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50 años de la apertura china: la visita de Nixon a Mao que cambió el mundo

El líder comunista chino, el presidente Mao Zedong, recibiendo a su par estadounidense Richard Nixon en su casa de Pekín en 1972.

Javier Martín-Domínguez

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Aunque sea recordado por su deshonrosa salida de la Casa Blanca, Richard Nixon marcó otro hito fundamental cuya influencia fue mucho más perdurable a ojos del mundo actual. Fue su viaje a la China de Mao, hasta entonces cerrada a Occidente, con el que se inició un proceso cuyas consecuencias, entonces imprevisibles, son ahora claras y palpables.

Era la última semana de febrero de 1972, con el frío habitual en las calles de Pekín, cuando la comitiva estadounidense se disponía a saltar el cerrojo con el que se había autoconfinado el régimen comunista, que languidecía entre tensiones políticas internas, graves problemas económicos y un deseo de recomponer su posición estratégica frente a la Unión Soviética, a la que veían como una creciente amenaza.

El gurú de las relaciones internacionales del momento, Henry Kissinger, estaba a punto de consolidar la jugada maestra de su carrera como principal asesor presidencial en política exterior: asaltar la muralla China. Este movimiento insólito sobre el tablero de ajedrez mundial estuvo precedido de maniobras secretas y problemas ocultos dignos de una de las mejores novelas de espionaje. Un prólogo a la altura de las consecuencias que comportaría el inédito encuentro Mao-Nixon, cuyos ecos llegan hasta hoy en día, cuando el mundo se asoma a otra recomposición de las relaciones entre superpotencias.

Todo comenzó con una falsa indisposición del hábil Kissinger durante una visita a Pakistán. Era el primer acto de la denominada Operación Marco Polo. Kissinger no viajó a una residencia privada para recuperarse como anunciaron las autoridades pakistaníes, sino que se trasladó de madrugada al aeropuerto de autoridades en las afueras de Islamabad y voló en secreto a Pekín para reunirse con la mano derecha de Mao, Zhou Enlai. 

Previamente se había dado un paso deportivo, que tiene ahora su eco en las magnas celebraciones olímpicas de las que la nueva China es destacado anfitrión. Se invitó a China a los jugadores norteamericanos de ping-pong tras un intercambio de buenos gestos entre atletas de los dos países cuando participaban en un encuentro en la ciudad japonesa de Nagoya. Este primer paso se debía a iniciativa del régimen chino, que realmente buscaba a la desesperada una apertura al exterior.

El coctel de problemas que se sucedían en el tramo final del maoísmo no paraba de crecer y de agitarse, empezando por la precaria salud del Gran Timonel. La economía estaba bajo mínimos, con trágicas hambrunas en algunas zonas del vasto país. La “revolución cultural” lanzada como maniobra de distracción por la esposa de Mao había generado persecuciones y muertes entre altos líderes políticos, incrementando la disidencia y el descontento.

Los delfines del poder habían sido apartados: Li Biao había muerto en un sospechoso accidente aéreo (al parecer provocado) y Deng Xiaoping fue enviado a un campo de trabajo forzado. El hombre que controlaba la situación era Zhou Enlai, que buscaba una salida a un colapso del sistema sabiendo que la salud de Mao era cada vez más frágil. Su entendimiento con Kissinger le permitía vislumbrar un futuro diferente.

La enfermedad secreta de Mao

Los disgustos políticos habían alterado seriamente al líder de la revolución popular china por su implicación directa en la denuncia de “los contrarrevolucionarios de Lin Biao”. Justo tras la muerte de éste, en el otoño del 71, Mao sufre un colapso serio, tras otro episodio similar en la primavera anterior. Se le diagnostica una neumonía doble. Otro esfuerzo en el mes de enero provoca una recaída fatal: su enfermera se lo encuentra sin conocimiento y sin pulso. Su final se presagiaba muy próximo.

Kissinger y Zhou Enlai habían trabajado los pormenores de la visita del presidente americano a Pekín, colocando en la agenda un breve encuentro protocolario para la foto que sería la guinda del viaje. Mao había jaleado en su momento el gesto de los jugadores de ping-pong y estaba dispuesto a abrirse a la mano tendida de Estados Unidos, ante el creciente temor a una invasión o acción militar hostil por parte de los soviéticos.

Los EEUU de Nixon estaban enfangados en Vietnam y buscaban un compromiso chino para que no ocupase de inmediato su puesto de privilegio en el sudeste asiático. Pero, más allá de los efectos inmediatos, ambas partes intuían que podía mejorarse la situación internacional –desarrollo comercial y económico incluido– si se salían de su visceral guion político hasta la fecha: el anticomunismo de Nixon con el que fustigaban a sus propios oponentes internos y el anticapitalismo de libro que practicaba el régimen chino desde su acceso al poder. Para ambos, un gran aliciente era descolocar a Moscú y las ansias de dominio de corte estalinista. 

