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ENTREVISTA
Juez en el Juicio a las Juntas

Ricardo Gil Lavedra: “En la película parece que el juicio fue algo natural, pero hubo que remar mucho para conseguirlo”

Ricardo Gil Lavedra, durante la entrevista.

Natalia Chientaroli

28 de enero de 2023 22:31 h

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Ricardo Gil Lavedra (Buenos Aires, 1949) tenía 35 años cuando se sentó en el estrado del Tribunal que debía juzgar los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura argentina. Enfrente, en el banquillo de los acusados, estaba la cúpula militar que había gobernado el país, y en el de los testigos, cientos de víctimas que relataban un horror “que ni nosotros mismos, los jueces, imaginábamos hasta dónde podía llegar”, reconoce. Ya no lleva el bigote oscuro y ochentero que muestran las fotos de entonces sino una cuidada barba blanca, pero habla de aquel momento crucial con el entusiasmo intacto.

La exitosa película ‘Argentina, 1985’, que va camino de los Oscar, ha vuelto la atención del público sobre el llamado Juicio a las Juntas, un hito fundacional de la democracia de ese país y un ejemplo internacional de la persecución de delitos de lesa humanidad. Gil Lavedra llevaba tiempo trabajando en el libro La hermandad de los astronautas (Ed. Debate) que acaba de publicarse en España, en el que recorre el proceso histórico desde bambalinas, explicando entre anécdotas y razonamientos jurídicos cómo se consiguió condenar a los máximos responsables de miles de asesinatos, violaciones y torturas. “Un periodo sangriento que acaba con verdad y justicia”, resume, aunque reconoce, casi cuatro décadas después, que quedó marcado por los relatos de los supervivientes.

Usted ha sido muy crítico con la película ‘Argentina, 1985’ por centrarse en la figura de la Fiscalía y obviar otros elementos y personas que hicieron posible el juicio.

Yo sinceramente celebro que haya aparecido la película, porque ha permitido que mucha gente vuelva su mirada hacia hechos históricos tan fundamentales para nuestra democracia. Y por supuesto deseo que tenga todo el éxito del mundo. Cinematográficamente es un buen producto, es una película bien hecha que ha buscado una historia atractiva para contar el caso de la acusación de la Fiscalía. Lo que creo es que cuando uno recrea un hecho de esta envergadura debe tratar de que tenga mayor apego o rigor histórico sobre lo ocurrido.

¿Qué omisión le ha dolido más en el guion: el presidente Raúl Alfonsín, la Conadep, la de ustedes los jueces?

La de la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) es increíble porque la acusación se hizo sobre la base de sus legajos. Sin ellos hubiera costado muchísimo probar la acusación. Alfonsín aparece como un personaje lejano, pero sin Alfonsín no hay juicio. En la película da la sensación de que el juicio fuera una circunstancia natural y que el fiscal, a través de una actitud épica, consigue la condena. Y el juicio no fue una circunstancia natural. Hizo falta remar mucho para que se pudiera realizar. El papel del Congreso, por supuesto el del presidente, el de la Conadep, etcétera.

La decisión del presidente Raúl Alfonsín de juzgar a la cúpula militar se toma con la democracia recién recuperada en Argentina y en un ambiente poco propicio. ¿Fue visionaria o temeraria?

Alfonsín tuvo una intuición extraordinaria. Se salió del molde y rompió lo preestablecido. El partido peronista y su candidato, Italo Luder, seguían la corriente habitual, que es no mirar para atrás. Él dijo no, la democracia no puede reconstituirse de esa manera, no se puede edificar sobre una claudicación ética de esta magnitud, estos crímenes tienen que tener responsables.

Pero había un escollo legal importante: la Ley de Amnistía que había sancionado el gobierno militar antes de dejar el poder.

Claro, porque el Código Penal dice que si cambia una ley durante el transcurso del proceso siempre se va a aplicar la más favorable al reo. Mucha gente dijo ‘ya no hay nada más que hacer’, porque la amnistía se dictó antes de una eventual sentencia, con lo cual hay que aplicarla. El Gobierno mandó un proyecto de ley al Congreso para decir que la ley del gobierno militar no podía ser igual a una sancionada por el parlamento, sino que tenía una validez precaria, y que si el Congreso no la ratificaba, carecía de efectos jurídicos. Y así se anuló la amnistía.

Otro obstáculo era el hecho de que debía juzgarles un tribunal militar. 

Eso también fue mérito del Congreso, porque mantuvo la jurisdicción de los tribunales militares, pero les puso un plazo para el juicio, y determinó que si no se cumplía, la Justicia Civil podía hacerse cargo de la causa.

Es en ese momento en el que entran en escena los jueces de la Cámara, que deciden iniciar el juicio. ¿Por qué? 

