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Los 97 muertos en una de las tragedias laborales “más sangrientas” del siglo XIX de la que se desentendió el Gobierno

Aspecto del polvorín tras la explosión

Esther Ballesteros

Mallorca —

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“Me encontraba yo en plena vía pública, en la plaza Atarazanas, cuando sonó una formidable explosión a la que se estremecieron puertas y cristales y puso a la par en conmoción todos los ánimos. ¿Qué había ocurrido? Una densa y grande nube negra ascendía lentamente por el espacio sereno en aquella límpida mañana otoñal. Era la lúgubre pregonera de la desgracia”. El escritor y dramaturgo Josep Tous i Maroto describía en estos términos la que se considera, aún en la actualidad, la mayor tragedia laboral ocurrida en Mallorca: la que tuvo lugar el 25 de noviembre de 1895 en un almacén de pólvora situado a las afueras de la amurallada ciudad de Palma. Hasta 97 trabajadores, la mayoría mujeres y niños, fallecieron en una explosión que hizo temblar los cimientos de la urbe y que sindicatos como UGT califican como uno de los accidentes laborales “más sangrientos” de los registrados en todo el país.

El siniestro se produjo en una época en la que la actividad en las fábricas comenzaba a tomar fuerza al socaire de la revolución industrial, a pesar de que la mecanización aún era deficiente y la preparación laboral, escasa. Como explica Joan Huguet i Amengual en El record d'una tragedia. Explosió al polvorí de Sant Ferran, editado por UGT, el incremento del dinero circulante emitido por el Banco de España para financiar la guerra y la consiguiente depreciación de la peseta, unido a una inflación superior al 12%, menguaban aún más el poder adquisitivo de una población asediada por los altos tributos y gravámenes necesarios para financiar el conflicto. “En este clima enrarecido, en el que se extendía el desánimo, no era difícil hablar de una clase trabajadora bajo presión y un empresariado que escatimaba recursos para aprovechar al máximo sus beneficios”, explica el historiador. Y ese día, en el polvorín de Sant Ferran, nada fue como tenía que haber sido.

Ubicado sobre el revellín de Can Pelat o Casa del Rei don Jaime, construcción que desde el exterior reforzaba las murallas de Palma, un barracón de madera de reducidas dimensiones servía para desmontar cartuchos obsoletos en aras a recuperar la pólvora y otros materiales que habían servido de munición a las armas del Ejército español. Dentro del almacén, más de un centenar de trabajadores y trabajadoras, numerosos niños entre ellos, se afanaban en rescatar los componentes, principalmente plomo y latón, entre precarias condiciones laborales y medidas de prevención prácticamente inexistentes. No en vano, éstas se reducían a la prohibición de fumar, a la obligación de ir descalzos o con 'espardenyes' en las horas de trabajo, a no pegar golpes al fulminante de la cápsula, a retirar la pólvora obtenida de los cartuchos dos veces cada día y a almacenarla en sacos dentro del polvorín.

Una catástrofe que conmocionó al país

Como determinaron las investigaciones posteriores, si el contratista de los trabajos de inutilización de los cartuchos, Gabriel Padrós, hubiera aplicado las medidas de seguridad necesarias, probablemente los hechos jamás se habrían producido. Pero no fue así. De modo que aquel 25 de noviembre de 1895, lunes, poco antes de las 14.00 horas, “una espantosa catástrofe, de esas que dejan imperecedera y triste memoria en la historia de los pueblos”, cubría de luto “a la hermosa capital de las Baleares”, como dejó constancia el boletín oficial de la provincia. Una explosión cuya causa no llegó a aclararse por completo acabó de inmediato con la vida de decenas de personas que trabajaban en el lugar. La onda expansiva sacudió las zonas próximas a las puertas de Jesús, Santa Margalida y Pintada -en torno a la actual Plaça d'España y parte de las Avenidas-. Toda la población de Mallorca quedó conmocionada por el suceso, el duelo se extendió al resto del país y, a iniciativa de la reina María Cristina, se abrieron cuentas de donaciones y colectas por toda España.

