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The Guardian en español

¿Ha ayudado el parón por la COVID-19 a salvar el planeta?

El huracán Genevieve visto desde la Estación Espacial Internacional en agosto de 2020. Fotografía: NASA / ISS / Chris Cassidy

Jonathan Watts

7 de febrero de 2021 21:24 h

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Cuando empezó el confinamiento, los científicos que estudian el clima se horrorizaron por la tragedia del coronavirus, pero también se sintieron intrigados por lo que llamaban un “experimento involuntario” a escala global. Se preguntaban hasta qué punto respondería el sistema terrestre a la mayor desaceleración de la actividad humana desde la Segunda Guerra Mundial.

Los activistas ecologistas formulaban la pregunta de manera más concisa: “¿Cuánto iban a ayudar las medidas de confinamiento a salvar el planeta?”.

Más de un año después del primer caso conocido de COVID-19, la respuesta corta es: no lo suficiente. De hecho, los expertos dicen que la pandemia puede haber agudizado algunos problemas medioambientales, aunque todavía existe la oportunidad de sacar algo positivo de lo negativo si los gobiernos emplean sus medidas de estímulo económico en promover una recuperación verde.

Un respiro demasiado corto

Durante la primavera, cuando las restricciones eran más estrictas, la huella humana en la naturaleza se redujo a niveles no vistos en décadas. Los vuelos se redujeron a la mitad, y en Reino Unido el tráfico por carretera cayó más de un 70%. En China, la potencia que más carbono genera en el mundo, las emisiones industriales se redujeron aproximadamente un 18% entre principios de febrero y mediados de marzo, lo que equivale a un recorte de 250 millones de toneladas.

El uso del coche en Estados Unidos disminuyó un 40%. El impacto de la humanidad sobre la Tierra fue tan leve que los sismólogos detectaron que las vibraciones del “ruido cultural” [relacionado con la actividad de las personas] eran más bajas que las que había antes de la pandemia.

El respiro fue demasiado corto para revertir décadas de destrucción, pero permitió vislumbrar cómo sería un mundo sin combustibles fósiles y con más espacio para la naturaleza.

La vida silvestre no tuvo tiempo para reclamar el territorio perdido, pero sí pudo explorarlo. Junto a las imágenes apocalípticas de carreteras desiertas, Internet no paraba de llenarse de vídeos conmovedores de ovejas en un patio de colegio desierto en Monmouthshire (Gales), coyotes en el Golden Gate de San Francisco (California), jabalíes husmeando por las calles de Barcelona (Catalunya) y ciervos pastando no muy lejos de la Casa Blanca (Washington DC). Las flores silvestres crecían en los bordes de las carreteras porque se cortaban con menos frecuencia.

En el sur del mundo, el panorama fue más heterogéneo. La caza furtiva de rinocerontes disminuyó en Tanzania debido a la interrupción de las cadenas de suministro y a las restricciones para los movimientos transfronterizos, pero la caza de animales salvajes para el consumo de carne, la recolección ilegal de leña y las incursiones en áreas protegidas aumentaron en India, Nepal y Kenia debido a que las comunidades locales perdieron los ingresos del turismo y tuvieron que buscar otros medios con los que mantener a sus familias.

En Brasil, la pandemia ha debilitado a los guardianes tradicionales del Amazonas. Los grupos indígenas Xavante y Yanomami se han visto afectados fuertemente por la enfermedad y los guardabosques tuvieron que quedarse en sus casas debido a las medidas de confinamiento. Mientras tanto, las ocupaciones de tierras para el agronegocio, las quemas de selva para la explotación del suelo y la minería ilegal estuvieron más activos que nunca. La deforestación en Brasil alcanzó en 2020 el nivel más alto en los últimos 12 años.

En otros lugares pudieron constatarse mejoras en materia de salud, aunque probablemente no fueron suficientes para compensar las pérdidas. En Europa, las proyecciones han calculado al menos 11.000 muertes menos por la contaminación del aire, un pequeño alivio frente el creciente número de víctimas de COVID-19. Respirar un aire más limpio también significó que 6.000 niños menos desarrollaran asma, 1.900 evitaron las visitas a urgencias y 600 menos nacieron prematuros. 