Pudimos también darle más tiempo al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, pero teníamos el convencimiento de que no iba a pasar nada, de que no tenían la menor vocación de juzgar y que tampoco sabían cómo hacerlo. Nosotros teníamos miedo al fracaso, claro, pero también creíamos que si no lo intentábamos, nadie lo iba a hacer.  

¿Por qué decidieron que el juicio fuera oral y público?

Un juicio escrito, que era lo que correspondía en principio, hubiera sido un desastre. La sociedad no se hubiera enterado de nada y los militares hubieran seguido diciendo públicamente que nada de esto había ocurrido. Y hubiera durado demasiado. Hay que pensar que los militares no querían el juicio y expresaban un malestar cada vez más creciente. Por eso la decisión que tomamos de aplicar las reglas del Código de Justicia Militar, que contemplaban un juicio oral y público, fue clave.

El momento era de una gran inestabilidad, los militares todavía tenían mucho poder y flotaba la amenaza de otro golpe de Estado. 

Alfonsín era consciente de que los márgenes de la transición suelen ser muy estrechos, porque la primera obligación de un gobierno de transición es poder terminar el mandato. Por eso parte de esa primitiva estrategia de Alfonsín fue no llevar a juicio a los oficiales inferiores. El primer proyecto de ley que él mandó al Congreso incluía esa presunción de que quienes habían obedecido las órdenes no eran punibles. 

La decisión de los jueces, precisamente, impidió que esto fuera así. 

Había un enorme malestar, sobre todo entre los oficiales jóvenes, y el Gobierno hubiera deseado un mensaje de tranquilidad, de ‘hasta aquí hemos llegado’. Pero cuando durante el curso de un proceso vos ves la comisión de otro crimen, lo que corresponde es que mandes esos testimonios a otro juez para que lo juzgue. Y bueno, fue lo que hicimos en el punto 30 de la sentencia. Decir: acá está la responsabilidad de los comandantes; ahora toca analizar la de los que están por abajo, los que recibieron las órdenes.

En ese clima de amenaza constante, el Gobierno decide ponerles a los jueces y fiscales una escolta, y también ¡darles un revólver calibre 45 a cada uno!

(Ríe) Sí, era una irresponsabilidad enorme. No solo nos ponían una custodia que uno no sabía qué papel había jugado en el Gobierno militar, sino que nos daban un arma. Yo nunca la saqué de la caja, la metí en el fondo de un armario y mi mayor miedo en realidad era que la encontrara uno de mis hijos. Pero eran tiempos muy revueltos. A un compañero le pusieron una bomba en la puerta de su casa.  

En lo personal, usted cuenta que no se sintió apoyado por su entorno, salvo su familia más cercana. ¿Perdió relaciones por haber participado en ese juicio? 

Muchísimos sectores de la sociedad creían en el discurso de los militares de que ellos habían eliminado el terrorismo y que eso había permitido que volviera la democracia. Y que, por tanto, lo que merecían era un premio, no un castigo. 

¿Tanto desconocimiento podía haber de lo que había sucedido esos años?

Una de las características de las órdenes criminales que dieron los comandantes es que los procedimientos fueran secretos. Es decir, que se secuestraba a las personas de sus domicilios, se las llevaba a los lugares de detención, se las torturaba para obtener información, se las mantenía en condiciones inhumanas. Luego, lisa y llanamente, o se las ‘legalizaba’ o se las asesinaba. Pero todo en el secreto más absoluto. 

Cuando los jueces preguntaban, porque entonces se presentaban muchos habeas corpus, la respuesta estatal era negativa. ¿Cómo alguien podía pensar que quienes estaban encargados de la seguridad y la tutela de los derechos de los habitantes mintieran tanto, y hasta el máximo nivel?

Otra cosa perversa era que engañaban a los familiares que reclamaban por sus hijos, que nadie sabía dónde estaban. Así que se montó todo un sistema por el cual tenían que ir al Ministerio del Interior para recabar información. Les atendían y tomaban nota cuando ellos mismos sabían que eso era falso. Una cosa siniestra, perversa. ¿Cómo podían engañar de esa manera a la gente, a los deudos, a los amigos, a los familiares?

E incluso a otros militares, porque había personas del cuerpo y familiares detenidos-desaparecidos también. 

Una de las características es que las órdenes dentro de cada Fuerza eran casi impenetrables. Incluso los propios militares no podían averiguar por la suerte de nadie. Era un sistema impermeable, pétreo.

Cuenta que el día que empezaba el juicio le pidieron a las Madres de Plaza de Mayo que estaban en la sala que se quitaran los pañuelos, y que Hebe de Bonafini se negó a hacerlo ¿Llegaron a pensar en sacarla por la fuerza?

Me parece increíble que lo hayamos pensado, sí. Una locura. Pero era la primera audiencia, sentíamos la presión de que teníamos que empezar. Nos obsesionaba tener las riendas, porque cuando un tribunal pierde el control puede pasar cualquier cosa. Este debía ser un juicio intachable, y por eso lo hicimos muy solemne, cargado de formalidades. 