Como documentan las crónicas de entonces y el expediente judicial que siguió al suceso, 52 trabajadores murieron en el mismo lugar de la explosión. Muchos de ellos habían comenzado a trabajar en el revellín el día anterior e incluso la misma jornada de los hechos. Al día siguiente, los periódicos de la época, consultados por elDiario.es, se hicieron eco de la tragedia, como el diario republicano Las Baleares: “De una muchacha sabemos que ayer a la una empezó a trabajar en el revellín, ¡y a la una y media había dejado de existir! Murió con ella su padre, que trabajaba allí desde hacía tiempo, y dícese que también murió el novio, que la había acompañado al taller”.

De una muchacha sabemos que ayer a la una empezó a trabajar en el revellín, ¡y a la una y media había dejado de existir! Murió con ella su padre, que trabajaba allí desde hacía tiempo, y dícese que también murió el novio, que la había acompañado al taller

Diario 'Las Baleares', al día siguiente de la tragedia

El mismo rotativo describía con dureza la escena con que se topó al cubrir lo sucedido: “Al llegar al sitio de la catástrofe el espectáculo era terrible. No hay palabras con que expresar la penosa sacudida que el ánimo sentía. Cincuenta y un cadáveres carbonizados, ardiendo las ropas, manchados con cuajarones de sangre... La muerte en su aspecto más horroroso”. Y proseguía: “Cuatro cuerpos humanos yacían en el foso, arrojados allí por la explosión; cuarenta y siete permanecían hacinados entre los escombros y los trozos de madera encendidos. De estos cuerpos, catorce nos parecieron varones, los restantes mujeres; mas los estragos eran tales que en muchos de estos infelices ni aun el sexo podía adivinarse”.

“Una larga procesión de camillas” hacia el hospital

Quienes no murieron en el acto fueron trasladados al hospital provincial de Palma, donde muchos fallecieron días después. “Una larga procesión de camillas con un cuerpo que se retorcía por el dolor, o estaba yerto por la misma intensidad del sufrimiento fue desfilando desde el foso al Hospital Civil”, señalaba la crónica de Las Baleares, para, acto seguido, renunciar a ilustrar “aquellas escenas de dolor; más fácil es imaginarlas que describirlas”. Las familias se agolpaban en el centro hospitalario: “Dichosos los que hallaban a un padre, una madre, una hija. ¡Cuántos buscaban inútilmente un ser querido, que ya no responderá jamás al llamamiento de su nombre por yacer su cuerpo inanimado en el depósito del cementerio!”.

Las hipótesis que se barajaron sobre las causas del suceso apuntaban a que un obrero hubiera golpeado demasiado fuerte un cartucho o que el capataz se ausentara y alguno de los trabajadores hubiera fumado. Pero, principalmente, las pesquisas se centraron en averiguar qué medidas de seguridad habían sido implantadas en el polvorín. No en vano, el diario La Almudaina, tres días después de la catástrofe, exigía conocer “las condiciones legales y técnicas con que se practicaban manipulaciones tan arriesgadas como las del polvorín de San Fernando” e instaba a “depurar cómo se han cumplido las prescripciones de la ley reguladora del trabajo de las mujeres y los menores, y si pudieron legalmente emplearse en la manipulación de sustancias explosivas”.

El “interés individual y egoísta” del contratista

El sábado 30 de noviembre, uno de los periodistas del mismo periódico se preguntaba: “¿Puede el Estado seguir entregando a la especulación particular esa cartuchería antes de desbaratarla?”, toda vez que ponía en cuestión el método de subasta utilizado -el adjudicatario había adquirido en una subasta militar la partida de cartuchos metálicos rechazados por el Ejército y con los se encontraban trabajando quienes fallecieron-, dado que comprometía la seguridad de los obreros. En total, 13.770.020 cartuchos por 9,25 pesetas el millar. “El interés individual y egoísta puede andar remiso en la adopción de los cuidados necesarios, atento al lucro propio antes que al interés colectivo”, dice la crónica, que recriminaba que el adjudicatario “quería aprovechar al máximo el producto”. “Obligaba a los obreros a separar el plomo, el latón y la pólvora de los cartuchos. En estas delicadas tareas se empleaba incluso a mozalbetes. Las mujeres llevaban atado a la cintura un saquito para recoger la pólvora y en esa parte del cuerpo sufrieron las peores heridas”, añade.

