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Eduardo Viveiros de Castro, antropólogo: “Estamos ante una ofensiva final contra los pueblos indígenas en Brasil”

Eduardo Viveiros de Castro, 68 años, antropólogo y profesor en el Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro

Agência Pública / Ciro Barros y Thiago Domenici

Es uno de los antropólogos más influyentes del planeta. Eduardo Viveiros de Castro (Río de Janeiro, 1951), recibe a Agência Pública para una conversación de más de dos horas, en su apartamento de Río de Janeiro. Es su primera entrevista tras la elección de Jair Bolsonaro, la acepta con un poco de malestar. “No tengo ideas especialmente inéditas y profundas sobre todo lo que está sucediendo. Solo estoy perplejo, como todo el mundo”, dijo, al describir el escenario actual como “un momento en el que la palabra ha perdido el aliento, inclusive el valor. No conseguimos distinguir la verdad de la mentira”. Para él, la verdad se ha vuelto inverosímil.

A pesar de sus reservas, Viveiros de Castro charló con Agência Pública sobre diferentes temas de la actualidad, como la resistencia indígena, la destrucción de la Amazonia, la cuestión climática, el Gobierno de Bolsonaro, la reforma agraria o las fake news.

Un antropólogo que usted admira, Claude Lévi-Strauss, dijo: “Mi deseo es un poco más de respeto para el mundo que comenzó sin el ser humano y va a terminar sin él. Eso es algo que siempre deberíamos tener presente”. ¿Hasta qué punto se aplica esto al momento que estamos viviendo?

Esa frase está en un libro publicado en 1955, Tristes trópicos, su obra tal vez más conocida fuera de la antropología más especializada. Es interesante cómo es una observación que es una obviedad, porque el mundo comenzó sin el hombre y va a terminar sin él y, al mismo tiempo, es una obviedad que necesita ser recordada. Primero, porque sobre su olvido se construyen cosas muchas veces y, en segundo lugar, por cómo algo que fue dicho hace 50 o 60 años gana, de repente, una actualidad, hasta cierto punto, inesperada.

Aunque Lévi-Strauss ya había advertido sobre el hecho de que el avance de la llamada civilización occidental, necesariamente, implicaba una destrucción de sus propias condiciones materiales de existencia y, por tanto, era un proyecto civilizatorio suicida, la impresión que se tiene es que ese final se está aproximando a nosotros más rápido de lo que pensábamos.

Pero, aunque eso sea verdad, la idea de que la crisis actual, el cambio climático implique, necesariamente, la desaparición de la especie humana, tal vez sea un poco exagerada. Porque es probable que no desaparezca toda la especie, pero que las condiciones de vida se tornen mucho más difíciles de lo que fueron en los últimos 10.000 años. Esas condiciones van, muy probablemente, a implicar un choque demográfico en la especie que no se sabe exactamente cuándo ocurrirá, cómo y lo que va a implicar. Entonces, la frase de Lévi-Strauss es una frase sombría, sobre todo, porque ha ganado una urgencia que tal vez no tuviese en 1955. No es, quizás, “va a terminar”, sino “está terminando”.

En algunas entrevistas usted se ha declarado un pesimista, pero, ¿en qué momento de su trayectoria fue menos pesimista? ¿Y cómo se definiría hoy?

Soy pesimista, sí, en varios niveles y de maneras diferentes. En cierto sentido, soy pesimista como Lévi-Strauss al decir que la especie está colaborando con su propia extinción mediante representantes de la especie que se consideran los más evolucionados, en la vanguardia, y que son justamente los que están contribuyendo de manera más radical al deterioro de las condiciones materiales de supervivencia de la especie.

En otro sentido, soy pesimista porque no veo con gran esperanza la capacidad de los Estados nación, de los Gobiernos mundiales, de cambiar de manera efectiva, con la radicalidad que impone la existencia de sociedades avanzadas –en particular, las tecnológicamente avanzadas– para que se disminuya la velocidad de deterioro del sistema termodinámico de la Tierra.