En Reino Unido, dos millones de personas con afecciones respiratorias experimentaron una reducción de los síntomas. El cambio era visible desde el espacio, donde los satélites registraban imágenes nítidas de la reducción de los cinturones de esmog alrededor de las ciudades de Wuhan, en China, y de Turín, en Italia. Los habitantes de muchas ciudades también pudieron notar la diferencia. En Katmandú, capital de Nepal, se sorprendieron al divisar por primera vez en décadas el monte Everest. En Filipinas, la Sierra Madre volvió a ser visible en la capital, Manila

Pero estos logros fueron efímeros. Una vez que las medidas de confinamiento se relajaron, el tráfico de vehículos volvió a aumentar y también lo hizo la contaminación del aire. En un sondeo realizado en 49 localidades británicas y publicado en diciembre, el 80% presentaba niveles de contaminación iguales o peores a los previos a la pandemia. En otros lugares, el avistamiento urbano de picos de montañas distantes y las visitas callejeras de animales silvestres eran recuerdos que se desvanecían en la memoria.

Una reducción de emisiones “insignificante”

La historia es igualmente descorazonadora cuando se trata de las emisiones globales de carbono, que cayeron abruptamente, pero no lo suficiente como para hacer mella en las preocupantes perspectivas del cambio climático. Meses de carreteras y cielos vacíos y una actividad económica más lenta redujeron la emisión global de gases de efecto invernadero en aproximadamente un 7%, la mayor caída anual jamás registrada.

Esto significa una disminución de entre 1.500 y 2.500 millones de toneladas de contaminación de CO2, pero simplemente ha ralentizado el proceso de acumulación de carbono en la atmósfera, que dejan todavía al mundo encaminado hacia un aumento de temperatura de 3,2 ºC para fines de este siglo. En su informe anual sobre la brecha de emisiones, la agencia medioambiental de las Naciones Unidas dijo que el impacto de las medidas de confinamiento fue “insignificante”, equivalente a una diferencia de solo 0,01 °C para 2030.

En un apunte más optimista, el mismo informe indicó que el gasto ambicioso en recuperación verde podría volver a encaminar al mundo hacia el objetivo del Acuerdo de París, que puso el límite tolerable en un incremento de la temperatura global de menos de 2 ºC.

Hasta ahora hay pocas señales de que esto suceda. Aunque recientemente China, la Unión Europea, Reino Unido, Japón y Corea del Sur han anunciado objetivos de neutralidad de carbono para mediados de siglo, ninguna nación está trabajando lo suficiente para volver real ese propósito. La mayor parte del gasto de estímulo se destinará a las industrias de combustibles fósiles que están empeorando el clima en lugar de a las energías renovables, las cuales podrían mejorarlo.

Estas prioridades distorsionadas han generado la preocupación de que el confinamiento originado por la COVID-19 conozca el mismo final que la crisis financiera de 2008-2009, cuando a la breve caída en las emisiones le siguió un repunte hasta alcanzar niveles récord.

“Basándonos en lo poco que se ha destinado a energía verde y tecnología limpia de los aproximadamente 15 billones de dólares gastados en planes de estímulo económico, creo que la COVID-19 retrasará la transición a un futuro libre de emisiones”, dice Rob Jackson, presidente de Global Carbon Project. En China, explica, las emisiones ya volvieron a los niveles de 2019, mientras que otros países utilizan la pandemia como excusa para retrasar la acción climática en el sector de la aviación.

En Estados Unidos, el expresidente Donald Trump fue más allá en su exhibición de capitalismo en crisis cuando revocó una serie de medidas de protección ambiental y aumentó el apoyo a los combustibles fósiles.

La situación, sin embargo, no es del todo sombría. Un excepcional 2020 ha reforzado los argumentos económicos a favor de las energías renovables, que han demostrado ser una alternativa solida y barata durante el confinamiento. Los analistas predijeron que 2020 confirmaría el declive final del carbón, el combustible más contaminante, y también aumentará las dudas sobre las inversiones en petróleo. Los precios del crudo llegaron a caer en un momento dado.