El adjudicatario quería aprovechar al máximo el producto. Obligaba a los obreros a separar el plomo, el latón y la pólvora de los cartuchos. En estas delicadas tareas se empleaba incluso a mozalbetes

Diario 'La Almudaina'

De inmediato se constituyó el juzgado en el hospital provincial, a la cabeza el juez Francisco Rodríguez Ladrón de Guevara. En la sala donde se hallaban ingresados los hombres, la mayoría en estado muy grave, quienes pudieron declarar coincidieron en atribuir los hechos al golpe de un cartucho con más intensidad de lo normal, lo que habría provocado una gran llama que los envolvió a todos. En la sala de mujeres, las obreras que sobrevivieron a la tragedia explicaron que habían escuchado una fuerte detonación, perdieron el conocimiento envueltas por el fuego y recobraron el sentido al llegar al hospital. Ninguna se explicaba cómo había sucedido todo, si había sido o no intencionado. El 29 de noviembre, cuatro días después de la catástrofe, el magistrado dictaba una interlocutoria en la que apuntaba que los hechos revestían carácter de delito cometido por imprudencia temeraria, “existiendo motivos bastantes y racionales para estimar responsable criminalmente de aquellos al citado contratista D. Gabriel Padrós y Costa, correspondiendo por ello declararle procesado”.

Las investigaciones se encaminaron así en dilucidar las medidas de seguridad impulsadas en el polvorín. En una de sus resoluciones, el juez señalaba que, si bien la pena señalada para el inculpado no era superior a la de la prisión correccional, atendidas las circunstancias del suceso, la alarma producida, el considerable número de víctimas y la forma en que tuvo lugar, era necesario enviarlo a la cárcel de forma provisional hasta que prestara una fianza de diez mil pesetas en metálico.

El contratista se defiende

Frente a tales acusaciones, en su declaración ante el juez, Padrós, quien aseguró que “el mal efecto” que le había producido el suceso lo había postrado en cama, defendió que había tomado precauciones para evitar posibles siniestros y, para ello, desde que habían empezado los trabajos, entraba y salía del barracón a la misma hora que los operarios. Al mediodía, le llevaban la comida hasta allí y por la noche salía después de que lo hubiera hecho el último de los operarios. Según afirmó, cuando iban a pedirle trabajo, la primera pregunta que les hacía era “si fumaban” y, al decirle que sí, ya no les admitía y, “habiéndose corrido la voz de la pregunta que hacía entre los trabajadores, había tomado la precaución, para evitar que fumaran durante el trabajo, de darles diariamente dos cigarros, uno por la mañana y otro por la tarde, y los mandaba al extremo norte del revellín, a cien metros de distancia aproximadamente para que se lo fumasen, suspendiendo los hombres y sus ayudantes el trabajo durante este tiempo”. Aseguró, además, que las operaciones se realizaban a una distancia de ocho metros unas de otras y bajo constante vigilancia.

En un escrito, su abogado se mostraba, además, “profundamente convencido de no haber realizado ningún acto ilícito, de no serle imputable ninguna acción u omisión voluntaria, aún que no maliciosa; y, sobre todo, de la no existencia de relación de causa y efecto entre la desgracia inmensa y dolorosísima ocurrida el día 25 y las acciones u omisiones, cualesquiera sean ellas, que quieran atribuirse a mi principal”.