No tengo mucha fe en la racionalidad individual, esto es, personas que sean capaces de darse cuenta de que las cosas están yendo muy mal para las condiciones de existencia, para la racionalidad colectiva y, por tanto, para que efectivamente se tomen medidas que impliquen un cambio drástico del modo de vida que consideramos ideal y que, sin embargo, es precisamente aquel que está produciendo la destrucción del planeta. Hablo del automóvil, el petróleo, la electricidad o el consumo de energía.

Más allá de eso, estamos viendo algo que nadie imaginaba, una marea fascista mundial encabezada por la principal potencia mundial [Estados Unidos], en breve, segunda potencia mundial. La otra [China] siempre ha sido un régimen autocrático, imperial, en cierto sentido.

Brasil, para mí, es un gran motivo de pesimismo, desde el momento en el que nosotros jamás hemos aclarado las cuentas con la dictadura –es una vergüenza que Brasil no haya hecho lo que hicieron Argentina, Chile…– , y por el hecho de que vivimos –y hoy está más claro que hace 10 años que vivimos como una democracia tutelada, “consentida” por los militares hasta cierto punto. Desde la proclamación de la República siempre ha sido más o menos así. Lo que es más patético todavía, porque salimos de una monarquía extranjera a una república tutelada por los militares.

Por otro lado, este país continúa marcado por la esclavitud que, de cierta manera, sigue girando en torno a un modo de ser, de pensar y de actuar. No sólo el racismo, sino la relación del poder público del Gobierno con las poblaciones negras y pobres de Brasil.

Ahora llegamos a una situación en Brasil en la que tenemos que usar el vocabulario de la psicopatología para hablar de los que están en el Gobierno. “Ese gobernador [de Rio, Wilson Witzal] es un psicópata”, “ese presidente está loco”, y cosas de ese estilo. Hoy en día hay que llamar a un psicoanalista para hacer análisis político.

En 2013, Brasil vivió un momento de cierto entusiasmo con las manifestaciones de julio [que inicialmente surgieron para protestar por el aumento en la tarifa de los transportes públicos, pero desembocaron en protestas generales contra el Gobierno]. Hoy muchos análisis –principalmente de la izquierda próxima al Partido de los Trabajadores– señalan que las protestas desencadenaron una ola de acontecimientos que acabaron con el gobierno actual.

El PT [el partido de Lula da Silva y Dilma Rousseff] se comportó de una manera, a mi entender, completamente equivocada. El proyecto del PT era mejorar las condiciones de vida de la población brasileña sin tocar las llamadas relaciones de producción y, si era posible, sin tocar las ganancias de la clase dominante, del gran capital. Tanto es, que la burguesía, los bancos, el negocio agrario, todos ellos se lucraron mucho durante el gobierno del PT. Pero [el PT] nunca pensó en redistribuir el pastel radicalmente. Usted tenía una redistribución moderada y, sobre todo, sin meter la mano en el bolsillo de los ricos.

¿Cómo conseguir realizar un proyecto de mejora de las condiciones de vida de la población más pobre sin tocar el bolsillo de los ricos? Tenía que sacarse de algún lugar ¿Y de dónde? De la naturaleza. De los bosques, de las aguas. Ahí aumenta la deforestación, aumenta la exploración de la Amazonia, la devastación de la Amazonia, aumentan los grandes proyectos que van a destruir organizaciones y poblaciones tradicionales.

Creo que el PT cometió un error histórico y creo que el principal fue no haber asumido el espíritu de las jornadas de protesta de 2013 y, al contrario, haberse colocado del lado de la policía. Y con eso jugó la derecha oportunista y la facción considerable de la clase media reaccionaria, que siempre fue admiradora de la dictadura.

Eso solo sacó a esa gente del armario en el cual estaban desde el fin de la dictadura y, sobre todo, después de que el PT ganara las elecciones en 2002. Ganó además solo porque el PT se vio obligado a hacer concesiones. Y, a pesar de eso, el PT fue expulsado del Gobierno por un golpe. En parte por causa, evidente, de la crisis económica mundial.

No soy especialmente optimista, creo que nunca hemos estado tan mal desde el punto de vista político. La situación es realmente surrealista. Hace poco hice una broma en las redes sociales diciendo que el éxito de las fake news en Brasil se debe al hecho de que la verdad se ha vuelto inverosímil. Las noticias verdaderas son no creíbles, entonces usted cree en las falsas.