Solemne al punto de que los sillones en los que se sentaban eran tan altos que les colgaban las piernas. 

(Se ríe) La sala es enorme, eso se ve bien en la película porque está filmada ahí. Y el estrado es imponente, está incluso por encima del testigo que declara. Y los sillones son altos, altísimos, como para una persona que midiera más de dos metros. Así que a todos nos quedaban las patitas colgando y teníamos un banquito donde apoyar los pies, pero eso no se veía (más risas). 

Llama la atención en el libro la cantidad de anécdotas sobre bromas que se gastaban, difíciles de imaginar en un contexto así.

Al contrario, yo creo que las explica el momento. Porque eran la escapatoria, el recurso para poder tener un motivo de distensión. Como el día que estábamos saliendo uno por uno al estrado y cerramos la puerta con llave después de que saliera el primero, que se quedó solo ahí frente al público (se ríe). Necesitábamos mitigar la presión y el horror de lo que estábamos oyendo, porque fue muy duro. 

En el libro destaca la frase de uno de los testigos, que dijo: “No hay peor tortura para un ser humano que escuchar las torturas de otro”. ¿Cómo fue escuchar semejantes atrocidades una tras otra, durante horas, días, meses?

Uno trataba de tomar distancia y no dejarse llevar, pero a veces era imposible. La verdad, llega un momento en que sentís ¡Basta! ¡No quiero oír más! Una especie de reflejo humano de autodefensa. Recuerdo que en cierto momento empezamos a distribuir en diferentes días a los testigos que habían estado en centros de detención. Eran quienes relataban abusos y torturas y sus testimonios necesitaban más tiempo. Lo hicimos por eso aunque creo que también fue una forma de preservarnos.

¿Recuerda todavía algunos de esos testimonios?

Dicen que la memoria es como un archipiélago en un mar de olvido, en el que te quedan islas de cosas que te comprometieron un sentimiento, una emoción. Yo me acuerdo con detalle de decenas de testimonios porque me he quedado impregnado con eso. Todo se me quedó dentro.

¿Tuvieron dudas a la hora de dictar sentencia? 

No tuvimos dudas sobre los acusados de los que teníamos evidencias de los delitos más graves, que llevan a prisión perpetua. El tema eran los otros. No nos poníamos de acuerdo. El Negro Ledesma y yo propiciamos penas más altas. Pero bueno, eso no cambiaba la importancia de la realización del juicio.

¿Es cierto que las decidieron en una pizzería? 

No fuimos a discutir la sentencia a una pizzería. Fue el final de una jornada agotadora de discusión y fue el lugar donde pudimos llegar a acuerdos. Pudo haber sido también un despacho o un pasillo. El destino quiso que fuera en una pizzería y eso le da un contenido raro, singular, ¿no?

En el libro cuenta cómo los editoriales de los periódicos pedían antes de la sentencia “justicia y reconciliación” ¿Puede haber reconciliación después de unos hechos tan atroces? 

Yo creo que la reconciliación, como el perdón, no es colectiva. Son actos individuales, no de una sociedad. Pero para poder reparar heridas como dejan crímenes tan atroces se necesita verdad. La verdad tiene un efecto reparador extraordinario. Porque le permite a las víctimas y a sus familiares saber qué pasó, dónde están enterrados los suyos, qué ocurrió con ellos. La justicia sacraliza una verdad. Y cuando una sentencia condena no es solamente una decisión individual sino que expresa el repudio de una sociedad frente a una determinada manera de actuar. Por lo tanto, yo creo que la manera más completa de buscar la reparación es la justicia.

¿Alguna vez pensó qué hubiera pasado en Argentina si no hubiera habido ese juicio?

¡Qué contrafáctico! No sé, creo que hubiera sido un golpe muy duro para la democracia si el juicio fracasaba. Cuando a veces me preguntan si tuve miedo, la verdad es que el miedo que teníamos era precisamente ese: fracasar, no poder hacerlo. En una democracia que recién estaba naciendo, que era una democracia incipiente, el juicio materializaba una regla básica: la igualdad ante la ley. Era muy grave lo que había ocurrido y no podía quedar impune. Había que hacer justicia. 

¿Por qué la ‘Hermandad de los Astronautas’?

La metáfora le pertenece a uno de mis compañeros, que decía que estábamos como en una nave espacial:  afuera había mucho estruendo, un bullicio que nos llegaba amortiguado porque estábamos concentrados en el objetivo, que era sentencia. Como los astronautas, dependíamos el uno del otro, de la confianza recíproca que nos mantenía en ese viaje y que creó también una relación muy especial, una suerte de hermandad que dura hasta hoy. Por eso cuento los festejos y la catarsis que hicimos al acabar el juicio. Era como si los astronautas hubieran conseguido alunizar.

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