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The Guardian en español

ANÁLISIS

Las demandas para repartir culpas por esta pandemia no evitarán la siguiente

Partículas del virus SARS-CoV-2 vistas con el microscopio electrónico de transmisión.
10 de octubre de 2021 20:48 h

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En septiembre comenzó en Austria el juicio por la demanda civil contra el Gobierno presentada por la viuda y el hijo de un hombre que murió de COVID-19 tras pasar unas vacaciones en Ischgl, la estación de esquí considerada por muchos como sede de un evento supercontagiador a comienzos de la crisis sanitaria. La semana anterior, un juzgado había ordenado a la exministra de Sanidad francesa, Agnès Buzyn, que respondiera por la falta de anticipación del Gobierno galo ante la pandemia.

Mientras tanto, en Reino Unido el Gobierno se ha comprometido a abrir una investigación oficial sobre la gestión de la crisis. Su inicio está previsto para la próxima primavera. Quienes presionan para que comience antes argumentan que las lecciones aprendidas aún pueden salvar vidas, pero repartir culpas es otra de las funciones de una investigación oficial. El dedo acusador se ha levantado desde el comienzo de la pandemia y ahora está dando palmaditas en hombros reales.  

Es entendible que quienes atraviesan un duelo quieran obtener respuestas. Asimismo, es probable que los gobiernos tengan lecciones que aprender, las cuales salvarían más vidas antes de que la pandemia se termine. No obstante, no queda claro que el “juego de la culpa” sea de ayuda para quienes han perdido seres queridos ni que garantice que cualquiera de nosotros esté mejor protegido ante pandemias futuras. De hecho, podría hacer lo opuesto.

Los límites

En primer lugar, repartir culpas entre quienes coordinaron la respuesta a la pandemia a nivel local o nacional desvía la atención de aquellas actividades transfronterizas, como la cría industrial de animales, que son las primeras en disparar el riesgo de pandemias.

En segundo lugar, todos los esfuerzos por identificar culpables están impulsados por la mirada retrospectiva, cuando incluso los científicos sabían entre poco y nada en el momento de muchos de los sucesos en cuestión. Aun en retrospectiva es difícil evaluar si una decisión oficial determinada puede justificarse en términos de vidas salvadas. ¿Las vidas de quiénes? ¿Durante qué período de tiempo? ¿Cómo se determina el valor de estas decisiones? Si las personas en lugares de poder saben que cualquier cosa que hagan será criticada –y que serán acusados de hacer demasiado o demasiado poco–, lo peligroso sería que no hagan nada la próxima vez.

La experiencia de 1918

Este es uno de esos casos en los que la historia resulta instructiva. En 1918, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, priorizó la guerra sobre la peor pandemia en la historia moderna –la cual mató a muchos más estadounidenses– y prácticamente nadie se quejó.

Cincuenta años después, otra pandemia de gripe estalló y Gerald Ford, tras ser advertido de que Estados Unidos podría volver a afrontar una situación similar, anunció una campaña de vacunación masiva. Esa pandemia terminó siendo leve en comparación con la de 1918 y el presidente fue criticado por todo el arco político.

La ministra francesa Buzyn puede consolarse con que, durante pandemia de gripe de 2009, su antecesora, Roselyn Bachelot, fue ridiculizada por haber tenido que cancelar decenas de millones de dosis de vacunas que había encargado preventivamente.

La deprimente lección es que la historia es irremediablemente poco informativa respecto a la próxima pandemia y que queda clarísimo que el político que no haga nada por prevenirla recibirá un cálido y mayor agradecimiento en las urnas que aquel que sí lo haga.

Demandas

Hay un nuevo giro en el inminente juego de la culpa: las demandas contra aquellos que, ya sea por negligencia o con intencionalidad, hayan causado que otros se contagien de COVID-19. Por ejemplo, al negarse a ser vacunados contra la enfermedad. No hay una demanda así todavía, pero la jurista Dorit Reiss de la Facultad de Derecho de Hastings de la Universidad de California cree que es solo cuestión de tiempo y que adoptará dos formas distintas.

