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Segunda parte: Armas, tatuajes, precariedad, white trash: un pedazo del sur de Estados Unidos (II)

Wilmington, ciudad costera de playas inmensas, banderas confederadas y estatuas de líderes esclavistas, es uno de esos lugares del sur estadounidense con barrios segregados, cines, escuelas, vecindarios y supermercados donde es casi imposible toparse con una persona negra o latina. 

Cuando viví allí mi presencia en determinados circuitos sociales provocaba, en el mejor de los casos, reacciones paternalistas, y en el peor, racismo puro. “Haces muy bien llevando esa coleta, deberías llevarla más, te hace parecer más…normal”, exclamó un día con alegría sincera la profesora de mi hija cuando fui a recogerla sin mi habitual melena al viento. Allí una tez morena y un acento español le convierten a una en latina, lo que ante la mirada de mucha gente blanca del lugar equivale a pobre, posiblemente sin papeles e ignorante.

Los barrios de población negra son austeros, de casas humildes, con ventanas desvencijadas y coches tuneados a la puerta. Los blancos solo cruzan esas áreas en coche, y suelen pisar el acelerador. Es un mundo paralelo que ni quieren conocer ni se atreven. “Pero ¿cómo se te ocurre caminar por esas zonas?”, me preguntaron una vez en una pequeña fiesta de blancos.

Blancos y negros habitan dos mundos separados y desconectados. No en vano, Wilmington fue escenario en 1898 de lo que se denomina el golpe de Estado más prolongado de Estados Unidos. Unos dos mil hombres blancos, policías y militares supremacistas salieron el 10 de noviembre de ese año a la caza del negro para acabar con un gobierno local multirracial en la ciudad del sur más progresista y con más población negra por entonces.

Entre sesenta y trescientas personas negras fueron asesinadas en plena calle, el único periódico dirigido por personas afroamericanas fue incendiado, numerosas viviendas y negocios sufrieron daños y unas dos mil personas se vieron obligadas a huir de la ciudad. El objetivo: evitar que los negros disfrutaran de sus derechos constitucionales. Lo consiguieron. Los crímenes nunca fueron castigados, algunos cadáveres fueron arrojados al río y los supremacistas tomaron el mando. Ninguna placa lo recuerda, pocos niños lo estudian en las escuelas. 

Tras la matanza, y durante medio siglo, quedó instituida una supremacía blanca en la política del estado de Carolina del Norte. El mensaje fue marcado a fuego en la comunidad negra, que vio cómo se construyeron obstáculos para que apenas pudiera votar hasta 1965, cuando se aprobó la Ley de Derechos Electorales. En 1896 126.000 hombres negros estaban registrados para votar en el estado. En 1900, la cifra había descendido a 6.100. Hay muchas maneras de disuadir a alguien de votar. 

Ningún ciudadano negro ocupó un cargo público en Wilmington hasta 1972 y ningún afroamericano obtuvo un escaño en el Congreso por el estado de Carolina del Norte hasta 1992. El primer instituto mixto no se abrió hasta mediados de los años setenta. A día de hoy buena parte de los colegios privados albergan una mayoría abrumadora de alumnado blanco y sigue habiendo una segregación de facto. Las personas latinas y negras apenas tienen cabida en el mundo social de los blancos. 

La discriminación en Carolina del Norte es tangible, visible, evidente y así lo expresan muchas personas negras que se sienten tan olvidadas por “el sistema” que nunca se han inscrito en el registro electoral porque a sus padres se lo prohibieron y porque el procedimiento, imprescindible para poder votar posteriormente, requiere papeleo, tiempo e información a la que no siempre tienen acceso. Otros son muy conscientes de que en estas elecciones su comunidad se la juega y por eso ha aumentado el número de personas inscritas en relación con otras elecciones.

Dice el filósofo estadounidense Michael Sandel (La tiranía del mérito, Debate 2020) que uno de los grandes errores de la elite del partido demócrata fue actuar como si la meritocracia, la igualdad de oportunidades, fuera algo real y tangible. La máxima “si quieres, con esfuerzo puedes” -reivindicada por Hillary Clinton- es inválida para las clases más desfavorecidas del país, tanto para la llamada white trash -blancos de clase trabajadora, en paro o en precariedad- como para las minorías que sufren discriminación en la educación, en las oportunidades laborales, en el acceso a una atención médica de calidad, en el trato social. Esto provocó ya una gran desafección entre sectores vulnerables de la sociedad en 2016, que no detectaron en ningún candidato voluntad para mejorar sus vidas y que vieron en Clinton una representación de la elite multimillonaria que vive de espaldas a los más humildes.

Aunque la comunidad afroamericana conforma en torno al dieciséis por ciento de la población estadounidense, la mitad de las muertes por disparos de la policía -casi mil al año- tienen como víctimas a personas negras, lo que implica proporcionalmente más del doble de víctimas blancas. En los datos sobre arrestos y sentencias ocurre lo mismo. Las cárceles están llenas de personas afroamericanas y latinas, lo que da buena indicación de las condiciones de vida en las que nacen, el tipo de oportunidades que tienen y, no hay que olvidarlo, la estigmatización que sufren, lo que las convierte a menudo en objetivo.

Carolina del Norte es uno de los estados bisagra y la movilización de su población afroamericana puede marcar la diferencia en esa zona

La fundación de Estados Unidos, sobre la base del genocidio contra los indios primero y la explotación de los esclavos después por parte de algunos de los padres fundadores es un asunto polémico, que ha sido silenciado durante décadas y que ha construido una cultura de desmemoria e impunidad. Ahora por primera vez está siendo objeto de un debate más profundo en el país, a raíz del movimiento Black Lives Matter y de la visibilidad que han adquirido los ataques policiales contra personas afroamericanas. Fue en Carolina del Norte donde hace cuatro años se iniciaron los primeros disturbios y manifestaciones a consecuencia del asesinato de un chico negro a manos de un policía. La tensión social siempre ha sido palpable en mayor o menor medida. 

Lo que vote Carolina del Norte será clave en el resultado electoral de este martes. Es uno de los llamados estados bisagra o pendular -es decir, que no siempre votan lo mismo- y la movilización del electorado negro puede marcar la diferencia. Ya lo hizo en 2008, cuando su voto logró el triunfo de Obama en este estado y en 2016, cuando su abstención entregó Carolina del Norte a Trump. Cada papeleta cuenta. Tanto, que la disputa ha llegado a manos de la Corte Suprema, y esta semana ha ganado la batalla el Partido Demócrata, consiguiendo que el tribunal extienda el plazo y permita que en este estado se cuenten todas las papeletas que lleguen por correo hasta el día doce de noviembre, nueve días después de la jornada electoral.

Si la victoria de uno de los candidatos es holgada, no habrá problema. Pero si el resultado termina siendo ajustado, el recuento de todos y cada uno de los votos en algunos estados bisagra acaparará todos los focos, como ya ocurrió en Florida en el año 2000. Solo que esta vez uno de los candidatos presidenciales, que cuenta con apoyo de grupos paramilitares armados, estaría dispuesto a cuestionar los resultados hasta poner el país patas arriba si pierde por un estrecho margen. 

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