¿Qué otros pecados cometió el PT?

Primero, quiero hacer una advertencia. No es para decir que no es el momento de hacer esas críticas, sino para decir que, comparado con lo de ahora, el PT era el paraíso, en términos de calidad de las relaciones políticas, de las relaciones sociales.

El PT hizo un pacto con el diablo para poder gobernar, y el diablo cobra la factura, como siempre. Es lo que pasó con el impeachment. Hizo un pacto con las fuerzas más reaccionarias, más corruptas del sistema político para poder gobernar, y lo consiguió hasta cierto punto. Luego llegó la factura de la manera más atroz y absurda, la prisión de Lula y la revelación de de que el sistema jurídico está envenenado por personas de baja calidad ideológica, cultural y política.

Todo eso, evidentemente, hace que la gente tenga motivos para criticar al PT, pero hay que decir “miren, fíjense bien”. Lula libre para empezar, porque esta elección fue fraudulenta desde que Lula fue a prisión para evitar que ganara.

El Ejecutivo de Bolsonaro ha elegido como algunos de sus enemigos a la Amazonia y los pueblos indígenas. ¿Por qué este Gobierno tiene tanto miedo a los indígenas?

El problema de los indígenas, para este Gobierno y para las facciones de la sociedad brasileña que este representa –en particular, el gran capital, el negocio agrario–, es que las tierras de los indígenas no están en el mercado agrario. Y el proyecto de este Gobierno es privatizar el 100%. Si es posible, todo Brasil.

Parques nacionales, reservas ecológicas, todas las tierras que tienen uso especial están en el punto de mira de este Gobierno. De ahí la importancia del [actual] Ministerio del Medio Ambiente en la destrucción de los sistemas de tierras protegidas y en el ataque a los pueblos indígenas. Ese ataque, la verdad, exprime un deseo de transformar a todo Brasil en propiedad privada. Es un Estado cuyo objetivo es privar al Estado de su soberanía efectiva sobre su territorio, o mejor, transformar la soberanía en apenas un poder de supervisión, pero entregar las tierras al capital privado, sea nacional, sea extranjero.

Otro motivo es que se tiene una concepción de Brasil como un país esencialmente europeo, en el sentido de que es lo mejor de nuestra formación, de nuestra historia. Las celebraciones del carácter mestizo son una pura demostración de hipocresía. El término correcto para lo que se llama 'mestizaje' en Brasil es 'blanqueamiento'. Hay un odio hacia lo no blanco en Brasil, racismo contra los negros, y un racismo doble, un racismo territorial, en relación con los indígenas. Esas son las razones principales que yo diría.

Una característica diferente de este Gobierno respecto a los anteriores es la de presentar líderes y poblaciones como “ah, mira aquí, los Paresi [etnia del Mato Grosso] quieren plantar soja”. Esa narrativa del indígena del siglo XXI.

Estamos presenciando una especie de ofensiva final contra los pueblos indígenas. Es una gran ola que llega a todos lados. Si no los compra con dinero, es metiendo a los evangélico chiflados allí, que prohíban pajelança [ritual hecho por un chamán], castigando al diablo y acusando a los indígenas de las cosas más locas.

El indígena no es un santo. Nadie lo es. Para empezar, los pueblos indígenas son trescientos y pico en Brasil. Llamarlos a todos indígenas no dice mucha cosa sobre ellos, dice más sobre la Constitución brasileña, sobre la legislación, que llama indígena a una cosa.

Ser indígena es una forma de relación con el Estado. Está claro, tiene una dimensión histórica, son poblaciones descendientes, restantes, y que se piensan como ligadas a las comunidades precolombinas. Pero son también comunidades que tienen una cierta relación externa en relación con el Estado nacional y la etnia dominante, que es una relación muy particular. Y esa relación pasa, principalmente, por una cierta relación con la tierra.

Es el quid de la cuestión, porque lo que sucede es lo siguiente: la Amazonia es la parte de Brasil que representa lo que era todo Brasil en 1500. No es que sea exactamente igual, ni mucho menos. Pero esa es la parte que todavía no ha sido destruida, que todavía no ha sido civilizada, que aún no ha sido “conquistada”. Y ahora es: “Tenemos que terminar el trabajo empezado en 1500”.