La Fiscalía apunta a la omisión voluntaria del adjudicatario

El fiscal Martínez Dupuy, sin embargo, fue contundente en su respuesta. Manifestó que las actuaciones judiciales llevadas a cabo hasta ese momento demostraban que hubo omisión voluntaria por parte del contratista, “aunque no maliciosa, porque así lo acreditan, en primer lugar, la existencia de una enorme cantidad de pólvora en el mismo local en que trabajaban los operarios y fue causa de la tremenda explosión producida, con evidente peligro de que esta ocurriera”. Y añadía: “Si el contratista hubiere tenido, como debió tener, operarios en número suficiente, encargados de ir retirando la pólvora a distinto local y sitio a medida que se iba extrayendo de los cartuchos, es evidente que aun cuando hubiese estallado alguno de ellos, como parece ser la causa de la explosión, ésta no hubiera producido mal alguno, o de producirlo hubiese sido infinitamente menor que el ocurrido”.

Si el contratista hubiere tenido, como debió tener, operarios en número suficiente (...) es evidente que aun cuando hubiese estallado alguno de ellos [cartuchos], como parece ser la causa de la explosión, ésta no hubiera producido mal alguno

Fiscal Martínez Dupuy

El acusador proseguía en esta misma línea: “¿Ha empleado el contratista para aquella operación los aparatos o máquinas que en el día se conocen para practicarla sin riesgo alguno? ¿invertía en ella personal idóneo y con la pericia y conocimiento necesarios para garantir todo peligro del mal ocurrido? Es indudable que no, estando a todo esto obligado, como se está siempre en estos casos, a emplear todo el celo y diligencia debidos para prevenir males; y según las diligencias arrojan ni se empleaban tales máquinas o aparatos, ni el personal que se dedicaba a tan peligrosa operación tenía la prudencia y pericia necesarias, estando compuesto en su gran mayoría de mujeres y niños y algunos hombres, y por tanto sin la edad, aplomos, pericia y condiciones adecuadas”.

Finalmente, fruto de las diligencias practicadas, la justicia declaró a Padrós culpable de un delito de homicidio involuntario por el que fue condenado a tres años y tres días de prisión y al pago de una indemnización de 1.000 pesetas por cada víctima de la explosión.

Oleada de solidaridad sin precedentes

En paralelo a las investigaciones llevadas a cabo, el mismo día de la tragedia se desató en Mallorca una oleada de solidaridad sin precedentes con las víctimas y sus familias. El entonces presidente de la Diputación Provincial, Alexandre Rosselló, realizó un importante donativo en una acción que fue imitada por otros diputados y también por el obispo. El Ajuntament de Palma y la prensa, por su parte, abrieron una lista de suscriptores en favor de los damnificados, la mayoría de las cuales vivía en las barriadas de Els Hostalets y la Soledat.

Como señala la historiadora Isabel Peñarrubia en el libro Dones, treball i moviment obrer, coordinado por el investigador David Ginard y editado por Documenta Balear, cuando se producía un naufragio de pescadores y marineros en la barriada de Santa Catalina o se registraban accidentes laborales en las fábricas, donde los afectados y sus familias no cobraban subsidio alguno en caso de invalidez o defunción, era habitual que la prensa publicase noticias sobre los hechos y la recogida de dinero en las barriadas obreras.

De hecho, al día siguiente de la explosión en el revellín, el asociacionismo cívico se volcó en ayuda de los afectados. Alexandre Rosselló, además, pidió a las distintas diputaciones del resto del país que se solidarizaran con ellos. La reina realizó un significativo donativo mientras que un mallorquín de adopción, el catedrático Baltasar Champsaur, republicano y socialista, promovió la edición de un álbum que se vendería a diez pesetas, importe que iría destinado a ayudar a las víctimas y sus familiares. Peñarrubia explica que la iniciativa fue un éxito, dado que en ella participaron unos 300 escritores, músicos, artistas plásticos y personalidades de distintos ámbitos y desde diferentes lugares del país, toda vez que conocidos pintores mallorquines como Joan Bauzá, Bartomeu Maura, Ricardo Anckermann o Antoni Ribas aportaron su obra a la publicación.