La primera es la demanda civil realizada por un individuo que haya contraído COVID-19 –o uno de sus parientes– contra otro individuo. Por ejemplo, un maestro o un trabajador de residencia de mayores que se haya negado a recibir la vacuna, al que, rastreo de contactos mediante, pueda adjudicársele fácilmente el contagio al demandante (en este caso, puede que la escuela o la residencia también sean demandados). La segunda es la demanda colectiva contra una organización que haya difundido desinformación sobre las vacunas, como Children’s Health Defense, dirigida por Robert Kennedy Jr., o America’s Frontline Doctors.

Si ninguno de estos tipos de demanda ha sido anunciado hasta ahora es porque ambos se enfrentan a grandes obstáculos. Sin entrar en detalles legales, los cuales dependen de la jurisdicción en la que se desarrolle la causa, pueden establecerse tres categorías principales de trabas: comprobar que el acusado tenía el deber de proteger a otros; en caso de tener el deber, probar que se comportó indebidamente; y probar que causó daño, en este caso en forma de contagio. Aunque probar la causalidad es la más difícil, a medida que más gente recibe su vacuna y las condiciones para la transmisión de la COVID-19 se conocen mejor, se está volviendo más fácil. Demandar a una organización por difundir desinformación supone un obstáculo adicional: el derecho en muchas jurisdicciones a la libertad de expresión.

El primero de estos casos será una prueba fascinante cuyo resultado es difícil predecir. Tomemos como ejemplo a Reino Unido, donde la ley ya tiende a priorizar al individuo sobre lo colectivo. En las últimas décadas, las personas que han sufrido daños a causa de las vacunas han sido, en general, compensadas mediante un programa de indemnización sin culpa antes que en los tribunales. Tales programas –que también existen en Estados Unidos y otros países– representan la noción de que ningún riesgo asociado con otorgar un beneficio colectivo fue creado deliberadamente y, por ende, no es culpa de nadie. Lo mismo podría decirse de quienes se niegan a acceder a tal beneficio: no eligieron ser un riesgo para los demás.

El caso de Israel

Estados Unidos es un buen candidato para albergar un caso de prueba, al igual que Israel. Según me cuenta Ido Baum, periodista jurídico del diario Haaretz, Israel es un país altamente litigioso donde “realizar una demanda por recibir correo basura es casi un deporte” y la gente corriente a menudo acude a los tribunales para impulsar el cambio social. Pero cuando en una columna reciente, Baum se preguntó en voz alta por qué una demanda por infección negligente de COVID-19 no había surgido aún en Israel, se sorprendió por la respuesta: los lectores estaban completamente en contra de algo así.

Según el jurista Tsachi Keren-Paz de la Universidad de Sheffield, incluso si el caso de prueba fallara, probablemente modificaría el debate sobre dónde debe situarse el equilibrio entre los derechos y las responsabilidades, tanto individuales como colectivas. El debate ya está en marcha. Las propuestas giran entorno a hacer responsables a los “contagiadores” negligentes de la COVID-19 por los costes de rastrear y contener el brote que causaron, y criminalizar su comportamiento del mismo modo que se castiga a los conductores peligrosos. De un lado, están quienes quieren mayor protección legal para el colectivo social; del otro, quienes argumentan que la coerción no es el camino y que esta podría resultar contraproducente al empujar a la gran mayoría de las personas que se niegan a vacunarse –que simplemente tienen dudas o interrogantes– a posiciones aun más extremas.

La COVID-19 ya está cambiando las leyes. A su vez, los académicos intentan comprender la legalidad de muchas de las intervenciones sin precedentes que hemos visto durante los últimos 20 meses: desde confinamientos y programas de subsidios a quienes no podían trabajar, hasta la obligación de usar mascarillas o de recibir vacunas.

La pregunta es: ¿deberían esos cambios hacer que la asignación de la culpa sea más fácil? Si nuestro objetivo es estar mejor protegidos la próxima vez que afrontemos una crisis así, la respuesta probablemente sea no. Sería mejor preguntarse por qué nuestro contrato social está deshaciéndose y qué podemos hacer para reforzar la solidaridad. La investigación pública que logre abordar esas preguntas en un entorno sin culpa sería de suma utilidad.

Laura Spinney es periodista científica y autora de Pale Rider: The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World (El jinete pálido. 1918: la pandemia que cambió al mundo).

Traducción de Julián Cnochaert.

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