta proporción se ha desplomado en la franja de edad más tempranas. Entre los 35 a 45 años, la tasa de propietarios está en el 60 por ciento.

La inestabilidad laboral contribuye a que los menores de 45 años se hayan desplazado de la propiedad al alquiler, pero es el alto precio de la vivienda el responsable de que muchas familias no puedan desarrollar su proyecto vital.

Y la causa de esa disfuncional situación es que la vivienda ha pasado de ser un bien social, aceptado como básico e inherente a la condición de derecho social, fuera de la especulación económica como el sistema sanitario, hasta ahora al menos, y a medias el educativo, para convertirse en bien económico sujeto a las leyes del mercado; y cuyos rendimientos compiten con los bursátiles y, escandalosamente, acercándose a los considerados de usura.

¿Debe la propiedad privada del suelo tener la cualidad de plena y absoluta?

Hay que resaltar lo de pleno y absoluto porque esto choca con ese otro principio de la doctrina liberal clásica: el bien común. El padre del liberalismo económico, el escocés Adams Smith, cuyo principio revolucionario de la búsqueda del beneficio privado, el egoísmo particular generaba riqueza que compartía toda la sociedad, y cuya legitimidad estaba en otro concepto fundamental, el del bien común de la sociedad que justificaba la bondad de la nueva doctrina económica. Sus obras fundamentales: De la riqueza de las naciones, publicado en 1776 y la teoría de los sentimientos morales, (1759), que, según los especialistas, informa el resto de su obra y abren a inferir que A. Smith albergaba la meta de la felicidad personal como objetivo de la vida.

La propiedad de la vivienda considerada como bien de inversión, rivalizando con el mercado financiero, es el que afecta directamente a la carestía de la vida. Sin alterar la propiedad y su derecho, cabe preguntarse y reflexionar que, siendo un bien que ocupa un lugar insustituible, el espacio es limitado, no puede dejar de considerarse en su aspecto de apropiación de un trozo de planeta, que es limitado, y que, en algún momento fue totalmente público, privatizándose por intereses de las minorías más fuertes e influyentes.

El derecho a la vivienda trasciende, pues, a su condición de bien de consumo, de uso en ese caso, y se convierte en bien social. Como el aire limpio y un medio ambiente sin ruidos ni olores desagradables son bienes de uso social, el espacio donde habitar, que es la vivienda, también debería tener ese carácter por encima de la tenencia, de la propiedad.

Entonces, ¿cómo hacer? Las medidas de ayuda al alquiler son favorables, pero eso no incide en el precio abusivo de la vivienda, no queda más que regular a través de una fiscalidad dura que disuada. En este momento de la historia, el debate está entre el neocapitalismo y la economía financiera, que no crea riqueza y rompe con la filosofía del bien común, y el capitalismo clásico como generador de economía real y oportunidades de crecimiento personal.

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