La historiadora Isabel Peñarrubia señala que "quien más insolidario se mostró" fue el Gobierno central, del que el mallorquín Antoni Maura era ministro de Gracia y Justicia, al negar cualquier ayuda económica por la tragedia

Con todo, la historiadora señala que “quien más insolidario se mostró” fue el Gobierno central, presidido entonces por el conservador Cánovas del Castillo y del que Antoni Maura era ministro de Gracia y Justicia. El mismo día de la tragedia, el alcalde de Palma había enviado un telegrama al ministro de la Gobernación para pedirle auxilio económico para las familias afectadas, pero la negativa no tardó en llegar: “No habiéndose consignado ninguna cantidad para calamidades públicas y no habiendo medio de arbitrar crédito en este momento”, trasladaba toda responsabilidad al municipio afectado y a la Diputación.

“Muy lejos, muy aislados, muy desconocidos”

El diario Las Baleares no dudó en recriminar la conducta del Estado. En su artículo, el autor criticaba la “descarnada, burocrática y fría” respuesta del Ministerio puesto que mostraba un gran desconocimiento de la realidad mallorquina: “Vivimos muy lejos, muy aislados, muy desconocidos. Apenas si se tiene noticia de este archipiélago en muchas regiones de la oligarquía del centro más que por el artículo 116 del Código Penal que establece en 'confinamiento' y eleva a la condición de castigo la convivencia con nosotros... Hay mucha distancia de Mallorca a Madrid para que en la encarnación del Estado repercutan como debieran nuestros infortunios”.

En cambio, lamentaba que “de vuelta y con la velocidad del rayo nos hieren y conturban las calamidades de la patria común” como así sucedió cuando la Diputación balear respondió a las demandas de ayuda por desastres como “las inundaciones de Murcia y los naufragios del Cantábrico y los terremotos de Granada y el desastre de Consuegra y la hecatombe de Santander y el siniestro del Reina Regente y cuánto dolor y cuánto infortunio y cuánta necesidad recordamos, encontraron aquí y encontrarán siempre abierto en todas partes”.

“Efectivamente, esta caridad laica con los desvalidos suplía desde siempre las faltas de los organismos públicos -en última instancia del Estado, que no los dotaba económicamente-, quienes se desentendían del asistencialismo y la beneficencia”, apunta Peñarrubia.

“Las cosas no han cambiado tanto”

Hoy, únicamente rememoran la tragedia una placa en la calle Cecili Metel, ante el edificio de Hacienda, y un monolito ubicado en el cementerio de Palma, ya que “la mayoría de los trabajadores y las trabajadoras, así como la ciudadanía de Balears, ignoran este hecho”, lamenta, por su parte, el exsecretario de Acción Sindical, Ocupación y Salud Laboral  de UGT Manuel Pelarda en El record d'una tragedia. Como subrayaba en 2008, año en que fue publicada la obra, “las cosas no han cambiado tanto como parece a primera vista”: “Al igual que entonces, nos encontramos con ejemplos que demuestran que el objetivo fundamental de determinados empresarios es, por una parte, reducir al máximo los costes de producción de forma peligrosa y, por otra, sacar la máxima rentabilidad al producto fabricado o construido”.

“Empresarios como el señor Padrós dan por buena la praxis de la falta de formación de los trabajadores y trabajadoras y el uso de la maquinaria y herramientas poco adecuadas. Empresarios que, saltándose la frontera del peligro de forma temeraria, juegan con la seguridad de los trabajadores, fáciles de sustituir, atendiendo al relativo riesgo que corren por el incumplimiento de la Ley”. Por ello, apela a no olvidar tragedias como la que conmocionó el país a finales del siglo XIX: “Mallorca, los mallorquines, no podemos continuar ignorando un hecho histórico como el de la explosión del polvorín de Sant Ferran del 25 de noviembre de 1895 porque, como todos sabemos, quienes olvidan su historia están condenados a repetirla”.

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