China vio con desconfianza las maniobras soviéticas para enzarzarlos en la Guerra de Corea frente a Estados Unidos y sospechaba de posibles conquistas territoriales por parte rusa. La distancia de los dos regímenes comunistas se había acentuado y ahora se buscaba la foto –y algo más– con el enemigo de mi enemigo.

Zhou Enlai, con su pasado de actor en su época de estudiante en la universidad de Nankai, fundada por los estadounidenses, sabía de la importancia de los gestos. Sin duda, también era consciente, a pesar de ser el mayor intrigante para defender a los maoístas, de que el régimen estaba desmoronándose y había que encontrar una salida. Quizás venga de ahí la simiente que luego regaría el entonces defenestrado Deng Xiaoping para abrir China no ya a los estadounidenses, sino a las fórmulas económicas capitalistas para dinamizar un desarrollo económico que sacase al gigante asiático de su letargo y su miseria.

Hechas las gestiones y cuadrado el calendario, el Air Force One aterrizó en un frío día de febrero en el aeropuerto de Pekín. Richard y Pat Nixon, con Kissinger de escolta, se disponían a reescribir la historia del mundo contemporáneo. Atravesaron en su limusina las calles de la capital obligadamente vacías –por las que habitualmente solo rodaban bicicletas y muy pocos coches– para instalarse en los aposentos del palacio Diayoutai, cercano al lago de pesca de los emperadores. Lo que desconocían en ese momento es que su reunión al más alto nivel estaba absolutamente en peligro. 

Mao seguía en cama y ni siquiera había podido incorporarse en los días previos para que se le hiciese un nuevo traje a medida ante su aumento de peso. Sus pies se habían hinchado por los problemas de circulación y no había zapatos acordes con su anchura. Pero, sobre todo, su debilidad hacia muy improbable que pudiera mantener una conversación coherente con el líder norteamericano. Mao había pasado semanas lejos de Pekín, en el sur del país, para evitar los fríos y tratar de recuperar su maltrecha salud.

Una fecha para la historia

Era el 21 de febrero de 1972. Después de comer, Mao dijo que no se echaría su siesta habitual, y con un claro tono nervioso avisó que quería ver a Nixon ya, de inmediato. Llamarón al barbero para mejorar su imagen tras días sin afeitarse ni arreglarse el pelo. Mientras, Zhou Enlai se trasladó al palacio de los invitados y alertó a Kissinger de que Mao estaba dispuesto a recibir a Nixon. Sus deseos fueron cumplidos y, sin tiempo que perder, la comitiva se trasladó de inmediato a la residencia privada de Mao.

Recordó Nixon en sus memorias que Mao Zedong le recibió de pie y cuando le extendió la mano para saludarle, Mao la cogió entre las suyas durante un minuto, y le dijo: “Lo siento, pero no puedo hablar muy bien”. Pero lo cierto es que sí hubo conversación. Mao superó la falta de energía crónica que sufría por su insuficiencia cardíaca, renal y respiratoria y estuvo a la altura de su posición y de las circunstancias. 

Según la reconstrucción que consiguió hacer del encuentro el periodista Harrison E. Salisbury, Mao enseguida sacó a colación la cuestión de Taiwán, que hoy sigue estando entre las grandes prioridades en los discursos públicos de los lideres actuales. “Nuestro común viejo amigo Chang Kaishek [el líder de los nacionalistas exiliado en la isla] no aprobaría este encuentro entre nosotros. Él nos considera bandidos comunistas”. “¿Y usted como le llama?”, preguntó de inmediato Nixon. Mao le respondió que les llamaban la banda de Chiang Kaishek y que “los periódicos a veces le tachaban de ser un bandido, como él a nosotros. Nos insultamos mutuamente”.

Aunque su enfermera permaneció a su lado durante el encuentro, Mao demostró estar en control y curiosamente este fue el primer tema sobre la mesa: la reunificación de China, que quedaría ambiguamente tratada en el comunicado final, pero que abriría las puertas a que la Republica Popular ocupase su sitio en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En ese comunicado, Kissinger aceptó que figurase la frase de que Estados Unidos reconoce que “todos los chinos están de acuerdo en que Taiwán es parte de China”. Una frase suficientemente amplia y ambigua, aún hoy interpretable, pero que deja abierto ese flanco en el juego de estrategias que estos días hacen temblar al mundo.

