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La esclava que puso en jaque a la Corona española

Una mujer, ataviada con un traje de payesa, contempla el mar desde un hueco de la muralla renacentista que encierra el barrio de Dalt Vila. Fotografía de 1987.

Laura Jurado

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Tenía 46 años, se llamaba María Flores y podría haber pasado por una ibicenca más de no ser por un detalle: María tenía un amo. Un amo para el que trabajaba desde hacía más de dos décadas y que, lejos de conformarse con ella, le había comunicado la intención de convertir en esclava también a su hija Rita. La amenaza de que aquella lacra se perpetuara en la familia la llevó a emprender una larga batalla contra las instituciones. Una lucha que acabó con una orden de Fernando VII con la que decretó la libertad de ambas trece años antes de la abolición de la esclavitud en España. 

“Nuestros antepasados ibicencos también fueron esclavistas y no solo en los tiempos de Barbarroja, sino hasta una época lo suficientemente reciente para que los bisabuelos de la gente granada de hoy pudieran ver en la isla a personas en cautividad”, subraya el historiador Joan Planells Ripoll en Els darrers esclaus d’Eivissa. No hacía falta imaginarse las plantaciones de algodón de Estados Unidos, sino que bastaba con bajar a las salinas o con contemplar las murallas que hoy rodean el casco histórico de Vila. Una práctica que se extendió desde la Edad Media hasta el siglo XIX y de la que el también historiador Antoni Ferrer aporta algunas cifras: desde finales del siglo XIII hasta principios del XVII ha documentado unos 1.700 esclavos en Eivissa. Solo entre 1551 y 1600 existían más de 400 en toda la isla.

“Eivissa no era una excepción, no solo con respecto al resto de España, sino tampoco con Europa. Hasta 1888 un gran porcentaje de los trabajadores de los territorios españoles en América era población esclava”, explica Ferrer, autor de Captius o esclaus a Eivissa. (Segles XIII al XVI). En el mercado de la plaza de la Catedral de Vila uno lo mismo podía comprar verduras que esclavos. Era el punto oficial de las subastas públicas, pero en la zona portuaria, añade el historiador, también se negociaban ventas “a escondidas”. 

Eivissa no era una excepción, no sólo con respecto al resto de España, sino tampoco con Europa. Hasta 1888 un gran porcentaje de los trabajadores de los territorios españoles en América era población esclava

Antoni Ferrer Historiador

Entre las clases acomodadas de Vila tener esclavos se convirtió en algo “muy habitual”: “Los propietarios tenían un perfil muy urbano, eran las familias más ricas de la ciudad. Se han documentado muy pocos casos entre los payeses”, asegura Ferrer. Durante siglos, la mayor parte de los esclavos procedían de las capturas que los corsarios realizaban en el norte de África durante sus expediciones armadas. “Los esclavos locales, ibicencos, eran una minoría. Y no lo eran porque se tratara de familias tan pobres que acabaran en la esclavitud, sino que eran hijos de esclavos de quienes heredaban su condición”, afirma. Como le ocurrió a María.

Trabajos duros

Para la mayoría de propietarios, los esclavos eran una forma de mejorar la economía familiar. “Se dedicaban a trabajos que generaban ingresos, e incluso los alquilaban para obras públicas”, señala Ferrer. Hubo esclavos en las viñas, pero también en las cosechas, en la extracción de sal en las salinas y en la construcción de las murallas renacentistas de Vila, donde llegaron a ser el grupo principal entre los trabajadores. 

“Se trataba de trabajos muy físicos y duros, por lo que los amos preferían comprar hombres jóvenes”, añade. Las mujeres eran una minoría. “Existía una diferenciación del trabajo por sexos y las esclavas se asociaban más a las tareas domésticas, pero eso sucedía más en las grandes ciudades. Por eso muchas de las cautivas que llegaban a Eivissa acababan siendo reembarcadas a otros lugares como Barcelona”, detalla el historiador. Sin embargo, hubo quien se negó a vender esclavas en la isla porque, las que se quedaban, podían acabar en cualquier trabajo. Ése fue el caso del propietario de una compañía italiana que, en el año 1400, plasmó su negativa por escrito. En Eivissa, decía, las trataban “peor que a los perros”.

La situación comenzó a cambiar a finales del siglo XVIII. Los padrones localizados por Planells Ripoll contabilizan 34 esclavos, que se redujeron hasta los trece en la última década. De estos últimos, cinco eran mujeres. Para entonces, explica Ferrer, se había extendido la idea del esclavo como un “producto de lujo”. Una forma más que las familias de clase alta y de la aristocracia tenían “de presumir y de hacer ostentación”. 

Entre aquellas cinco mujeres estaba María. Hasta 1790 había sido la esclava del abogado Joan Tur Gotarredona. Tras su muerte, y con solo 16 años, María pasó a ser propiedad de Bernat Guasch. Cambió de dueño y de nombre: pasó de figurar en los censos como María Meca a ser oficialmente María Flores. 