Sobre la cuestión de la tierra, me gustaría que hablara del papel de la reforma agraria.

La reforma agraria es especialmente importante. Brasil no hizo reforma agraria, y todo lo que sucede en Brasil, en parte, se explica por eso. Se optó por echar a la población rural a las ciudades y entregar el campo a la agricultura mecanizada y concentrada. Lo que sucede en la Amazonia es que todavía tiene una porción grande de población tradicional, ribereños, que no sé qué va a ser de ella, porque la soja ya llegó a la Amazonia hace tiempo.

La barrera económica es cada vez mayor y, a medida que sube, va expulsando gente, sacando árboles, colocando bueyes –Brasil tiene más bueyes que gente–. Y ese buey, evidentemente, no va todo al estómago de la población brasileña. Entonces estamos alimentando al mundo. Lo gracioso es que veo, frecuentemente, al Gobierno enorgullecerse de que Brasil está alimentando al mundo. Debería estar alimentando a los brasileños, ¿no?

Estamos destruyendo Brasil, exportando agua, exportando solo para fuera de Brasil, ¿somos más ricos por eso? ¿La desigualdad disminuyó después de años de destrucción del Cerrado, de la Amazonia? El ciclo del oro, el ciclo del café, el ciclo del caucho, el ciclo de la soja, todos esos ciclos con la misma estructura... Brasil como exportador de materia prima para las metrópolis capitalistas. Estamos en la misma posición en la que estábamos en 1500. Es una colonia de exportación de commodities. Brasil continúa siendo una colonia, ha logrado el prodigio de ser una autocolonia, colonia de los otros y colonia de sí mismo.

Sobre Trump y Bolsonaro. Esta extrema derecha mundial que ha florecido parece algo cíclico, ¿no?

Es algo que está ligado, evidentemente, con una crisis económica mundial, la crisis del capitalismo. No es casualidad que, tras la crisis de 1929, enseguida llegara el fascismo. Hoy tenemos la crisis que comenzó en 2008 y que no ha terminado. Ese un punto de inflexión: estamos en una crisis económica mundial, que se está manifestando en Brasil de una manera particularmente dramática, no se sabe lo que viene después. Estas reacciones de extrema derecha son claramente reacciones, parecen movimientos reactivos ante una crisis, ante una precarización de las condiciones de vida, y también una reacción a la crisis ambiental.

Buena parte de los refugiados que están saliendo de sus países de origen lo hacen por cuestiones de destrucción de las condiciones materiales: sequías brutales, inundaciones. Entonces, son en gran medida refugiados climáticos. Esa gente que se está yendo a Estados Unidos, intentando saltar un muro de cualquier manera, en gran medida, es refugiada del clima. Lo que me preocupa ante todo es la crisis ecológica. El problema es que afecta a lo que podemos llamar condiciones realmente materiales de existencia. No es el salario; es el aire. No es el empleo; es el agua.

Son cosas básicas para animales reales, personas reales, como somos nosotros, que necesitan aire, agua, una porción de cosas materiales. Es una crisis en la que, para poder sobrevivir a ella, será necesario un cambio radical en los patrones de consumo, de las sociedades desarrolladas, de una redistribución radical de los recursos por la población del planeta. Pero es más fácil, en vez de que suceda eso, que suceda otra cosa: guerras genocidas, exterminios masivos de población, destrucciones gigantescas de ecosistemas enteros… Por eso no soy muy optimista, ¿no?

En su libro ¿Hay mundo por venir?, que escribió con Déborah [Danowski, filósofa y compañera de Viveiros de Castro], se habla de que esa catástrofe climática impone al ser humano un cambio metafísico de no pensar el mundo entero a partir de sí mismo, con una centralidad en el hombre. ¿Hay mundo por venir?¿Hay mundo por venir?

Lo que marca la modernidad occidental es una cierta confianza en que el hombre, a través de la tecnología, es capaz de resolver cualquier problema que surja, en que siempre habrá una solución. Le gente va aceptando cada vez más que hay una crisis ecológica, pero [piensa que] alguien va a arreglar eso. ¿Y si no lo arregla? ¿Por qué lo tiene que arreglar? No todo tiene solución.