El encuentro, que estuvo a punto de no celebrase, no fue finalmente una mera reunión protocolaria para la foto que publicarían los medios de todo el mundo: Nixon y Mao juntos, con un leve protagonismo para las tradicionales bacinillas para escupir colocadas a los pies de los sillones. La reunión al más alto nivel se prolongó durante una hora y Mao llegó a decirle a Nixon que había votado para que saliese reelegido como presidente de Estados Unidos. “Me gustan los líderes más de derechas”, llegó a decir Mao, apuntando también en su lista al primer ministro británico de entonces, Edward Heath. 

Mao ya tenía claro que China andaba muy necesitada de “Occidente” para salir de su marasmo. Había que cumplir con el relato previsto y hacer del inédito encuentro un éxito. Finalmente, el líder chino se levantó y acompañó a los visitantes a la puerta, no más allá. Su fiel Zhou Enlai insistió en que le disculpasen porque había sufrido “una bronquitis”, bajo la que enmascaró los graves problemas médicos del Gran Timonel. Nixon le dijo que tenía muy buen aspecto. Y Mao respondió con una frase que no era realmente un mero cumplido: “Las apariencias engañan”.

El mundo –sin permiso de los soviéticos– había entrado en otra fase. Cuatro años después, moría Mao. El represaliado Deng tomaría no mucho tiempo después las riendas del “Imperio del centro” y China abriría sus puertas a las reglas del mercado. La matanza de Tiananmén ralentizaría las reformas y bloquearía cualquier atisbo de sistema democrático, pero la nueva China crecería ya de forma imparable con una reforma a fondo de su economía basada en una alianza económica con empresas estadounidenses. Una alianza que en los últimos años ha empezado a resquebrajarse.

¿Estamos ante otro cambio de la dinámica mundial como el inaugurado en aquel día de febrero hace medio siglo? ¿Se sumará Pekín a las estrategias de confrontación más recientes de Putin o veremos nuevos episodios que recompongan el tablero de ajedrez mundial?  Hace medio siglo, China criticaba abiertamente una invasión soviética como la de Praga, y desde entonces se acrecentó el temor a los movimientos militares soviéticos. Ahora, y más allá del reciente encuentro entre Putin y Xi Jinping con motivo de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno, el temor chino a las veleidades militares rusas puede permanecer más arraigado de lo que una alianza entre regímenes comunistas parece indicar. 

Personajes de ópera

Igual que el Nixon del Watergate pasó a la historia por algo diferente a este gran paso internacional, y Mao abrió una puerta que siempre dijo que no abriría, hay que estar atentos a nuevas sorpresas en las tácticas o en las estrategias de las ahora tres superpotencias, con pies no tan de barro como entonces. Más allá de su desgracia política, el hombre que tuvo que abandonar la Casa Blanca por la puerta de atrás también fue recompensado en la historia por la que quizá sea la única ópera dedicada a un presidente americano, basada en el paso histórico relatado y titulada 'Nixon en China'.

Durante el histórico viaje, los Nixon fueron acompañados por la esposa de Mao, Jiang Qing (que lanzó la represiva 'revolución cultural'), a la Ópera de Pekín para presenciar la obra de corte ultracomunista titulada “El Destacamento Rojo de mujeres”, que la pareja norteamericana disfrutó y así se lo hizo saber a la líder de la Banda de los Cuatro.

La furibunda antiestadounidense Qing insistió en pedirles que le dijeran qué mejoras o críticas tenían; pero le contestaron que ninguna, que sinceramente les había encantado. No sabían entonces los ilustres visitantes de la China Roja que sus nombres serían aupados a otro tipo de ópera, una en tres actos, obra del compositor John Adams, con libreto de Alice Goodman, estrenada en la Grand Opera de Houston en 1987 y dirigida por Peter Sellarse. 

Considerada una obra menor en el estreno y que pasaría casi inadvertida, hoy se encuadra entre las grandes aportaciones estadounidenses al arte operístico y se alaba su musicalidad emparentada con el minimalismo sinfónico. Nixon ganó pues algunas batallas después de su estruendosa muerte política, tanto en la ópera como en el más apabullante escenario de la Ciudad Prohibida de Pekín.

La historia sigue escribiéndose. Ahora Biden y Xi Jinping tienen la palabra, con permiso de Putin y su faraónica mesa de dialogo. Los tres grandes poderes han experimentado cambios impensables hace 50 años, desde la caída de la Unión Soviética al asalto al Capitolio por los correligionarios de Trump y la trasformación de China en una verdadera potencia desarrollada. El futuro se escribirá con alguna mayúscula sorpresa como la del nunca previsto encuentro entre Mao y Nixon, con tintes operísticos, hace justo medio siglo.

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