María 'desencadenada'

Su historia habría quedado en el anonimato si no fuera porque en 1820 María dijo 'basta'. La ibicenca comenzó una lucha para conseguir su libertad y su nombre se coló en las gacetas nacionales. El 28 de marzo de 1821 las Cortes celebraron una sesión extraordinaria en la que debatieron su caso. Mientras se deliberase la decisión, solicitaba que ella y su hija fueran puestas bajo la protección del jefe político de Eivissa. 

En aquella reunión, la Comisión de Legislación subrayó que la esclavitud era “incompatible” con un gobierno liberal y propuso no solo que se aboliese en la Península “e islas adyacentes” -“Sintiendo no poder aún abolir la esclavitud en todas las provincias de ultramar”-, sino que también dejaran de ser esclavos “todos los que siéndolo” pisaran territorio español, donde pasarían a estar bajo protección de las autoridades. Sin embargo, varios diputados advirtieron de que lo que se proponía era una ley y que, como tal, debía seguir todos los trámites establecidos en la Constitución. 

En su reclamación, María argumentaba que su amo ya podía considerarse “reembolsado” del dinero que había pagado por comprarla. Pero había algo más. A sus 46 años, María había tenido tres hijos de los que solo había sobrevivido uno: Rita. Una joven de16 años de la que Bernat Guasch también quería hacerse dueño. 

Aquella amenaza fue demasiado para María. Ella misma se había convertido en esclava por ser hija de esclavos. Según recogió el historiador Isidor Macabich en Historia de Eivissa, sus padres habían sido capturados en Orán para después ser vendidos al ibicenco Juan Tur, el que fuera su primer propietario. Al quedarse embarazada, María legaba aquella misma condición a su hija. Una herencia a la que se oponía porque consideraba que el origen de su esclavitud era “ilegal” y por los “malos tratamientos” que recibía de su amo. María no se conformaba con su libertad y la de su hija, sino que también solicitaba que le abonaran el salario que le habría correspondido por los 32 años de servicio a su propietario “en tan miserable estado”.

“Quizá se tratara de un caso muy flagrante o tal vez ella tuviera contactos, lo cierto es que resulta sorprendente que consiguiera llevar su causa hasta las Cortes. Es un proceso que se ha estudiado muy poco”, reconoce Ferrer. Después del desacuerdo entre los diputados, el expediente de María quedó aparcado en un cajón durante cuatro años. 

Quizá se tratara de un caso muy flagrante o tal vez ella tuviera contactos, lo cierto es que resulta sorprendente que consiguiera llevar su causa hasta las Cortes. Es un proceso que se ha estudiado muy poco

Antoni Ferrer Historiador

El 24 de noviembre de 1824 un real decreto de Fernando VII declaró libres a madre e hija. No podría haber documento alguno que recordara la condición esclava de ninguna de las dos. Al rector de la iglesia del Salvador le tocó rescatar la partida de nacimiento de Rita Flores. “Manda el Rey se borre de este libro el nombre de esclava”, anotó en un lateral de la página. La paradoja llegó tres siglos después, cuando el Ayuntamiento de Eivissa decidió bautizar una calle precisamente así: “Esclava María Flores”. 

“La decisión del rey fue inaudita porque decretó la libertad para ellas en exclusiva”, destaca Ferrer. Faltaban aún trece años para que la esclavitud desapareciera en España. La historia de María Flores volvió a la palestra en 1928 rescatada por la revista Estampa. La publicación no solo recuperaba su logro, sino que afirmaba que había sido “la última esclava blanca que hubo en España”. “Esa afirmación hoy no está tan clara. Sabemos por los estudios de Planells Ripoll que tres años después Josep Selleres aún tenía dos esclavas en Eivissa, María Teresa y su hija. No se sabe si eran blancas y el nombre no supone una pista porque, cuando se bautizaban, tomaban el nombre de su madrina, que solía ser alguien de su familia propietaria”, aclara el historiador.

Antes de que en 1837 se aboliera la esclavitud de forma oficial en nuestro país, las cifras de esclavos en Eivissa -como en el resto de regiones- ya se habían reducido de forma muy considerable. Según Ferrer y Planells Ripoll, el final de aquella práctica no llegó por cuestiones humanitarias -“Aunque estaban presentes entre los abolicionistas”-, sino económicas. Tener un esclavo se convirtió en algo muy caro. 

Para Ferrer, la progresiva colonización de África hacía “imposible” que se mantuvieran las capturas de siglos anteriores. Una situación que coincidió con un crecimiento de habitantes en Eivissa. “Antes no había una población suficiente como para que existiera una clase social asalariada, pero con el crecimiento de habitantes aumentaron los trabajadores”, explica Ferrer. Sin embargo, también fue el momento en que, como destaca Planells Ripoll, proliferaron los criados y criadas, algunos de los cuales se sentían “bien pagados con tener un sitio donde dormir y un plato para comer de vez en cuando”. Y, a diferencia de los esclavos, no había que gastar dinero en comprarlos.

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