Creo que la crisis ecológica no tiene solución por mantener el status quo actual. Sobre eso no hay discusión. Y todo el mundo lo sabe: si el mundo entero consumiese la cantidad de energía per cápita que consume un ciudadano norteamericano, necesitaríamos cinco planetas Tierra para sostener a la humanidad entera. ¿Cuál es la alternativa?

Usted dijo que deberíamos preguntarles a los indígenas sobre el fin del mundo porque su mundo se está acabando desde 1500. ¿Qué lecciones concretas nos pueden dar los pueblos indígenas sobre cómo coexistir con ese fin del mundo gradual?

Es evidente que los 7.000 millones de personas humanas que viven en el planeta Tierra no pueden vivir como vive hoy una comunidad de 500 personas en la Amazonia. Pero los pueblos indígenas, en general en el mundo entero, y no solo los pueblos indígenas brasileños, tienen una relación con el resto de la realidad, particularmente con la realidad biológica, con otros seres vivos, que es muy diferente de aquella que está implícita en nuestro modo de vida y explícita en varias doctrinas religiosas, filosóficas, etc. Estas comunidades se ven como parte de un universo en el cual ellas están al mismo nivel que los demás seres, sujetas a las mismas condiciones metafísicas de existencia, por decirlo así.

Lo que sucede en la modernidad occidental es que el hombre se considera como un ser excepcional. Él es un animal, pero tiene algo que los animales no tienen. Antiguamente se llamaba alma, ahora es cultura, ciencia, tecnología… Y el lado extraanimal y superanimal del hombre compensa, cancela, libera a la especie de esa inmanencia terrestre, trasciende la realidad material.

Los pueblos tradicionales, porque la historia los condujo en otra dirección, no se ven por encima de las demás criaturas. Pueden creer que los hombres son más inteligentes que los caimanes, pero no piensan que esa diferencia es una diferencia de grado, no es una diferencia de naturaleza.

Para nosotros, es una diferencia de naturaleza. Es una especie de hipocresía. Porque tenemos esa sensación de que estamos dotados de algo que nos saca de cualquier problema, que las otras especies se van a extinguir pero la nuestra no, cuando en realidad sabemos que también nos vamos a extinguir.

Es como si la especie humana fuese el único animal que, porque sabe que es un animal, no es un animal. Porque, como ella sabe que es un animal, eso la vuelve diferente de todos los otros animales y, por tanto, no es animal. Y esto es una contradicción. Al saber que es un animal, debería estar más atenta a las condiciones que la aproximan a otros animales: de la necesidad de un entorno soportable para las especies.

Usted ha llegado a decir que la especie humana se está suicidando.

En un cierto sentido. Tal vez toda especie se extingue porque se suicida, a menos que caiga un meteorito su cabeza, está claro. Cuando hablamos de “especie”, también necesitamos tener cuidado, porque nueve de diez veces estamos hablando de los países superdesarrollados y su modo de vida superdesarrollado. Esa es otra palabra que me gusta usar, superdesarrollo. Lo que llamamos país desarrollado, en verdad es superdesarrollado, en el sentido de que consume mucho más de lo que es necesario, mucho más de lo que es razonable y mucho más de lo que es posible, dadas las condiciones materiales de este planeta.

Estos países tienen que “desdesarrollarse” para que otros países, otros pueblos, puedan desarrollarse un poco más, para igualar un poco las condiciones de existencia. Porque, si las condiciones de Bangladesh no se acercan a las de California, el planeta va a explotar.

Brasil es un país que está siendo usado por el sistema económico mundial para hacer un experimento científico, que es: ¿Cuánto se puede castigar a una población sin producir una insurrección sangrienta? ¿Hasta cuándo es posible ir quitando derechos, perjudicando, explotando, expropiando, matando, sin que eso produzca un motín, una revolución, una explosión de violencia popular? Es casi como si fuera un experimento científico: ¿Cuánto puedo torturar a este bicho antes de que muera?

Y sabemos que la humanidad aguanta mucho, así que es difícil imaginar…

Traducido por Diajanida Hernández

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