En comparación, las energías eólica y solar son estables y limpias. “El virus ha puesto de relieve el daño a la salud que causan los transportes que usan petróleo como combustible y contaminan el aire. Pudimos vislumbrar un futuro para nuestras ciudades, con aire más limpio, sin contaminación por combustibles fósiles de los vehículos”, dice Jackson.

La cooperación global contra la crisis climática

Saber si se trató de un simple paréntesis o de un punto de inflexión dependerá de las medidas que se tomen a nivel nacional e internacional. Como se ha podido comprobar con los paquetes de estímulo contra el cambio climático, los gobiernos nacionales son reacios a cambiar de dirección por sí solos. Por tanto, la cooperación global es fundamental.

Pero el coronavirus también ha demostrado ser un impedimento aquí. Estaba previsto que los líderes mundiales se reunieran en diciembre en Glasgow (Escocia) en una cumbre climática de Naciones Unidas (ONU) destinada a aumentar la ambición, pero la reunión presencial tuvo que posponerse hasta 2021. En el encuentro virtual que organizaron los anfitriones británicos apenas se mantuvo el empuje. Muy pocas de las naciones participantes presentaron medidas concretas.

Una suerte similar corrieron las conversaciones internacionales sobre biodiversidad que deberían haberse celebrado en Kunming (China). Se han retrasado por lo menos hasta el próximo mes de mayo y algunas naciones reacias como Brasil han sido acusadas de obstaculizar el progreso al cuestionar las reuniones formales online.

Al igual que con el clima, no sería correcto decir que 2020 fue un año perdido en la toma de decisiones internacionales, pero los calendarios se han retrasado indudablemente, incluso cuando los líderes mundiales advierten de que el tiempo se está acabando.

La necesidad de actuar se ha visto además impulsada por una serie de noticias climáticas espantosas. En 2020 se registró un récord de columnas de humo provocadas por los incendios forestales en Australia, una ola de calor monstruosamente larga en Siberia, el mayor número de tormentas tropicales jamás registrado en el Atlántico, incendios devastadores en los humedales de Pantanal brasileño, los niveles más altos de inundaciones registrados en África Oriental, ciclones y tifones inusualmente devastadores en India, Indonesia y Filipinas, el verano más caluroso en la historia del hemisferio norte y récords de temperatura en la Antártida y el Ártico, donde la formación de hielo invernal se retrasó más que en ningún otro momento desde que se tienen registros satelitales.

Los meses de enero y noviembre registraron récords históricos de calor, y en su conjunto las temperaturas de 2020 garantizarán que los últimos siete años sean los más calurosos desde que comenzaron tales mediciones.

La interconexión entre las múltiples crisis del mundo también resulta cada vez más evidente. Los epidemiólogos y ecologistas han advertido de que los brotes de enfermedades similares al coronavirus son más probables en el futuro como resultado de la deforestación, el calentamiento global y el trato que la humanidad da a la naturaleza.

“El surgimiento de la pandemia no es un accidente, ya que durante años ha habido repetidas advertencias de que estábamos ejerciendo demasiada presión sobre el mundo natural por nuestras prácticas destructivas. La pérdida de hábitats, la agricultura intensiva y la sobreexplotación de la vida silvestre son factores clave de la aparición de nuevas enfermedades infecciosas como la COVID-19”, dice Paul De Ornellas, jefe de vida silvestre del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) en Reino Unido. 

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha ido más allá. En su vehemente discurso sobre el estado del planeta que pronunció en diciembre, dijo que la tarea definitoria del siglo XXI es hacer las paces con la naturaleza. “La humanidad está librando una guerra contra la naturaleza. Esto es suicida”, afirmó. “La naturaleza siempre contraataca, y lo hace con una fuerza y una furia crecientes”.

El trabajo para lograr una tregua tiene más posibilidades de ponerse en marcha este año con nuevas vacunas, un nuevo presidente en la Casa Blanca, un respeto renovado por la ciencia y una nueva conciencia de la velocidad con la que pueden llegar los cambios. Queda por ver si todo conduce a una mejora transformadora del sistema terrestre o recaeremos en limitarnos a los parches.

Traducido por Alfredo Grieco y Bavio

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